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Algo huele mal en Afganistán
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Global Research, agosto 24, 2021

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Desde la mañana del 15 de agosto, los talibanes han rodeado la capital afgana y se han apostado a las puertas de la ciudad. A última hora de la tarde, el presidente títere Ashraf Ghani huye a Tayikistán, y pocas horas después “Al Jazeera” muestra primero las fotos y luego el video de los insurgentes ocupando el palacio presidencial, una señal más que tangible de la caída final de la capital.

Se trata del propio expresidente, en un mensaje emitido tras su huida, a admitirlo: “Los talibanes han ganado“.

Estados Unidos había quemado los documentos con “informaciones sensibles” de su embajada, y los tres batallones de infantería e infantería de marina -unos 3.000 refuerzos- llegados desde Estados Unidos a Kabul supervisaron el traslado del personal estadounidense en el aeropuerto que ya no estaba controlado por las evanescentes Fuerzas Armadas afganas, sino por las fuerzas residuales que han ocupado el país durante veinte años.

Durante los días pasados la situación alrededor y dentro del aeropuerto se deterioró en el intento de fuga masiva en su dirección. La situación se agravó aún más por el cierre del tráfico comercial a favor del militar. Durante las horas siguientes, el traslado en helicóptero desde la embajada de Estados Unidos al aeropuerto fue caótico, y terminó con las imágenes que nos quisieron mostrar los medios de comunicación de la bandera de “barras y estrellas” bajada.

Los británicos, alemanes, españoles, canadienses e italianos, entre otros, están evacuando -sería mejor decir huyendo- mientras los helicópteros norteamericanos sobrevolaban a baja altura Kabul, cuya seguridad aún estaba nominalmente garantizada por el ejército afgano, es decir, por parte de nadie.

La postura del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa nos hace conocer a través de un comunicado de prensa del 16 de agosto sobre la gravedad de lo sucedido en Afganistán, donde la diplomacia rusa sigue “detenidamente la evolución de la situación en Afganistán a raíz de la transición del poder en este país al Movimiento Talibán como resultado de un hecho real, la plena ausencia de la resistencia por parte de las fuerzas armadas nacionales adiestradas por Estados Unidos y sus aliados”.

Así, Maria Zajarova, la portavoz del Ministerio de Exteriores ruso, declaraba que “en Afganistán se está produciendo un enfrentamiento entre dos grupos creados por los experimentos estadounidenses”: por un lado los Talibanes, consecuencia directa del apoyo a los muyahidines y “Frankenstein político” estadounidense para destruir los proyectos laicos y socialistas en esa nación asiática y no solo; por el otro lado el Gobierno títere que Occidente dejó tras la invasión en 2001, en búsqueda de pruebas (nunca encontradas) de relaciones políticas y militares entre Bin Laden (destacado agente de la estadounidense Agencia Central de Inteligencia y de Arabia Saudita), su organización terrorista Al-Qaeda, el Mullah Omar y Saddam Hussein.

Por su parte el ministro del Interior del gobierno afgano saliente, Abdul Sattar Mirzak, declaró que habrá “una transición pacífica de poderes“; el portavoz de los talibanes se hizo eco de él, asegurándoles que no entrarán en Kabul hasta que se complete el traspaso. Pero como muestra el giro de los acontecimientos, la suerte está echada, ya que, conociendo las verdaderas fuerzas motrices que dirigen efectivamente a los talibanes, tampoco las últimas declaraciones de los mismos “estudiantes de teología” sobre el garantizar un proceso y transición de paz en ese país asiático, a través la amnistía y el respeto de los derechos civiles y de género, esto resulta muy improbable.

Si en estas agitadas horas se está definiendo la solución política que sistematiza la victoria de los talibanes salvaguardando las apariencias del derecho internacional y se salva un innecesario “baño de sangre”, la retirada de EE.UU. y la OTAN pronto se convertirá en una inesperada derrota; y se trata solo de una cuestión de tiempo.

Los expertos estadounidenses pronosticaron hace unos días la conquista de Kabul tres meses después de sus propia salida prevista para finales de agosto, pero la situación ha anticipado el evento debido a fuerzas mayores, convirtiendo, así, una retirada planificada en una estampida.

Se trataría de un último intento desesperado para establecer un gobierno ad interim, para “salvarse la cara”, que substituya al presente, a la vez, un gobierno que logre conciliar a todos, los “estudiantes del Corán” y los actuales gobernantes en un Consejo de Coordinación, pero ya se sabe muy bien que quien comandarán serán, por cierto, los talibanes, quienes están conscientes que esta hipótesis es la que los llevarán a detener ipso facto el poder fáctico de aquella gran nación (geográficamente hablando) asiática, respecto a una propia legitimidad política internacional final que, de hecho, si no fue en las formas diplomáticas oficiales que conocemos, ya se dio con los acuerdos de paz de Doha.

La alternativa que se estaría materializando es una rendición tout court de la actual estructura de gobierno, con una ofensiva final capaz de acelerar aún más la salida del personal internacional.

Los talibanes hasta ahora han mantenido los acuerdos pactados en Doha – no ataquen a los que se retiraban además de limitar (por ahora) los enfrentamientos flagrantes que caracterizan cualquier fin de conflicto. Pero el intento de “arreglarlo” parece haber fracasado.

Finalmente, se trata de una situación muy diferente a la de hace 25 años, cuando los “estudiantes de teología” entraron en Kabul a últimos días de septiembre, al ocaso de una guerra civil que comenzó en 1992 y que había visto tomar fuerza y poder, y al final prevalecer entre otras fuerzas islámicas en guerras una entre otras por el poder.

Ciertamente, la entrada en Kabul el 27 de septiembre de 1996 no significó ni el control total del territorio por su parte, ni el fin de las hostilidades, sino el comienzo de 5 años de gobierno sustancial con escaso reconocimiento internacional oficial del Emirato por parte de Pakistán, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos.

Esto, sin embargo, hasta la ocupación militar liderada por Estados Unidos de 2001, que utilizó a los oponentes de los talibanes como “cabeza de puente”. Pero ahora el Emirato vuelve a ser una realidad, 25 años después.

Esta vez, la ofensiva de los talibanes duró unos 4 meses y no encontró obstáculos importantes, ni entre las Fuerzas de Armada afganas, ni entre los señores de la guerra aliados del gobierno títere, incluido el ex poderoso Dostum, antes aliados y luego enemigos.

En una sola semana, 26 de las 34 provincias afganas han caído y alrededor del 65% del territorio está bajo la administración de los talibanes. Solo hasta pocos días, a parte Kabul, con sus 4 millones y medio de habitantes que constituyen el 12% de la población, todas las principales capitales de provincia y los puntos tácticos en la frontera, incluyendo aquellos estratégicamente más importantes a lo largo de los 1200 kilómetros alrededor con Pakistán, están en sus manos.

Cabe señalar que la así llamada (o mal llamada) “transición” en los pasos fronterizos con Pakistán se realizó en total tranquilidad, destacando como siempre esa histórica “benevolencia” de las autoridades paquistaníes y sus servicio de inteligencia, en particular.

La fuerza Talibán, se tardó algunos años en ser la vencedora entre el polémico despliegue de los freedom fighters orquestado y financiado por parte de Occidente, primero contra la experiencia de la Revolución de Saur de abril de 1978 y luego contra la intervención soviética de diciembre de 1979 que aceptó apoyar militarmente al gobierno socialista y revolucionario en el poder, de acuerdo a la petición que el mismo gobierno de Kabul (y en el respeto del derecho internacional) había solicitado a la URSS.

Ergo: la primera gran conquista de una ciudad por parte de los talibanes, Kandahar, tuvo lugar en noviembre de 1994, casi dos años antes de la captura de Kabul, y en el año que precedió a la conquista de la capital, las fuerzas talibanes, solo controlaban una docena de provincias.

Ahora, las principales ciudades afganas como Kandahar y Herat, además de la capital, cayeron en sólo pocos días.

Kabul estuvo siempre en el centro de los enfrentamientos entre las distintas facciones rivales desde que Mohammad Najibullah en 1992, quien había intentado el camino de la reconciliación nacional unida a un amplio acuerdo internacional, se vio obligado a dimitir.

Pero lo que se había establecido durante los Acuerdos de Peshawar en Pakistán, en abril de ese año, donde se reconocía el naciente Estado Islámico de Afganistán, como piedra angular de la transición, quedó – de hecho – letra muerta por la falta de un acuerdo real entre las partes beligerantes.

En particular, quienes entonces se opusieron fuertemente a ella fue Gulbuddin Hekmatyar, líder de Hezb-e Islami, la fuerza antisoviética que entre los muyahidines había disfrutado del mayor apoyo financiero y político de Estados Unidos y Gran Bretaña, entre otros, y luego el contacto privilegiado (antes de su caída en desgracia) de los servicios secretos paquistaníes, el ISI.

Ahora es un miembro hipotético, junto con Abdulah Abdulah, del Consejo de Coordinación designado por el presidente saliente, para tratar con los talibanes.

Gulbuddin no fue el primero de los desacuerdos entre los “señores de la guerra”, quienes efectivamente anularon la hipótesis de un gobierno de transición que teóricamente debería haber tenido a Massoud, un ex muyahidín antisoviético, como futuro líder de la llamada “Alianza del Norte” anti-talibanes y por ende, como ministro de Defensa.

Massoud terminará sus días el 9 de septiembre de 2001, muerto en un atentado, dos días antes de las Torres Gemelas.

Así que, la falta de acuerdo político fue reemplazada por el enfrentamiento militar entre antiguos aliados que enfureció al país.

En 1996, al entrar en Kabul, los talibanes – con el beneplácito de Occidente – se llevaron al ex líder comunista Najibullah del recinto de la ONU, lo torturaron y lo ahorcaron, dejándolo expuesto fuera del Palacio Presidencial, junto a su otro hermano.

A pesar de haber dimitido durante más de cuatro años, ese grande dirigente político, aun disfrutaba de un prestigio considerable – y todavía lo disfruta, especialmente entre los pastunes, como el Ministerio de Relaciones Exteriores tuvo que admitir  públicamente – y sobre todo, actuando como un patriota consecuente, se había negado a salir del país, a pesar de las amenazas de muerte que había recibido.

Un respeto que aún perdura, considerando los esfuerzos (cuando estuvo en el cargo) por una solución política y no militar al conflicto entre las partes que le hubiera hecho preferir “la paz al poder “, como declaró en una entrevista cuando todavía estaba en el cargo.

El suyo fue un esfuerzo generoso para transformar Afganistán en un sentido laico y progresista, desde un país que hacia parte de unos acuerdos de cooperación pacífica con la URSS después de su colapso, en un país neutral dentro del movimiento de los países no alineados. Un país que, aunque privado de referencias abiertamente socialistas, con una cierta apertura al mercado y el reconocimiento del Islam como parte de la cultura nacional y popular, podría haber mantenido algunos de los logros sociales alcanzados con la Revolución de Saur, contra la que EE.UU. conspiró mucho antes de la cooperación y apoyo militar soviético.

Estas conquistas habían sentado las bases para la salida del estado de atraso y pobreza en un régimen semifeudal, como lo fue Afganistán incluso después del fin de la época monárquica.

Se parece cínico y grotesco, pero los talibanes, mutatis mutandis, parecen inspirarse en algunas de las últimas instancias políticas vinculadas a la “soberanía nacional” de ese líder que habían asesinado junto con su hermano en nombre de sus amos occidentales, ahora se presentan como una fuerza lista para amnistiar a aquellos que trabajaron para el gobierno anterior, listos para una reconciliación nacional de todos los componentes de la población, interesados en una buena relación con sus vecinos (Irán y especialmente Pakistán están ahora en la órbita de Beijing) y dispuestos a recibir inversiones, en particular chinas , y al mismo tiempo dispuestos a no volver a ser un “santuario” de la guerrilla islámica, como hace Veinte años.

Una hipótesis, la de convertirse nuevamente en un centro del yihadismo global, lo que socavaría los intereses de Estado chinos en Xinjiang y representaría un peligro muy grave por la seguridad nacional de la Federación Rusa en los tres estados caucásicos ex sovieticos con los que limita.

Y si alguno de los talibanes había tenido algunas dudas, la conclusión de una cuarta fase de entrenamiento de las fuerzas de armadas antiterrorista conjuntas chino-rusas, que empleó al rededor de 10 mil efectivos, probablemente los haya eliminado.

Los talibanes no se irán del poder rápidamente, ya que el “gran juego” geopolítico en esa región por parte de Estados Unidos y los países miembros de la OTAN – lamentablemente – aún no ha terminado.

Por supuesto, no podemos pasar por alto algunos aspectos abiertamente “regresivos” que conllevará la gobernance de los talibanes, pero los liberales con poca memoria deberían recordar que fue, justo, la revolución socialista de 1978 la que hizo que las mujeres hicieran avances notables y limitó el poder de la religión en la vida política, en un contexto de mejoras sociales; cosa que nunca han hecho en su lugar los “liberadores” en 2001.

Sobre la facilidad con la que tomaron, casi sin luchar, todas las ciudades afganas, antes de cercar la capital, a pesar de las menores fuerzas sobre el papel y los magros medios, tendríamos que decir que algo huele mal en Afganistán, al parafrasear aquella famosa escena de la obra de Shakespeare que se desarrolla en la explanada del palacio real de Elsingor, el príncipe Hamlet escucha a su centinela Marcelo pronunciar una frase que se hizo célebre: “Algo huele mal en Dinamarca”.

Se podría concluir que, la hipótesis que estos nuevos y complejos acontecimientos en pleno desarrollo, puedan hacer volver en auge ese proyecto de “imperio del caos”, que es parte de la estrategia del Pentágono desde 2001, con su estrategia de guerra duradera, el sueño de la familia Bush, de Cheney y Rumsfeld, de un “nuevo siglo americano”, es decir: transformar Oriente Medio y la región eurasiática en un grande campo de batallas, aunque si esta posibilidad parece bastante remota, debido a las nuevas relaciones de poder que se han dado en estas últimas dos décadas en esa región, la alianza antiterrorista ruso-china, el eje de la Resistencia en Siria, el proyecto de la Nueva Ruta de la Seda y sus consecuentes relaciones comerciales con no pocos gobiernos de esas regiones, hace pensar que, a menos que algún señor de la guerra – tal vez impulsado por el dinero de los ya conocidos servicios de inteligencia occidentales – junto con los otros centros de la Jihad internacional, actuando como antagonistas del eje eurasiático en formación entre Rusia, China e Irán, se pongan en sintonía, esto resulta muy complicado.

Más los resultados de estos Veinte años de “reconstrucción” han sido muy escasos: más de la mitad de la población vivía por debajo del umbral de pobreza incluso antes de la pandemia, ahora son casi las tres cuartas partes. Solo la mitad de la población masculina sabe leer y escribir (solo un tercio de las mujeres), hay alrededor de 2,4 millones de refugiados en el extranjero (de una población de 38), según cifras oficiales.

Pero está claro que estas son solo estimaciones considerablemente a la baja.

Realmente no es un éxito, en definitiva, si todo esto se suma a el hecho de que la administración estatal se ha licuado y las Fuerzas de Armadas prácticamente nunca han combatido, la debacle parece completarse.

No es absurdo pensar que para una parte significativa de la población, los talibanes – por insensato que parezca, en la lógica con la que nos los presentó la información dominante – puedan constituir un factor de “estabilización”, sobretodo, si pensamos a cómo la falsa democratización estadounidense a través de bombas y drones en contra de aldeas de civiles ha provocado el fortalecimiento de una hegemonía política por parte de los talibanes en contra del ocupante extranjero, presentándolos (erróneamente) como la única fuerza en el campo a combatir Occidente.

Para los Estados Unidos y los países miembros de la OTAN, en los que el desarrollo del complejo militar-industrial vinculado a las misiones militares que comenzó con Afganistán y, más en general, con la transición desde un Welfare State a un Warfare State ha representado, sin duda alguna, un factor de contra tendencia a la crisis. En resumen ¿Estamos frente a el fin de un ciclo? ¿Es Afganistán la nueva Saigón de nuevo siglo americano?

La credibilidad del Occidente neoliberal, a pesar de los esfuerzos de los grandes medios de comunicación, está irremediablemente comprometida: han perdido en el “Gran Juego”, difícil de ocultar la derrota y ahuyentar al fantasma de un segundo Saigón.

Más, con las alianzas de cooperación militar y de “geometría variable” picoteada en Beijing y Moscú (Organización de Cooperación de Shanghai y su Grupo de Contacto con Afganistán, y la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva), se puede lograr garantizar la paz en las fronteras, algo que representaría definitivamente una derrota de los planes imperiales de Estados Unidos y la Unión Europea en Asia central.

Sin embargo para poder responder a estas problemáticas surgen dos cuestiones dolorosas y relevantes para Estados Unidos y sobre todo para las estadounidenses Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) y el mismo Pentágono: la cuestión de los contractors (mercenarios) presentes en Afganistán.

Citando el artículo de quien está escribiendo, Transformar Asia y Oriente Medio en un campo de guerra: El gran juego geopolítico en Afganistán, y publicado en el Centro de Investigación sobre la Globalización (Global Research), el 14 de agosto, cabe destacar que había más contratistas privados en Afganistán que militares regulares de Estados Unidos y la OTAN.

Finalmente, este nuevo escenario parece que está arruinando toda una serie de costosos contratos entre el Pentágono, la CIA, etc. con contratistas privados (mercenarios) y que, por lo tanto, habrá que pagar multas o reubicar servicios en otras bases militares estadounidenses en el país y en la región.

Los contratistas privados en Afganistán, como en otros terrenos de guerra, obviamente no solo tienen funciones en la seguridad armada sino también en la logística, en el mantenimiento de armamentos y estructuras establecidas en los territorios que han sido ocupados por las tropas.

Una apuesta que presagia enormes tragedias, no solo para los afganos, un pueblo trabajador maltratado que parecía con el socialismo haber encontrado una posibilidad de redención como pueblo-nación (gramscianamente hablando) y que fue aplastado por el nuevo bloque histórico puesto en el poder, por medios de la reacción interna y por el imperialismo angloamericano, con la complicidad del eurocomunismo que se puso casi inmediatamente en contra del apoyo militar sovietico en defensa de la Revolución de Saur en Afganistán; sino para los pueblos de toda esa región, aquí el aumentar del terrorismo a través un ejército secreto de la CIA conformado por mercenarios.

A la luz de lo que nos han dicho los medios de comunicación durante los últimos veinte años, la guerra en Afganistán parece tener un guión que ya está escrito: el complejo mediático y militar del imperio harán su trabajo, primero satanizar la ofensiva de los que hicieron huir del territorio afgano con sus acciones, para así venderse ante a la opinión pública internacional como los buenos de la película que fueron víctima de un ataque diabólico, al tiempo que evalúan cuál será su nueva víctima, donde sembrarán el terrorismo para “mostrar al mundo” quienes son los amos de la humanidad, ya que, parafraseando Antonio Gramsci, lo que se llama “opinión pública” está estrechamente vinculado con la “hegemonía política”, o sea que es el punto de contacto entre la “sociedad civil” y la “sociedad política”, entre “el consenso y la fuerza”. “El Estado” – en este caso podríamos hablar de Occidente – “cuando quieren iniciar una acción poco popular, crea preventivamente la opinión pública adecuada, esto es, organiza y centraliza ciertos elementos de la sociedad civil”.

En fin, pareciera que, como escribió Karl Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, “la historia se repite dos veces, primero como tragedia y después como farsa”. Lo cierto es que el Imperialismo estadounidense está inmerso en ese tenebroso ciclo de farsa y tragedia al cual ya le han dado varias vueltas y seguirá girando hasta que el imperialismo desaparezca definitivamente de la faz de la tierra.

Alessandro Pagani

Alessandro Pagani: Historiador y escritor; candidato Ph. D. en Teoría Crítica en el Instituto de Estudios Críticos en México; maestro en Historia por la Universidad de los Estudios de Milano, Italia; cursó la licenciatura en Historia en la Universidad de los Estudios de Milano, Italia. Es diplomado en Historia general de México por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y en Geopolítica y defensa latinoamericana, por la Universidad de Buenos Aires (FFyL-UBA). Analista en temas de geopolítica por Contralínea, el Centro de Investigación sobre la Globalización (Global Research), Red Voltaire e Investig’action. Ha colaborado para destacadas revistas como Cubadebate, SDP Noticias y Cuba Información, y con Sin Censura TV con Vicente Serrano y La Octava TV, en la transmisión Éntrale sin miedo. Es autor del libro Desde la estrategia de la tensión a la operación Cóndor, sobre el papel estratégico que tuvo el neofascismo italiano desde la estrategia de la tensión en Italia a la Operación Cóndor en Sudamérica. Ha colaborado en la redacción de la casa editorial ítalo-alemana Zambon, donde ha curado personalmente, ensayos, traducciones desde el idioma castellano a el idioma italiano, entre estas, la introducción y traducción en idioma italiano del libro Un altro agente all’Avana, de Raúl Antonio Capote Fernández (título original: Enemigo, editorial José Martí, La Habana). El libro está enriquecido con una introducción histórica de la que se ha ocupado personalmente, con el título La guerra psicológica de EE. UU. contra Cuba; y la publicación de Vivir como él. Nguyen Van Troi, símbolo de la lucha de liberación de Vietnam. El libro está enriquecido con dos ensayos históricos sobre La guerra química y sus consecuencias; la segunda sobre Los movimientos de lucha contra la guerra sucia en el Vietnam, nacidos en los mismos Estados Unidos.

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