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Algo sobre elecciones y cultura política en Estados Unidos
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Global Research, noviembre 04, 2020
CubaDebate 3 November, 2020
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No he olvidado el día de mis primeras elecciones norteamericanas en vivo y en directo. Yo estaba en Harvard como investigador visitante, y aquella noche los profesores y estudiantes se habían reunido en el gran hall de la Kennedy School of Government, donde apenas se cabía, para seguir y comentar los resultados de la votación en cada estado. Recuerdo las caras de aquellos universitarios cuando se hizo evidente que el candidato demócrata Michael Dukakis, graduado de Harvard, igual que John y Robert Kennedy, y dos veces gobernador de aquel mismo estado de Massachusetts, estaba perdiendo frente al vicepresidente republicano George H. Bush.

Aunque Bush solo obtuvo 53% del voto ciudadano, y Dukakis 45%, aquella victoria se registraría, sin embargo, como un amplísimo margen (a landslide victory). Gracias al sistema “el ganador, aunque sea por un voto, se lleva todo,” Bush había acumulado 79% de votos electorales de 40 estados, y Dukakis menos de 21% de los otros diez y el Distrito de Columbia.

Ya yo sabía algo de aquel peculiar sistema electoral, según el cual los ciudadanos no votan por el presidente o por un parlamento que luego lo elige, sino por un comité de electores compromisarios de cada estado, encargado de reunirse más de un mes después, y elegir de verdad al presidente, resultado que no se oficializa hasta enero. Lo que más me impresionó, realmente, había ocurrido en la mañana de aquel día tan frío, cuando un amigo me invitó a que lo acompañara a votar.

Al entrar al colegio electoral, encontré dos cosas inesperadas. La primera fue que había 17 candidatos de otros tantos partidos, más un independiente, oficialmente registrados. Salvo un candidato de derecha, que obtendría menos de 0,5% de los votos, no conocí a nadie que supiera sus nombres, a pesar de representar organizaciones políticas legales. Era como si no existieran. Lo segundo es que, además de votar por el presidente, por todos los candidatos del estado de Massachusetts a la Cámara de Representantes y los dos senadores que les tocaba competir ese año, los votantes tenían que hacerlo por jueces y otros cargos públicos, así como sobre una serie de proyectos de resoluciones que se sometían a referéndum, relacionados con educación, salud, transporte, parques, etc. El acto de votar por el presidente (o por los que iban a elegirlo luego) no era nada simple, pues la boleta estaba convoyada por varias páginas de otras decisiones locales, que lo hacían más bien complicado y laborioso, incluso para universitarios.

Volví a experimentar elecciones norteamericanas en 1992, cuando el joven gobernador de Arkansas, un estado en la cola de la Unión por su nivel de prosperidad, le disputaría la silla presidencial a ese mismo Bush, que había acabado de anotarse en su haber nada menos que el derrumbe del socialismo en Europa del Este y la URSS, y la victoria en la primera Guerra del Golfo. La derrota de Bush se atribuiría luego al cansancio provocado por 12 años republicanos, la relativa devaluación de sus puntos, adquiridos como experto ex-director de la CIA, para batir a un “imperio del mal” que ya se había esfumado, y la súbita aparición de un millonario conservador sin partido llamado Ross Perot, que le quitaría una parte considerable de los votantes (19%). Bill Clinton, por su parte, capitalizaría grandes ilusiones con su habilidad para evocar el último mito demócrata, JFK, y proyectar una imagen de renovación del Partido, gracias a su brillantez, juventud, simpatía, destreza oratoria y primera dama carismática. A su favor estuvo también, y muy especialmente, una mayor proporción de votantes que concurrieron a las urnas, 55% de todos los posibles, cinco puntos más que los que habían votado en 1988. Aun así, paradójicamente, Clinton ganaría en 1992 con 43% de los votos emitidos, menos que el infortunado Dukakis.

La tercera elección la viví en Cincinatti, Ohio, uno de esos estados oscilantes (swing states), la noche del 8 de noviembre de 2016. Compartimos ese momento, en la sede del Partido Demócrata de esa ciudad, luego de haber recorrido durante el día varios centros de votación con la Women Voters League, que hacía campaña por los demócratas. Hillary Clinton, ex-primera dama, ex-senadora por el populoso y poderoso estado de New York (29 votos electorales), y Canciller de la administración Obama, parecía que iba a ganar, digamos, de calle. Tenía de su parte a casi todos los grandes medios de difusión; las principales encuestas le daban la mayoría de la opinión pública; y la influencia de un presidente saliente bastante popular. De hecho, logró ganar no solo en New York, sino en el estado con más votos electorales, California, y otros tan importantes como Illinois, Massachusetts, New Jersey, Virginia, Minnesota, Maryland. Al final, 48% de los votantes lo hicieron por su candidatura: mientras que solo 46,4% apoyaron a Donald Trump. Pero este acabaría llevándose el gato al agua, no solo en estados que se le adjudicaban en las encuestas, como Texas y Georgia, sino en otros donde los demócratas habían ganado antes, como Florida, Ohio, Pennsylvania, Wisconsin, Michigan; y en otros menos poblados, pero que sumaron en la balanza final, hasta un total de 30. Así que, contando con 3 millones menos de votos ciudadanos, Trump obtuvo 56,5% votos electorales; contra 42% Hillary Clinton. Esa noche, mientras los televisores que cubrían las paredes del PD en Cincinatti se iban llenando de estados rojos (el color de los republicanos), advertimos que los allí reunidos se resistían a aceptar la derrota. “Esta gente no va a dormir hoy,” le dije a mi compañera, antes de irnos. Al otro día, y los siguientes, fue como si una nube de depresión les hubiera caído a todos los que nos rodeaban.

Toneladas de reflexiones y contrarreflexiones se han escrito sobre estas elecciones y su desenlace. La mayoría de los expertos en temas norteamericanos se habían equivocado en sus predicciones, confiados en las encuestas, pero también arrastrados por el sentido común –o sea, “lo que dicen todos.” Algunos habían vaticinado anteriormente que Obama no podía ganar de ninguna manera porque era negro; y esta vez les parecía imposible que un candidato desfavorecido por los grandes medios, y que se había impuesto a la maquinaria del Partido Republicano, viniendo de afuera, pudiera prevalecer.

A diferencia de otras elecciones, en que un tercer candidato más liberal o más conservador había dividido el voto, los “terceros candidatos” no tuvieron un peso decisivo. Si Hillary hubiera tenido de su parte los 7 votos que se fueron hacia la derecha y la izquierda con candidatos como Colin Powell, Bernie Sanders, Ron Paul, no hubiera ganado de ninguna manera. Así que se impuso el razonamiento de que Trump no había ganado, sino que ella había perdido. Aunque nada hacía pensar eso el 8 de noviembre, cuando CNN y las demás cadenas celebraban anticipadamente el triunfo desbordante de la primera mujer presidenta en Norteamérica. Como tampoco parecía suficiente que los estrategas de campaña no hubieran sabido sacar sus cuentas acerca de los estados claves; ni que las encuestas se hubieran equivocado de esa enorme manera a causa de determinadas imperfecciones técnicas.

Lo que, en cierta medida, se empezó a ver luego fue el peso que, en esas y otras elecciones, ha tenido un factor que no sale en las encuestas, y que se suele confundir con la ideología, sin serlo: la cultura política de la Norteamérica profunda. Confieso mi ineptitud para examinar esta cuestión con todos sus matices e implicaciones políticas concretas en este breve espacio, así que me limitaré a una caracterización simple.

Digamos que existen dos legados en esa cultura política norteamericana. La de una nación fundada por pensadores de la filosofía política más avanzada de su tiempo, como Thomas Paine, Jefferson, Hamilton, capaces de concebir la Declaración de Derechos y la Constitución, construidas sobre ideales democráticos anticipadores de la libertad y la igualdad de la Revolución Francesa, que tanto apreciarían José Martí y Ho Chi Minh. Y otro originado en el fundamentalismo religioso más recalcitrante, que trajeron consigo los puritanos que escapaban de las guerras civiles europeas hace trescientos años, profundamente conservador, aislado en un mundo rural vasto y ajeno, que defiende una versión primaria de la libertad y los derechos ciudadanos. Aunque contradictorios, y mutuamente recelosos, ambos legados van de la mano, porque al final del día, se complementan y nutren entre sí.

Si los republicanos se representan al Estado como usurpador de la libertad y derechos del individuo, conciben una nación genuina poblada por anglos evangélicos, abogan por mantener a raya a vagos y pervertidos (pobres y minorias) y enarbolan la bandera del aislacionismo (“America First”), los otros defienden un gobierno que posponga los conflictos mediante programas sociales, asuma su papel civilizatorio global mediante la consigna de “un mundo más seguro para la democracia” (Wilson), una modernidad a toda costa y al servicio de un enriquecimiento supuestamente inagotable, y una siempre floreciente clase media urbana. Esos dos modelos aparentemente excluyentes se solapan, por varias razones, casi todas políticas y económicas.

La primera de todas estas razones se relaciona, como es lógico, con el poder: un pacto entre ambos partidos para gobernar alternativamente (“la democracia”) ese país inmenso y desigual, cuya capacidad hegemónica global, recursos de dominación y concentración de riqueza no se parecen a nada anterior; y que atrae a millones de todas partes, más por la idea de un mayor bienestar que por la estatua de la Libertad. Así que los dos, en última, instancia, están defendiendo un mismo sistema, una misma sociedad y modo de vida, y una misma visión de la democracia, que apenas refleja aquello de “del pueblo, por el pueblo, para el pueblo” que exaltara en el campo de batalla de Gettysburgh Abraham Lincoln, el mismo político profundamente religioso que dirigió hasta el final la guerra más devastadora y cruenta de su historia. En palabras de un viejo profesor de ciencia política de la UNAM, los dos partidos son tan diferentes como la Pepsi y la Coca Cola.

Naturalmente que no da lo mismo, por supuesto, cuál de los dos gane las próximas elecciones. Ahora bien, la América profunda que representa Donald Trump no es un episodio de personalidad psiquiátrica, como algunos escriben, ni se extinguirá con su presidencia; como tampoco la crisis de este sistema de partidos para garantizar la gobernabilidad del sistema político. Esa crisis, alimentada por el lado oscuro de esa cultura cívica, por la creciente polaridad y exclusión social, la declinación de su hegemonía y credibilidad a nivel global, seguirá su curso. Aunque todos respiraremos aliviados cuando se haga realidad el probable triunfo demócrata, este no la conjurará. Los signos de violencia que han acompañado todo este proceso resultan ostensibles: todo lo contrario del funcionamiento inexpugnable de un mecanismo democrático, como quiera que se defina.

Carezco de las dotes adivinatorias para saber lo que puede pasar en las próximas jornadas. Considero que ninguna encuesta puede disolver del todo el margen de incertidumbre prevaleciente, no solo respecto a una mecánica electoral que se estirará peligrosamente por varios días, sino por las circunstancias volátiles en que tendrá lugar. Juzgar que la ciencia de las encuestas puede penetrar esa furiosa madeja de intereses polarizados es concederle a la pugna electoral una transparencia que no tiene; así como atribuirle a la ciencia una infalibilidad que le es extraña. Como es evidente, en la America beligerante de Trump y de Biden lo único que cuenta no son las intenciones de voto.

¿Cuántos de los que no han votado antes lo harán realmente ahora? ¿Cuál será el margen de victoria del ganador? ¿Cuáles estados decidirán finalmente el resultado? ¿Cuándo se podrá conocer con certeza? ¿Cuál será la reacción de los que pierdan? ¿Qué papel tendrá el Tribunal Supremo? ¿El Congreso? ¿Qué partido alcanzará la mayoría en la Cámara y el Senado?

La semana recién abierta resulta cualquier cosa menos previsible.

Rafael Hernández

Rafael Hernández: Sociólogo cubano. Director de la revista “Temas”.

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