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Brasil – Guerra y caos social en la Ciudad Maravillosa
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Global Research, mayo 04, 2017
Sputnik 4 May, 2017
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El pasado mes de febrero, el estado de Río de Janeiro, con 16 millones de habitantes, registró 18 muertos por día, 502 en todo el mes. Es el mayor índice de homicidios en ocho años, con un crecimiento del 25% respecto a 2016. El año pasado se produjeron 4.212 enfrentamiento armados entre la policía militar y los narcotraficantes.

Pero los elevadísimos niveles de violencia sólo saltan a los medios cuando suceden hechos graves, como la muerte el 30 de marzo de una niña de 13 años que estaba tomando clases de educación física, o cuando se difunden imágenes —grabadas por vecinos o transeúntes— de policías matando personas indefensas.

Las imágenes de dos policías rematando a sospechosos heridos caídos en el suelo recibieron el apoyo de más de 100.000 firmas en la plataforma change.org, lo que revela el estado de ánimo de la población carioca. Casi el 80% de las muertes a manos de la policía se producen bajo la figura ‘auto de resistencia’ (supuestas muertes en enfrentamiento armado), con la que tanto la justicia como la policía validan la muerte de civiles, sin necesidad de testigos ni juicios.

Pero los policías también mueren. Se calcula que cada dos días es abatido un uniformado de la Policía Militar, que tiene pésima reputación entre los habitantes de las ‘favelas’, en general negros pobres, ya que suelen ingresar disparando, matando más inocentes que delincuentes. Lo cierto es que en los tres primeros meses de 2017 cayeron 50 policías y, según el testimonio de la reportera de la edición brasileña de El País, “cuatro de ellos fueron torturados y carbonizados por traficantes de drogas”.

La ciudad cuenta con 47.000 policías que perciben salarios bajos y que no cobran puntualmente por la crisis económica, ya que el estado de Río de Janeiro declaró meses atrás la cesación de pagos, una situación que se resume en “pago atrasado de salarios, hospitales parcialmente paralizados, dependencias estatales sin recursos, cárceles desbordadas y al borde de la rebelión”.

El fantasma del caos social ronda la ciudad. El Gobierno del estado negocia una ayuda urgente de 20.000 millones de reales —casi 6.300 millones de dólares—, que podrían llegar a 50.000 en 2019 —15.700 millones de dólares—. En febrero pasado la situación fue más que caótica. Los familiares bloquearon la salida de 30 batallones de la Policía Militar para exigir que se les paguen los salarios e impedir que sus esposos prestaran servicio. El Gobierno federal envió 9.000 soldados para garantizar el orden, algo menos de los movilizados durante los Juegos Olímpicos de agosto pasado.

Una comisión de la Policía Militar elaboró un estudio sobre las causas de las numerosas muertes de efectivos, concluyendo que se deben a tres razones: escaso entrenamiento, armas obsoletas y vehículos sin blindaje, además, por supuesto, de los bajos salarios, lo que fomenta la corrupción en el cuerpo. Muchos policías militares tienen relaciones con los narcos, que poseen armamento más sofisticado y recursos muy superiores.

En cinco años, los enfrentamientos armados crecieron un 300% en la ciudad, la muerte de policías escaló un 275% y las víctimas civiles un 66%. Sin embargo, por cada policía caído son muertos 23 ‘marginales’, como denominan a los civiles sospechosos de pertenecer al narco o estar involucrados con la delincuencia.

La situación es grave no sólo por los altos niveles de violencia, sino por la sensación de desborde. “Según el informe final de la Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) del Senado sobre Asesinatos de Jóvenes publicado en 2016, cada 23 minutos un joven negro es asesinado en Brasil. Cada año, mueren 23.100 jóvenes negros de 15 a 29 años. La tasa de homicidios de jóvenes negros es cuatro veces mayor que la de los blancos”, escribe el periodista Marcelo Aguiar.

Por el lado de los policías, las cosas son simétricas. “Cuando un soldado ingresa en la policía ya es un muerto vivo, porque acaba siendo victima y rehén de los preconceptos de una política pública equivocada. Hay toda una construcción para hacerles creer que son héroes, que deben morir por el deber”, dice Jaqueline Muniz, profesora en seguridad pública de la Universidad Federal Fluminense.

“Ellos necesitan creer que van a morir en nuestro nombre, para poder aceptar la cultura de guerra contra el crimen, una especie de cortina de humo para encubrir las relaciones entre el Estado y las facciones criminales de Río”, concluye Muniz. Muchos policías viven atemorizados e intentan esconder su profesión a sus vecinos: algunos secan el uniforme detrás de la nevera o en el horno y esconden la placa de identidad en la rueda de repuesto del maletero, como ilustra la periodista María Martín.

La ONG Justicia Global envió el pasado 31 de marzo un informe a las Naciones Unidas en el que asegura que la política de seguridad pública de Río tiene una lógica de “exterminio y represión”, focalizada en la población negra, joven y ‘favelada’ de la ciudad.

El documento destaca que se está avanzando en “una política de militarización y de encarcelamiento en masa como supuestas soluciones a los problemas de seguridad pública”. La ONG denuncia a su vez la persistencia de un racismo estructural que se comprueba con simples números: mientras los homicidios de negros crecieron un 10% entre 2003 y 2014, los de blancos cayeron el 27% en el mismo periodo. El sistema de justicia es cómplice de esta situación que criminaliza a la población negra.

Ese es el caso de Rafael Braga, recolector de residuos, el único manifestante que permanece preso después de las revueltas de junio de 2013. De los 20 millones de personas que salieron a las calles ese mes, protestando por el aumento de las tarifas del transporte y la represión policial, el único que permanece en prisión es Rafael, joven, negro y pobre, una combinación letal en una sociedad cada vez más racista y violenta, que coloca todos los males en las ‘favelas’, a las que considera —con absoluto desprecio e ignorancia— como espacios ‘liberados’ del narco.

Raúl Zibechi

Raúl Zibechi: Periodista e investigador uruguayo, especialista en movimientos sociales, escribe para Brecha de Uruguay, Gara del País Vasco y La Jornada de México.

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