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Brasil – Los últimos días de la bestia
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Global Research, febrero 21, 2023
Revista Anfibia
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Uno de los protagonistas de esta escena es Allan dos Santos, influencer pro Bolsonaro prófugo por difundir información falsa y promover acciones golpistas. Cuando comenzó la primera oleada de gobiernos progresistas en nuestra región, Allan tenía apenas 19 años.

La incidencia de las redes sociales en la circulación de nuevas ideas políticas era muy baja. Estábamos en los 2000. Todavía creíamos en la utopía de los preceptos contraculturales que anunciaban la independencia informativa respecto de los mass media. Leíamos Indymedia y en los blogs se discutían temas que valían ser discutidos. En Fotolog se formaban comunidades.

En este tiempo, la narrativa abroquelada construida a través de las redes sociales -en una amalgama de redes y medios- a favor de ideas antidemocráticas, antifeministas, racistas y antiambientalistas comenzaron a producir un efecto largamente elaborado. Pasa en Brasil. Pasa en Argentina. Pasa en Chile. Pasa en Colombia. Pasa en Bolivia. Expresa la instalación de una nueva fase en el ascenso de las derechas. Y como en América Latina los constructores de desigualdad siempre fueron y serán “extremos”, este es el efecto de lo que Lacan en su reflexión sobre la psicosis llama “el pasaje al acto”. Se trata de un momento en el que se produce un corte en lo real, ahí donde las mediaciones simbólicas “fallan”, ahí donde se dan las condiciones para una falla en lo real.

¿Cuánto de construcción de la psicosis colectiva puede rastrearse en la propagación sistemática de la violencia política, no sólo en el aliento a hechos puntuales sino en la incisiva aguja que día a día descose hechos probos y los transforma en pánico moral y sexual? El peronismo, el petismo, las izquierdas colombianas y chilenas están por fuera de los valores de la familia, el orden y la asepsia que coronó a la corrupción como el caballito de batalla contra líderes progresistas de la región.

Angustia y performance

La producción de angustia y miedo logra instalarse. Lo hace, sobre todo, donde el sistema dejó, hace tiempo, de dar respuesta a los problemas de la supervivencia y de la circulación del placer, restringida cada vez más y proporcionalmente al efecto “democratizador” de las redes. Más “influencia” es menos democracia para el placer, porque la segmentación se estratifica de manera jerarquizante. Esta dinámica genera un estado de ansiedad permanente que colabora con la aceleración de derecha.

Pero la producción de miedo y angustia se instala también en otros lugares donde no podría decirse que, por ejemplo, la pandemia llevó la desigualdad a los niveles más altos de su historia y que esto fue caldo de cultivo para que colectivos extremistas y/o lobos solitarios pasen a escenificar, plan de por medio o anárquico arrebatamiento, coreografías que aceleran escenarios en los que el poder institucional político se muestra dañado o vacío. Estos sujetos, convocados públicamente por la derecha e interpelados a través de la cosificación y el rechazo a la diferencia, “se enganchan fácilmente en estructuras paranoides” (como diría mi analista) y a fantasmas como que el comunismo que viene por ellos.

Sin embargo, la interpelación necesita que algo de esa cosificación habite dentro de estos sujetos: el que cosifica tiene en sí la huella de la cosificación. La cosificación, el descarte, rasgos del capitalismo contemporáneo y también de las estructuras familiares patriarcales.

La práctica política tiene que enfrentarse de una vez a este problema, porque el daño a la vida engendra violencias muy difíciles de desarticular una vez desencadenadas. Y la política tiene la responsabilidad de volver a comprometerse con la vida y la des-cosificación, con lo agónico y la diferencia.

La indefensión de CFK ante su magnicida en Buenos Aires o la sensación de vacío del orden estatal ante la performance de toma de los tres poderes en Brasilia no responden a un momento inmediatamente anterior a una toma del poder por parte de los grupos concentrados de las finanzas y del arte de la guerra social. Sí habilitan el efecto de réplica por el cual otros pueden organizarse para continuar la espiral. En este momento, ante una posible extradición Bolsonaro promete volver por su cuenta a Brasil, y las aguas parecen empezar a calmarse en Brasilia. Sin embargo, una nueva modalidad de su fuerza ha sido desatada.

Algo de esto puede rastrearse en el estudio coordinado por Enrique Arias Gil, Aceleracionismo y extrema derecha. Más allá del debate sobre la denominación de las derechas, caracteriza a estos grupos o lobos solitarios como sujetos de un proceso de transición del neonazismo convencional.

Algo del orden de la aceleración de la transformación de los paradigmas del cambio suena en nuestros cuerpos y políticas. El abstencionismo a perseguir a los responsables de crímenes atroces contra la democracia -como el endeudamiento en el que Macri sumió a la Argentina- hace juntura con un paradigma de juego político que no se está entendiendo con estas reglas de la rebelión acelerada de derecha en el siglo XXI. En principio, la rápida y contundente respuesta del gobierno de Lula a la Toma y su salida del edificio de gobierno acompañado por los referentes de la coalición, es empoderante: siempre y cuando se articule, además, con la fuerza de la campaña “Sin amnistía” que en todo Brasil cosecha adhesiones.

“Como Dibu Martínez”, le escribo a mi analista desde Río de Janeiro, donde estoy de visita, quizás como excusa para transitar el momento. Así le propongo discurrir sobre la cuestión del pasaje al acto. Coincidimos: nada de este análisis supone colocar a Bolsonaro como paradigma del loco. Las conductas fascistas no son trastornos mentales. El fascismo intercepta la subjetividad dañando vida y vínculos, pero es un articulado político, económico y sexual. Es una repetición de la historia del capitalismo, no es una patología. El fascismo exprime, acelera y puede transformar el dolor humano en estados colectivos en los cuales la muerte y la violencia política son formas válidas de organizar(se) e incluso de gobernar.

Negación, bronca, encrucijada

La construcción de la mentira -no como lo opuesto a la verdad sino como megalomanía de opresores-, ¿se está transformando en la experiencia retórica de masas más relevante de nuestra época? ¿Cómo incorporar las variantes de los procesos de memoria, verdad y justicia como herramienta política para actualizar las formas de transitar la frustración democrática y los duelos?

Mientras escribo estas líneas, Francia Márquez anuncia un intento de atentado en su contra. Siete kilos de explosivos fueron colocados en el camino a su casa, en el Cauca. Acudo a amigos y amigas de diversas latitudes para tratar de entender: Río de Janeiro, Santiago de Chile, Valparaíso, Bogotá, Brasilia, Buenos Aires, Lima… izquierdistas del palo autonomista, peronistas kirchneristas, progresistas moderados, antipolíticos, anarquistas, petistas… trabajadores de la economía popular, vendedores, migrantes, referentes de la escena de la electrónica under- democrática. El diagnóstico varía, se insinúa o se niega, pero un rumor ruge en común: el sistema está en crisis. “Nadie resuelve nada”. “Me da igual quién sea mientras no me moleste la policía”. “Sólo a través de la cultura podemos vincularnos sin pelear”. Rebeldes somos todos, pero el fascista siempre es el otro. ¿Cómo recuperar la investigación militante y renovar las teorías y los debates con los que estamos interviniendo?

Sexo y revolución (de derecha)

El psicoanalista Wilhelm Reich decía que la represión sexual es orgánica a la sociedad autoritaria, a la familia patriarcal. Genera culpa y angustia. La relación entre represión sexual y autoritarismo -tan abordada por los proyectos de la contracultura en los ´50, ´60 y ´70 y luego tan absorbida por el neoliberalismo-, habilita una clave de lectura para comprender cómo es diagnosticado el antifeminismo en las nuevas modalidades fascistas.

El feminismo, como parte de la rehabilitación histórica de las luchas de justicia social y antifascistas, es también una revolución sexual. En Brasil, donde los pastores pro Bolsonaro mueven alrededor de 50 millones de seguidores (y con esto no entramos en la discusión del evangelismo que salva vidas dañadas y que no todo es de derecha), la militancia pentecostal es vanguardia y las fuerzas de seguridad dejaron hacer a los terroristas en Brasilia, la perfo del Planalto hace cadena semántica con el lema de Giorgia Meloni: “Ser rebelde es conservar”.

La síntesis entre rebeldía y orden se articula con el misticismo religioso. A la vez que promete liberar las pulsiones reprimidas, reina en su carácter masoquista: propone el sufrimiento patriarcal y el sadismo. Según Reich, el “miedo mortal a pensar” sólo podría contrastarse con “trabajo, amor y conocimiento”.

Sin embargo, en algo parecemos estar en desventaja en la batalla de las emociones. Las izquierdas ya no portan el monopolio del conocimiento (y la Ilustración no sólo ya fue deconstruida sino reemplazada por el negacionismo), mucho menos el monopolio de las ideas sobre el trabajo en un mundo donde el trabajo como derecho social se desarticula. Tampoco portan el monopolio del amor -Cristo te ama, y eso es compatible con asesinar a una militante del PT. El Flower Power es una marca de perfumes y el blanco, un color que se vende mucho en Ipanema. El amor es compatible con una vida de derecha-.

Pero quedan lugares donde hacernos preguntas venturosas, generar ideas y acciones. Esos lugares son aquellos en los que la inquietud central es sobre la vida. Vuelvo a Reich: “Lo vivo puede existir sin el fascismo, pero el fascismo no puede existir sin lo vivo. Es el vampiro en el cuerpo de lo vivo, es el que da rienda suelta a los impulsos asesinos cuando el amor clama por realizarse en la primavera”.

En los días previos a la asunción de Lula, las conversaciones callejeras podían llegar a formas insólitas:

—¿Quién es Lula?

—¿Hay una asunción?

—Bolsonaro viajó, está de vacaciones.

Mientras tanto, se preparaba la performance de la toma. En paralelo, discurría la escena de un mecanismo generalizado de negación de la transición de gobierno (omisiones, complicidades banales, la negación de que existiera algún conflicto o siquiera algún cambio).

Río de Janeiro, una ciudad mayormente “de derechas”, estrella brillante de las mieles europeizantes de los siglos XVIII y XIX, apila frustraciones y amargura tropical: no es el nordeste utópico ni es el sur vanguardista, industrial o de galeristas de arte. Pareciera que hay “focos de frustración” más intensos que otros. Las calles están vacías, y los grupitos anticomunistas custodian la Plaza Tiradentes. La línea del PT fue no producir actos de festejo el 1 de enero, concentrar todo en el Festival do Futuro en Brasilia, como si todos ya estuvieran bailando desde días atrás la coreografía de la performance-enfrentamiento.

Quizás para no tensionar de más, para no provocar, para no generar actos excesivos de celebración en una ciudad más bien bolsonarista -salvo por las escasas “trilhas” progresistas que pueden transitarse en la noche carioca, pasando por el Bip Bip a escuchar viejas canciones o por algunas raves que se abren paso con fuerza-.

¿Fue moderación? ¿Fue acertado? ¿El PT se confió en una transición pacífica con las bestias instaladas en la Florida? No está claro. ¿Quizás se especuló con que si Trump había sido ridiculizado por un sector importante luego de los hechos del Capitolio, una acción así sería demasiado expuesta?

Las primeras acciones del gobierno posteriores a las tomas en Brasilia fueron contundentes, y en este momento se discute una posible extradición de Bolsonaro para ser investigado, junto con el ahora dimitido ministro de Seguridad de Brasilia -que también, desde Florida, miraba cómo las fuerzas de seguridad de su gobierno local poco más le servían el té a los ocupantes-. Mientras tanto, en Argentina la investigación sobre el intento de asesinato a CFK transita momentos trágicos y no dejan de aparecer de la galera de algún mago mafioso naipes marcados para obstruir la búsqueda de justicia.

No tendremos calma durante un largo tiempo.

Insatisfacción democrática

La toma en Brasilia fue inevitablemente comparada con la toma del Capitolio, luego de la derrota de Trump en las elecciones presidenciales. Más allá de la cadena semántica de imágenes que muestran claros paralelos, hay una diferencia importante. No fue solo una “reacción” al fantasma del fraude. Se dio después de que Lula firmara las primeras medidas de gobierno, incluyendo el freno a la privatización de ocho empresas.

En cuanto al universo del trabajo, Paulo Yamamoto, laboralista, investigador de la Universidad Federal do Paraná y cercano al nuevo ministerio de este ciclo de Lula, destaca también la inmediata recuperación del Ministerio de Trabajo entre las primeras medidas previas a la Toma (Bolsonaro había degradado la cartera). Una de las disputas centrales a las que se enfrenta esta transición gira en torno a hacer capitular la reforma laboral que se instauró en 2017 bajo el golpe de Temer. Esa reforma dio pista como nunca a la tercerización y se profundizó con la llegada de Bolsonaro al gobierno, cuando laceró mortalmente los derechos previsionales.

De alguna forma, entre Temer y Bolsonaro han logrado las reformas que la derecha argentina soñó y fue derrotada en 2017. En su campaña, Lula prometió eliminar la reforma laboral de ese mismo año e implementar una nueva legislación. También promete regularizar los derechos de los trabajadores de aplicaciones/plataformas.

La referencia a la cuestión del trabajo no es casual: el futuro de la salida de la crisis política y del destino del crecimiento implica la necesidad de ideas claras y proyectos a favor de los trabajadores.

En la tradición republicana de Brasil suele decirse que a un nuevo gobierno se le aprueban los proyectos al menos durante los primeros tres meses. No parecía que fuera a suceder esto con Lula ante un parlamento adverso. Pero este escenario puede ayudar a ganar tiempo y a insertar varias propuestas. Con habilidad y determinación es posible dar la batalla.

En el nudo de esta cuestión está lo que para muchos sectores empresariales ligados a las finanzas -sectores cultural y religiosamente conversadores, militantes del criptoconsumo y otros-, es la batalla de fondo, es decir, el modelo de país.

El gobierno de Bolsonaro dejó un legado que incluye el regreso de Brasil al listado de países en crisis alimentaria del Mapa Mundial del Hambre, algo que durante el gobierno de Lula se había revertido (sacó a más de 30 millones de personas de la pobreza). Las imágenes de los mejores hechos de gobierno del PT lograron imponerse a las imágenes del apocalipsis comunista que la extrema derecha prometía durante la campaña electoral.

Algo de esta clave también resulta importante para reflexionar en torno a lo que algunos ahora llaman la Segunda Ola de gobiernos progresistas en la región: la batalla memética, de ideas y de ocupación del espacio público no puede prescindir de la recuperación de los datos, de los saldos de los gobiernos que fueron e intentan volver o de los que intentan construir coaliciones nuevas.

Es un contexto de mayor debilidad estructural pero con la fuerza popular -construida durante los últimos años por los feminismos, los movimientos por la tierra y los recursos que hace décadas han asentado agendas determinantes- y las revueltas signadas por el rechazo a la vieja política que nos obligan a repensar tácticas, estrategias y renovaciones doctrinarias y organizativas.

Romper con el choque de las imágenes que nos arrojan a la indignación y profundizar en los proyectos reales en pugna es una parte sustancial de esta disputa. Y a las bestias, decirles con la voz de Chico Buarque:

— Apesar de você / amanhã há de ser / outro dia.

Flor Minici

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