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De Taiping a Hong Kong
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Global Research, septiembre 26, 2019
Blog personal de Miguel Iradier
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La Rebelión de Taiping fue una terrible guerra civil china entre el poder central del norte y el sur del país que duró desde 1850 hasta 1864 y que en dureza y número de víctimas hace palidecer todos los conflictos experimentados por Europa hasta esa época. Dejando a un lado los masivos desplazamientos de población, las estimaciones más conservadoras hablan de entre 20 y 30 millones de muertos, la mayor parte causada por el hambre y epidemias.

A modo de comparación, el número de bajas de la tantas veces mentada y revisada guerra de Secesión estadounidense (1861-1865) fue de poco más de seiscientas mil.

A pesar de la magnitud de esta tragedia, que terminó de sumir en la oscuridad al Imperio del Centro tras una larga trayectoria descendente, los historiadores no se han mostrado demasiado inclinados a indagar en las más que dudosas circunstancias de sus orígenes, que ni siquiera un medio tan anglosajón como Wikipedia se molesta en disimular.

Según se cuenta, Hong Xiuquan, aspirante a funcionario fracasado, se proclamó Rey Celestial, hijo de Dios y hermano menor de Jesucristo, y con este brillante currículo consiguió poner a cerca de la mitad de la población del Imperio de su parte.

Casualmente, Hong había estado estudiando en 1847 con el misionero baptista americano  Issachar Jacox Roberts, en una época en que los misioneros se veían como agentes de inteligencia apenas disfrazados, aunque tolerados a la fuerza por el humillante tratado de Nankín de 1842 al terminar la Primera Guerra del Opio.

Roberts permaneció en Cantón durante buena parte de la guerra civil para volver a la capital del nuevo reino de Taiping, que no era otra que Nankín, en 1860, donde volvería a ejercer de consejero del familiar y mano derecha de Xiuquan, el primer ministro y luego ministro de asuntos exteriores Hong Rengan.

De casualidad en casualidad, resulta que también Rengan había estado trabajando estrechamente con los diligentes enviados de la Sociedad Misionera de Londres en Hong Kong en plena guerra civil entre los años 1855 y 1858, siendo su intervención desde entonces decisiva para que los rebeldes se mantuvieran armados hasta después de la Segunda Guerra del Opio (1856-1860), en la que los británicos, secundados ahora por los franceses, obtuvieron el anhelado acceso al interior del país.

Después de estas nuevas concesiones Londres ya no tenía mucho interés en que se prolongara el conflicto, y estaba claro que prefería tratar con un emperador sumamente debilitado en Pekín antes que con todo un pueblo en pie de guerra. Las cosas no podían esperar y el talentoso Rengan, cuyas medidas habían sido tan providenciales para la supervivencia del movimiento poco antes, fue inexplicablemente destituido en 1861, apenas firmado el nuevo tratado.

La Primer Guerra del Opio había tomado a la dinastía Qing totalmente por sorpresa, pero perdido ese factor se requería un despliegue mucho mayor para poder acceder al siguiente nivel de objetivos. Sin el tremendo desgaste que supuso para Pekín la lucha con los rebeldes, incluso con la abrumadora ventaja en armamento de la coalición occidental todo hubiera sido mucho más costoso y complicado.

Después de la ratificación del tratado de Tientsin y el misterioso cese de Rengan los rebeldes empezaron a perder terreno rápidamente. Los británicos, que habían adoptado una postura oficial de neutralidad, intervinieron en última instancia a favor de Pekín para erigirse en árbitro de la contienda. Hasta entonces siempre se indujo a pensar al rey de Taiping y sus allegados que los occidentales simpatizaban con su alzamiento. Tras tantos años indemne, Hong aparecía inopinadamente envenenado en 1864 y poco después caía Nankín con la intervención decisiva de las tropas inglesas. Fue también en una cañonera inglesa que el reverendo Issachar Roberts había escapado de la ciudad dos años antes.

De forma muy característica, la prensa inglesa se mostró comprensiva con la rebelión hasta la ratificación del tratado perseguido; después empezaron a difundir historias en las que los líderes de Taiping cortaban cabezas de niños y las estampaban contra la pared. Lo que se dice una música familiar.

El credo de Hong suena incoherentemente milenarista, puritano y “moderno” si se piensa que el grueso del público al que iba dirigido eran campesinos chinos iletrados de mitad del diecinueve. Abolición de la propiedad privada, supresión de la coleta impuesta bajo pena de muerte por los manchúes, estricta igualdad y separación de sexos, prohibición de vida en común y relaciones sexuales incluso entre los matrimonios, ejércitos de hombres y mujeres, sustitución de los textos confucianos por la Biblia como materia de los exámenes para el funcionariado.

Piénsese bien en esto. Marx perorando sobre el larguísimo proceso histórico que mediaba entre el campesinado medieval y la conciencia de clase del proletariado industrial, y resulta que en China estos mismos campesinos ya habían abrazado el extremismo más radical a las primeras de cambio.

Se hablaba de la supresión de la “idolatría confuciana”, aunque todo el mundo sabía que el confucianismo era muy anterior a los manchúes y constituía el fundamento de la sociedad. Resulta impensable que un ideario chino autóctono apostara por el cristianismo a expensas de su propia cultura y raíces.

Un lugar común es que la rebelión no hubiera podido extenderse como la pólvora sin el concurso de las inevitables tríadas o mafias chinas y su honda penetración en el tejido de la vida rural. Las tríadas llevaban muchos siglos existiendo, pero sólo por esta época, con la entrada masiva del opio y las nuevas reglas del comercio, se fraguó esa legendaria subcultura de los bajos fondos, con sus  redes de espías, cambalaches, fumaderos, antros y tugurios.

Lo turbio se hizo norma. Los líderes rebeldes anatemizaron el consumo de drogas, la prostitución y todo lo demás, mientras la corrupción entre ellos se hacía rampante. “Haced lo que digo, no lo que hago”. Las potencias occidentales decían ser neutrales mientras sus traficantes de armas hacían el agosto.

Mientras tanto en la India tenía lugar la llamada Rebelión de los Cipayos de 1857, que condujo al cambio administrativo en la gran colonia. Frente al desafío que China suponía después de 1842, existían toda suerte de dudas sobre cuál era el modelo de penetración y explotación más rentable. Para los Rothschild, Elgin, Disraeli y compañía la guerra civil china era también un gran banco de pruebas para “esperar y ver” hasta dónde podía llegar la resistencia del poder central y del pueblo en su conjunto.

Por lo demás el “divide e impera”, la injerencia decidida y sistemática so capa de falsa neutralidad, fue siempre el principio supremo de los británicos en el exterior y se aplicó con mano experta cada vez que se dio una coyuntura favorable. La escisión entre el norte y el sur era un tema recurrente en la historia de la gran potencia de extremo oriente y desde luego el pueblo tenía mil motivos para abrazar la rebelión contra el manchú opresor. Para abrir tan gran melón sólo hacía falta un buen cuchillo.

A pesar del elocuente cúmulo de coincidencias en el dónde, el cuándo, el qué, el cómo y el a quién beneficiaba la rebelión, todavía no he encontrado una versión occidental de los hechos que apunte a la responsabilidad británica en el origen y desarrollo de la revuelta, lo que me parece sencillamente increíble. Cabe suponer que la historiografía china tendrá diferente opinión, pero si es así, no ha conseguido hacerse escuchar entre nosotros. El hecho de que se considere que Taiping inspiró a los posteriores movimientos revolucionarios de Sun Yat-sen y del Partido Comunista Chino no debería nublar el juicio ante lo que parece tan evidente.

Por supuesto, a estas alturas no vamos a encontrar ninguna pistola humeante, y hasta los historiadores chinos tienen que apoyarse en los testimonios del reverendo Roberts a la prensa inglesa, a misioneros y otros diplomáticos occidentales puesto que son casi lo único de lo que se dispone, a pesar de que hasta sus propios correligionarios admitieran su conducta errática y la escasa fiabilidad de sus relatos. Después de todo, ¿quién podría dar crédito a Roberts? Se nos dice además que el misionero padecía la lepra desde los años treinta, lo cual parece muy conveniente para alejar a los curiosos, aunque no a todo un buscador de la verdad como Hong Xiuquan.

La historia entera apesta de principio a fin. Pero si aún dudamos, no hay más que ver lo que, salvadas todas las distancias, ocurre en estos momentos. Actualmente vemos cómo Estados Unidos, Gran Bretaña y el atlantismo ni siquiera ocultan que hacen cuanto pueden para desestabilizar China e introducir una cuña tan profunda como sea posible para que salte en pedazos —pues Hong Kong es sólo la hendidura más a mano para abrir bien la grietas en Taiwan, Tíbet o Xinjiang.

Si ahora asistimos a tamaño empeño por introducir el caos, en un mundo en el que la interdependencia hace que las consecuencias se multipliquen, qué no iba a suceder en 1850 cuando la impunidad era casi absoluta y lo único que cabía temer era que un excesivo desangramiento de China redujera demasiado las ganancias.

Por supuesto, la China actual no tiene nada que ver con la de aquella tenebrosa época. Sin embargo la estrategia de las potencias atlánticas apenas ha variado con el tiempo, y donde antes usaba misioneros, ahora emplea abnegadas fundaciones en pro de la democracia y los derechos humanos como la NED financiados por las correspondientes agencias del gobierno.

Pero la democracia tiene poco que ver con los problemas reales del Hong Kong actual. Hong Kong nunca tuvo democracia con los británicos, que la pusieron como una condición de la retrocesión para que la zorra pudiera seguir metiendo la pata en el gallinero; así que poca nostalgia puede haber a ese respecto. Lo que de verdad aprieta los zapatos de los hongkoneses son las dificultades económicas, el precio insensato de la vivienda y la crisis de la propiedad, unido a la falta de perspectivas ante la pérdida de estatus de la ex-colonia. Cuestiones claramente del vil metal y de cómo salir adelante en la vida.

Esto es lo único capaz de movilizar a la gente durante meses y meses. Irónicamente, en el fondo el descontento principal es contra el turbocapitalismo que Hong Kong, Gran Bretaña y los Estados Unidos han abanderado, un modelo que sólo se cuida de los especuladores y oligarcas. ¿Cómo entonces se ha conseguido desviar este descontento en contra del gobierno de Pekín? Se afirma reiteradamente que los gobernantes de la capital han pactado con la oligarquía local a cambio de su apoyo político.

Ahora bien, esto es lo que ocurre rutinariamente en los estados clientes de los Estados Unidos repartidos por todo el mundo incluida la misma Eurolandia, si bien aquí existe otra jerarquía en la subordinación que pasa por Bruselas y Berlín. Y cuando se habla de autonomía y soberanía, que les pregunten por ejemplo a los griegos del grado de autodeterminación de que gozan. Por cierto que no son los únicos, como los españoles saben muy bien. De hecho, las elecciones sólo sirven para que nos olvidemos un poco de ello.

Y en cuanto al ambiente deprimido y la precariedad, es algo cada vez más generalizado, también en la acomodada Europa y hasta en la misma Alemania; pero en Hong Kong escuece mucho más porque el resto de China crece tanto como ellos menguan. Tampoco se quiere recordar que su bienestar se construyó sobre la enorme desigualdad con la China continental, de la que se beneficiaba en todos los sentidos.

Uno incluso diría que por lo visto se ha respetado hasta ahora mucho más a los hongkoneses que a los griegos. Las oligarquías locales nos venden a todos en todas partes, la única diferencia es a qué centro de poder nos remiten. Indudablemente Washington es la capital mundial de la oligarquía y allí no quieren perder clientes.

Y así me resulta imposible contemplar el conflicto en Hong Kong como una pugna entre liberalismo y autocracia. El neoliberalismo realmente existente es una oligarquía que sólo utiliza las elecciones como su coartada, y hay poco más que hablar. Sin embargo es cierto que se trata de un asunto “complicado”, y no sólo porque de complicarlo se hayan encargado unos cuantos.

En el caso de Grecia ya vimos cómo el poder emana más de los bancos centrales que de las urnas; pero los bancos centrales no son realmente entidades públicas sino el órgano coordinador de los bancos privados. Y así el mundo de los intereses privados mete directamente su pie en los zapatos de la cosa pública sin pasar por el menor control democrático. Esto rompe de entrada cualquier simetría y balance de poderes, y hace completamente engañosa la oposición entre el liberalismo efectivo y el poder central.

La Reserva Federal americana es tan centralista en su estructura como un poder puede serlo, con la diferencia de que su prioridad absoluta es el interés de una oligarquía extractiva y especuladora. El neoliberalismo realmente existente se difunde y tutela desde allí.

En China con respecto a nosotros existe una realidad “a pie cambiado”, por así decir: uno de los pies del poder político se mete en uno de los zapatos del poder económico, mientras que en Occidente los bancos metieron directamente su pata, no sólo en un zapato de la política sino en su dirección, en el timón mismo.

El sistema chino aún tiene más margen de maniobra para recuperar el equilibrio que el occidental, puesto que la línea entre la banca privada y la pública se diluye; podría aprovechar esa holgura para mirar decididamente el futuro y tomar medidas en profundidad. Claro que sabemos demasiado bien que “política” no es sinónimo de trasparencia ni de prioridad del interés común o público.

En todo caso, este sistema sí tiene o debería encontrar espacio para salir del círculo vicioso de la deuda pública y privada, mientras que en Occidente acabar con el sistema de reserva fraccionaria que la ampara amenaza con destruir el eje y palanca del poder plutocrático —en verdad nuestra única referencia.

China y Hong Kong incluso podrían abordar un experimento monetario conjunto de cámaras de descompresión en relación con los mercados internacionales, lo que aún mantendría la continuidad con la dinámica operante desde 1949. Y puesto que la realidad muestra un lento punto de inflexión el desafío sería conducir el cambio de signo: del dinero-deuda como bomba de succión hacia arriba y hacia los intereses especulativos, de los que el skyline hongkonés es la más elocuente materialización, a un dinero público que transfiera la soberanía monetaria hacia abajo y a los ciudadanos, y no a otra autoridad monetaria al servicio de los bancos privados.

Esto cambiaría el paisaje económico y político de arriba abajo; hoy la democracia económica, el dinero soberano público, es cien veces más importante que las elecciones. Hasta el gobernador del Banco de Inglaterra ponderaba en la última reunión en Jackson Hole la conveniencia de terminar con el sistema de la Reserva Federal —y hablaba codo con codo con Jerome Powell, su actual presidente. Pero el golpe de mano que ya se baraja es para que los bancos privados capturen aún más poder a través de un nuevo sistema, que pasaría por las nuevas opciones que permite el dinero electrónico. Más plutocracia todavía, sin otro control ni reglas que los que ellos mismos dispongan.

Aunque por lo que se cuenta, también el gobierno chino tiene sus planes al respecto. Menos los comentaristas políticos al uso, todos parecen haber oído algo.

Una isla dentro de una isla: tal es el ideograma, el emblema de la situación actual. ¿Pero qué isla, y dentro de cuál otra? Hay varias candidatas metafóricas y literales, y cierto número de sorprendentes combinaciones. Como siempre la realidad no deja de hacernos guiños, aunque nunca sepamos a qué carta quedarnos.

*

Frente a la oportunidad que impera y ciega en la política existen los destellos gratuitos de sincronicidad en los acontecimientos que escapan a sus deliberados manejos; los advierten a menudo los más ajenos al poder, o incluso los historiadores al final del día cuando bajan los brazos y dejan de perseguir sus tesis. Así por ejemplo, la guerra civil de Taiping precedió y coexistió en el tiempo con la guerra civil americana. Es algo que puede no significar nada, y a la vez, no significar una sola cosa sino muchas —todas las que queramos.

Para mí es muy significativo que China adquiriese su máxima expansión territorial con los Qing hacia 1800, tan sólo un poco antes de que empezara su ruina y etapa más oscura. Suceden estas cosas con harta frecuencia, sin que por supuesto tenga nada que ver la expansión exterior con el bienestar del pueblo ni aun con la consolidación del poder.

La guerra civil americana tuvo un signo casi diametralmente opuesto. El momento histórico que la preside no es ciertamente la liberación de los oprimidos, en este caso los esclavos negros, sino la expansión de la Unión y del futuro imperio, con la concentración de poderes del gobierno federal. En definitiva, es el primer gran choque de una incontenible onda expansiva.

Ahora, si seguimos pensando en términos de máximos y mínimos, las cosas parece que han vuelto para describir un semicírculo. El influjo anglosajón ha alcanzado un apogeo difícilmente superable, y uno diría que desde el 2016 —año de la victoria del brexit y de Trump- ha comenzado  un descenso que el tiempo dirá si es más o menos pronunciado.

¿Qué ocurre con esto? Que las tendencias centrífugas que existen en cualquier estado también dependen en gran medida de la evolución del frente exterior. La misma Unión Europea, tras expandirse a marchas forzadas, empezó pronto a experimentar la melancolía y el efecto de las fuerzas disgregadoras, y en eso seguimos. Los Estados Unidos de América han parecido inmunes a esas dolencias hasta ahora tan sólo porque el aumento de su influencia crecía imparable, pero desde Trump se acentúan las fuerzas de la discordia no ya al nivel de los partidos sino entre “modelos de negocio” para el imperio o en las guerras intestinas entre los múltiples organismos y agencias. Sin duda hay un gran potencial de fisión, igual que hay grietas de sobra para explotarlo.

Como máxima expresión del capitalismo, los Estados Unidos encuentran en la expansión su razón de ser, y el día en que ésta falle sin una renovación convincente de expectativas, sus elementos internos, tan dados a la impaciencia, pueden entrar en ebullición. Y en cuanto al horizonte de la Gran Bretaña actual o de una Unión Europea incapaz de aproximarse a Rusia, qué se puede decir. Hay toda suerte de indicios de que la suerte de Occidente está llegando a un límite, y si decimos indicios es sólo para usar el más suave de los eufemismos.

En tan delicada coyuntura no es muy inteligente sembrar cizaña en los campos de tu adversario y aliarse con las fuerzas centrífugas, incluso si es lo que se ha hecho toda la vida, porque todo está entrando en otra dinámica. Mientras están tan pendientes de la cara que pone su rival, podría estarles saliendo un grano en el culo, o hasta en la mismísima punta de la nariz. Tienen más motivos de inquietud que los que aquí hemos indicado, pero ya que son tan sagaces, que se preocupen ellos de encontrarlos.

Miguel Iradier

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