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Diego Armando Maradona: El Dios vilipendiado
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Global Research, noviembre 30, 2020
CubaDebate
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Hay frases que estremecen. Caminando por los senderos de Internet, mientras olía el tufo triste de la muerte de Diego Armando Maradona, los ecos y los lamentos, casi mientras buscaba un paño para enjuagar las lágrimas, encontré algo que me devolvió el aliento: “la única prueba de la existencia de Dios es la mano de Maradona”. 

Y leí luego, con amargo sabor, las palabras de rencor de Peter Shilton, que todavía no le perdona al Pelusa el gesto pícaro… o la trampa de aquel gol con el puño cerrado. A Diego nadie le perdona nada y eso me jode, déjenme decirles.

Yo lo defiendo por dos motivos: primero, porque comulgo con el tipo de personas que hacen lo que les da la gana y viven hostigados por las órdenes del corazón y no de la cabeza; segundo, y más importante, pues los genios son esclavos de su talento y víctimas de muchas envidias, y por eso andan siempre caminando por el filo de la crítica y de las vistas recelosas de los mediocres. Y aquel de Villa Fiorito fue el más genio de todos, da igual lo que digan ahora sus detractores.

Sabe el mundo entero que Diego Armando cometió más errores de los que debía y sí, los cometió y los pagó a un precio elevadísimo, al precio moral con que solo pagan sus pifias los eruditos. Saben los entendidos del fútbol que hubiese sido más grande todavía con la perseverancia de otros y no con el libre albedrío de una vida gozada, gastada hasta la última gota de alborozo aunque esto significara abandonar los designios de lo correcto.

Pero a Diego hay que perdonarle todo y sé que suena fuerte. Más fuerte todavía porque no le aguantan que fuese peronista y que dijera en cualquier plaza las palabras que más dolían a sus contrarios. Porque con goles le arrancó a los ingleses el orgullo intacto de usurpar las Malvinas, y devolvió a los argentinos el amor propio que le quitaron los ingleses, más costoso todavía que un pedazo de tierra tanguera por antonomasia y solo europea por arrebatos ilegales.

A Diego le perdono porque jugando gordo seguía siendo el mejor, porque aunque saliera por las noches a emborracharse en los bares de la vida, al otro día nadie le emulaba con la pelota, porque no hubo persona más respetada por la camorra napolitana sin saber disparar una bala ni amenazar a una mosca, porque su ascenso y su andar díscolo por los surcos de una carrera exitosa, pero menos exitosa de lo que puso ser, constituyó espejo para todos los que empezaban.

No es casualidad que todavía hoy los niños de los barrios pobres bonaerenses, de Rosario o de Filipinas, los ricos y los desfavorecidos, los americanos y los europeos y los que apenas pueden pronunciar su nombre todavía, ya quieren ser como el Diego, que salió de un barrio humilde y murió —¿murió?— sin que le faltase nada por hacer, que conquistó México y cuanta tierra quiso con la cara manchada de barro y las piernas magulladas por los golpes.

Ya sé que le quisieron quitar la gloria. Y que fracasaron. Aquí este mundo nadie tiene un historial impoluto, pero todos tenemos la extraña manía de juzgar al del lado. Más cuando le admiramos. Más cuando le envidiamos. Me da igual. Yo le sigo viendo en la cumbre, tatuado en las pieles de la gente como un modo de vida. Porque eso era Diego: un modo de vida. Un Dios que creímos que no existía. Y sí, sí existía. Pero murió el 25 de noviembre en Argentina.

Eduardo Grenier Rodríguez

Eduardo Grenier Rodríguez: Estudiante de Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana.

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