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Donald Trump, un presidente enloquecido pero no loco
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Global Research, enero 09, 2021
alainet.org 8 January, 2021
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Como dijimos hace cuatro años cuando ganó la liza por la Casa Blanca a la demócrata Hillary Clinton, Donald Trump es un presidente enloquecido, pero no loco, ganado por el egocentrismo, la vanidad y la soberbia discriminatoria y racista.

Lo ocurrido el 6 de enero en el Congreso por hordas incitadas a la rebelión para liquidar el estado de derecho en un país que se vende como el mayor defensor de la democracia, es el colofón de una escalada de un supremacismo irracional que mantuvo en jaque la paz mundial durante sus atroces cuatro años de gobierno.

Ahora, sin tanques, acorazado con un montón de mentiras chatarra que usó durante todo su gobierno y llegó a su clímax con el presunto robo de una victoria electoral en la que persiste sin lograr probarla, Trump degrada al país más armado del mundo a una república bananera de las creadas en América Latina a fuerza de cañoneras.

Sin embargo, no logró movilizar a las fuerzas sociales a las que aspiraba para mantenerse en la Casa Blanca burlándose de la institucionalidad del país, y la derrota fue tan desastrosa como la del 3 de noviembre en las urnas.

Fue, sin lugar a dudas, un hecho grave penalizado por las leyes de Estados Unidos que, de haber coherencia constitucional, debe ser juzgado en los más altos tribunales del país y severamente sancionado una vez termine su mandato el próximo 20 de enero y quede fuera del amparo de inmunidad presidencial.

Sus burradas fueron tales que, advertido de la casi segura derrota frente a Joe Biden, hizo público desde mucho antes de los comicios el guion que aplicaría durante y después de la votación, el cual contemplaba intento de fraude, rechazo a los resultados, impugnación a los conteos de votos, desconocimiento del triunfo de Biden y finalmente golpe para impedir su ascensión al cargo.

Lo triste es que todo lo fue cumpliendo al pie de la letra hasta los hechos del miércoles 6 de enero con el ataque y ocupación de la sede del congreso de sus partidarios, a quienes instó a marchar hacia el capitolio con esa meta desde los jardines de la Casa Blanca, algo insólito, degradante y penalmente sancionable.

Hay que admitir, sin embargo, que su descrédito ya era tal, que llegó a ese momento con sus fuerzas diezmadas y casi en solitario pues sus socios del establishment lo habían dejado prácticamente solo con algunos rescoldos en el Senado y la Cámara de Representantes. Pero el gran capital ya no quería saber más de él pues lo perjudicaba.

El equipo más cercano de Trump era como un campamento revuelto, con las lonas de los tabernáculos rodando y los relinchos de los caballos mezclándose con el ulular de un viento de tempestad contra el cual luchaba inútilmente mientras cesaba o despedía de su círculo cero a aquellos que intentaban hacerlo razonar, pero los cerebros enfermos son incapaces de discernir.

Algunos de su entorno con cerebros más privilegiados resistieron a pie firme tratando de que las rodillas no los traicionaran como su secretario de Estado Mike Pompeo quien alentaba la esperanza de que su jefe en desgracia podría salir del pantano donde ya estaba hundido hasta el cuello.

A Trump le fue imposible desde la misma noche del 3 de noviembre de reprimir su fiero afán de sensaciones demoledoras, de impresiones fuertes, de rabia contenida, de pensamiento degradado, y mucho menos de controlar sus reacciones esquizofrénicas que pueden confundirlo con algún tipo de demencia que no padece, aunque sienta el deseo de explotar como una granada de fragmentación.

Su círculo cero de poder quedó desbalanceado, ni él ni sus integrantes asimilaban que ya todo había acabado, y su confusión fue tal que ni siquiera relacionaba lo ocurrido con una profunda crisis del espíritu que su egocentrismo y la vanidad habían creado.

Nadie se percataba, o no querían percatarse, de que el gobierno de Trump dio a luz un sistema de antihéroes, probablemente el más cabal que haya tenido Estados Unidos en toda su historia, si es que antes tuvo alguno, y ese era un eje central de esa crisis del espíritu que tanto daño está haciendo a esa sociedad, polarizada y debilitada.

Un sistema antihéroe que en apenas cuatro años creó su propia brújula moral, construyó valores emocionales artificiales y opuestos a aquellos reconocidos por la sociedad, en la cual vivieron como tuercas locas sin importarles ni el orden ni el caos que afectó incluso sus relaciones internacionales.

Estados Unidos bajo Trump fue percibido como el enemigo público número uno porque rompió abierta e irresponsablemente todos los mecanismos de equilibrio y cerró las puertas a cualquier negociación que no priorizara sus intereses y ambiciones chovinistas. La paz mundial estuvo en mucho peligro con él, como dijo Chomsky.

Su gobierno no funcionaba como tal, sino simplemente como lo que en cada momento pensaba según sus reglas y ambiciones, con una espontaneidad que su estrecho círculo aplaudía y otros criticaban, y que a menudo justificaba aduciendo que eran hombres de acción, pero casi siempre para mal.

Sin embargo, los antihéroes tienen un grave problema, y es que a lo largo de sus vidas no logran entender que carecen de esencia, que son como un saco vacío, estrujado, sin forma ni contenido, porque no son héroes, ni pensadores, no tienen existencia histórica, y en el flujo y reflujo de ese agotador trabajo de ser visibles, hacen barbaridades sin aparente cargo de conciencia, como este desastroso llamado a sus seguidores a marchar sobre el Capitolio.

Como buen antihéroe, Trump podía romper sus propias reglas éticas cuando le venía en ganas y abalanzarse a una vida vulgar, genérica, mediocre o masificada, llena de mentiras y falsedades, como acaba de hacer al homologar a Estados Unidos con las repúblicas bananeras de la lejana época de la United Fruit Company de la que ni los adultos mayores ya recuerdan.

Si Trump fuera un hombre más serio, renunciaba mañana mismo a la presidencia de Estados Unidos para evitarle más escarnio a su país.

Luis Manuel Arce Isaac

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