El desgaste de la figura del ultraderechista presidente Jair Bolsonaro ya se hacía sensible desde mediados de enero. Se acentuó de manera más contundente en febrero, junto con la toma de distancia de diputados y senadores que hasta entonces lo apoyaban con mayor o menor énfasis, y de otros dirigentes políticos.
Pero fue entre la noche del pasado martes y la mañana del día siguiente que ese desgaste alcanzó alturas vertiginosas. Y en la tarde del miércoles se dio algo inimaginable hace algunos meses: los 27 gobernadores provinciales y de Brasilia, la capital, se unieron en contra de Bolsonaro.
Resultado: el mandatario pasó literalmente a ser ignorado por el Congreso, por los gobernadores y por integrantes del Supremo Tribunal Federal, que decidieron atender directamente reivindicaciones provinciales y a alterar varios decretos presidenciales.
Lo que ocurrió entre la noche del martes y la mañana del miércoles explica el abrupto aislamiento del ultraderechista que sigue contrariando frontalmente los consejos de sus asesores más directos e influyentes, léase los militares que lo rodean, y dando oídos a su trío de hijos políticos de un radicalismo extremo. Así, Bolsonaro volvió a minimizar las dimensiones de la pandemia que crece en Brasil a velocidad comparable a la registrada en Italia.
Es decir: contra la lógica, la ciencia, las autoridades sanitarias de todo el mundo, la Organización Mundial de la Salud, contra todos los demás dirigentes del planeta, inclusive su ídolo Donald Trump, o sea, contra la realidad y contra todo, se impusieron los consejos del llamado “gabinete de odio” instalado en el palacio presidencial.
Así es conocido el grupito encabezado por el senador Flavio, el diputado nacional Eduardo y el concejal por Rio, Carlos, además de un manojo de ultraderechistas fundamentalistas que los rodean, inspiran y obedecen.
Bolsonaro, en sus pronunciamientos, denunció a los gobernadores y alcaldes que impusieron medidas restrictivas a la circulación de personas, exigió la reapertura tanto del comercio como de escuelas, volvió a mencionar el coronavirus como “una gripecita”, acusó a los medios de comunicación de propagar una histeria generalizada e insinuó que la misma democracia está en peligro.
La reacción generalizada a lo largo y a lo ancho del país fue prácticamente unánime: llovieron críticas de los más diversos calibres.
Por la tarde, ganaron fuerza y velocidad en Brasilia los comentarios indicando que la capacidad de Bolsonaro para presidir el país se agotó (como si alguna vez hubiese existido, agrego yo…).
A esta altura quedó claro que el ultraderechista no contará con el respaldo de las Fuerzas Armadas en caso que se lance a la aventura de un autogolpe. Tampoco hay indicios de que los uniformados impongan su alejamiento. Ya están en el Congreso al menos ocho pedidos de apertura de un proceso de destitución, pero el presidente de la Cámara, el derechista Rodrigo Maia, dijo que no dará curso a ninguno de ellos.
Maia, dicho sea de paso, se transformó en interlocutor directo de los gobernadores provinciales.
Los cuatro militares de la más alta graduación que tienen sus despachos en el palacio presidencial optaron por guardar silencio. Pero llamó la atención que el vicepresidente, general reformado Hamilton Mourão, hubiese desmentido a Bolsonaro al asegurar que la posición del gobierno es una y una sola: mantener la cuarentena y las decisiones de gobernadores y alcaldes en relación a las severas restricciones impuestas en todo el país.
Mourão dijo que las palabras de Bolsonaro quizá no hayan sido “la mejor manera de expresar nuestra posición”, y que el presidente tiene en sus manos el control de la situación.
No lo tiene. Los gobernadores reclaman directamente al Congreso y a la Corte Suprema que sus deudas al gobierno nacional sean postergadas y que los recursos sean direccionados a la emergencia sanitaria enfrentada por el país y negada por el presidente.
Desgastado frente a los militares que lo rodean, fuertemente debilitado de cara a la opinión pública y aislado políticamente, la fragilísima gobernabilidad de Bolsonaro se esfuma a cada hora.
Destituirlo por la vía constitucional está, al menos por ahora, fuera de los radares de los congresistas. Y renunciar o cambiar radicalmente de rumbo, como sería propio de alguien con un mínimo de lucidez o equilibrio, está fuera de la capacidad de Jair Bolsonaro.
Basta con recordar que desde el primer minuto de su primera hora del primer día asentado en el sillón presidencial, Bolsonaro no dejó jamás de reiterar, de manera indiscutible, que no tiene la menor idea de lo que sea lucidez, y mucho menos equilibrio.
Eric Nepomuceno
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