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El pivote asiático en la política exterior de Estados Unidos
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Global Research, julio 12, 2022
Rebelión
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El debate interno de los últimos cuarenta años no es en cuanto a si los Estados Unidos deberían o no continuar persiguiendo sus fines imperiales, sino acerca de cómo mantener su condición imperial. Retomando una línea de acción iniciada durante el gobierno de Barack Obama, el «Pivote asiático 2.0» es la promesa de Biden para trazar una política agresiva y más efectiva hacia China, un competidor económico como ningún otro al que se haya enfrentado la superpotencia norteamericana.

La intención de detener la declinación que el país experimenta en varios ámbitos, y las pretensiones de reivindicar sobre nuevas bases estatus como potencia dominante, abren la perspectiva de que se impongan importantes modificaciones estratégicas en la política exterior de Estados Unidos, por sobre las contingencias y desvíos debidos a eventuales y también determinantes impulsos de política doméstica.

La querella que se ha venido perfilando o modificando durante los últimos cuarenta años no es en cuanto a si los Estados Unidos deberían o no continuar persiguiendo sus fines imperiales, sino acerca de cómo continuar manteniendo esa condición.

Aunque ahora, lógicamente, la atención se dirige al conflicto centrado en Ucrania y la intervención militar rusa, hechos con grandes derivaciones geopolíticas cuya magnitud no podemos ahora calibrar, hacen que las acciones de Estados Unidos se centren de momento en prolongar la guerra, complicar y quizás desestabilizar a Rusia, aumentar su ascendencia militar y económica sobre los países europeos, y vigorizar a la OTAN.

No obstante, en la mayor parte de la elite estadounidense, en sus sectores más lúcidos e influyentes en el seno de sus dos partidos oligárquicos se mantiene con vigor, y como una noción estratégica la definición de que la prioridad y el mayor reto para preservar o revitalizar su primacía global los obliga a enfrentar al gigante asiático, a tratar de cortarle alas a China.
Abundan las preocupaciones (tanto en Estados Unidos como entre algunos de sus acólitos en el Lejano Oriente) de que la crisis de seguridad en el Este europeo pueda degradar o afectar esa prioridad y los recursos destinados hacia la región Indo-Pacifico.

Alguien ha formulado el dilema de esta interesante manera: Rusia es un estado canalla y maligno bien armado que nos desafía y busca subvertir un orden internacional que nunca puede aspirar a dominar. Mientras, en contraste, China es un competidor entre pares, un rival de estatura que quiere dar forma a un orden internacional que puede aspirar a dominar.
Al momento de redactar estas líneas los jefes de los servicios de inteligencia de Reino Unido y Estados Unidos (FBI y M-15) realizaron una conferencia de prensa conjunta, y calificaron a China como “la mayor amenaza a largo plazo para nuestra seguridad económica y nacional”.
Es decir que para la potencia estadounidense la preocupación principal, y el desafío de primer orden a enfrentar, deberá seguir siendo China, su impetuoso desarrollo económico y tecnológico, y su proyección internacional. A ello se unen los temores de que se llegue a consumar una alianza firme entre Rusia y el gigante asiático. Todos los demás desafíos son secundarios: solo China amenaza los intereses estadounidenses de manera profunda, dicen algunos.

Retrospectivamente, numerosos analistas estadounidenses señalan como graves equivocaciones estratégicas, de hace cuatro o cinco lustros atrás, el tardío reconocimiento por parte de Estados Unidos del real desafío que China iba a llegar a significar. Una equivocación acaecida bajo la creencia de que en el rejuego global el gigante asiático se atendría a los patrones y reglas de juego del orden global por ellos diseñado, en momentos cuando los embargaba el entusiasmo de estar en el pico de una unipolaridad que creyeron definitiva. Un documento del Atlantic Council (enero 2021) señaló que el más grande error geoestratégico cometido por sucesivas administración estadounidenses fue haber permitido durante la pasada década que Rusia recalara en tal medida hacia el espacio estratégico chino.
Es decir que mientras las administraciones de Clinton y Bush se enredaban en sus agresiones militares en los Balcanes y el Oriente Medio, y las corporaciones trasladaban al exterior sus inversiones en manufacturas en busca de mano de obra barata, buena parte del desarrollo de China se potenció a partir de los capitales, las técnicas y los mercados occidentales. Al propio tiempo, y como consecuencia de lo anterior, en Estados Unidos se generaron afectaciones y vulnerabilidades en la cadena de producción causadas en parte por una dependencia excesiva de ciertos suministros chinos, incluyendo, por ejemplo, productos sensibles tales como semiconductores.

El peligro de que se consolide el liderazgo chino en el marco de la Cuarta Revolución Industrial (sistemas de inteligencia artificial y sus aplicaciones) precipitaría sacar a la luz la delicada situación financiera global de Estados Unidos y que se cree una crisis sistémica profunda.

La cuestión de las relaciones con China ha venido ocupando un primer plano del debate político en Estados Unidos, entremezclado con pasos que se están dando para generar una nueva guerra fría con Rusia y sobre todo con el gigante asiático.

Pese a la inusitada división que existe en el establishment norteamericano, la política de sanciones comerciales y presión militar contra China tiene un amplio consenso entre las principales facciones del régimen. Las implicaciones se complejizan cuando ambos partidos oligárquicos, demócratas y republicanos, emulan irresponsablemente para obtener ventajas políticas y electorales mientras más atacan y demonizan a China y sus dirigentes.

Junto a las tensiones comerciales y las sucesivas sanciones que aplica el gobierno yanqui, son varias las iniciativas legislativas en Washington como parte de una estrategia hacia la región del Indico y el Pacifico, o expresamente “para disuadir o contener” a China. Varias de ellas incluyen asignar decenas de miles de millones de dólares para nuevos armamentos destinados a la región.

En las últimas décadas se ha incrementado considerablemente la militarización y el incremento de gastos militares en la región del océano Indico y del Lejano Oriente. Se ha logrado que más del 70% de los estadounidenses tenga ahora una posición muy adversa y crítica respecto a China. El freno de China sigue siendo el principal objetivo de todo el establishment de Washington y foto de su política exterior: dificultarle su dinámico crecimiento económico, dañar su creciente influencia financiera, contener su emergente poderío militar, poner bajo control u obstaculizar sus crecientes avances tecnológicos y aplicarle sanciones arancelarias y aduaneras.

Se intenta también limitarle a China el acceso a ciertas materias primas, resquebrajar las diferentes cadenas de valor ligadas a las industrias estratégicas, reducir los flujos de inversión estadounidenses hacia sus emprendimientos e interrumpir los intercambios existentes en materia científico-tecnológica.

Un claro consenso existe entre los líderes políticos estadounidenses y los que formulan la política exterior de que China representa el principal desafío, pero hay entre ellos personalidades de mucho peso que sin negarlo consideran que se comete el error de extremar esa preocupación en una sola dirección, que se requiere balance en la política exterior y no subsumirla toda a la rivalidad con China, máxime cuando en Washington predomina la indiferencia ante cuanto su adversario piensa o plantea.

El predominio global que aún conserva Estados Unidos no descansa solamente en la fortaleza económica (constituye más del 20% del PIB global) sino en todas las otras fuentes de poder político, militar, ideológico y cultural. No obstante, China está por constituirse en la mayor economía del mundo y con notable éxito confronta con Estados Unidos a escala regional y mundial. El incremento de sus gastos en investigación y desarrollo ha convertido a China en un competidor formidable en campos que Estados Unidos dominó por muchos años.

Esa es una confrontación para largo rato, la cual se registra y se seguirá manifestando en una multiplicidad de ámbitos, no solo comerciales o de competencia tecnológica, pues se enmarca en los grandes reacomodos y en un giro geopolítico multilateral en el mundo. Gran impacto en ese sentido lo ha tenido el desplazamiento del centro del crecimiento económico mundial hacia los países de la región de Asia-Pacífico, la cual ha devenido el epicentro de la competencia por el poder global y donde la gravitación de China es enorme.

Tan es así que para muchos países del sudeste asiático cualquier obstrucción de los mercados chinos significaría debilitar las estructuras económicas de quienes han crecido en las últimas décadas gracias a esa sinergia bilateral. Ante las tensiones sino-estadounidenses muchos de los pequeños y medianos estados de la región han tratado de encontrar un modus vivendi con China que acomode su crecimiento económico, incluyendo su membresía en los bloques regionales de comercio.

La cooperación económica y la integración comercial se mantienen como los elementos claves que han posibilitado el crecimiento de la influencia China, y esas son precisamente las esferas donde Estados Unidos ha tenido poco que ofrecer en años recientes como una alternativa en la región Asia-Pacifico. Desde allí se escuchan voces que apuntan a la carencia de una robusta agenda económica como el elemento más débil del engranaje regional de Washington.

Estados Unidos se encuentra fuera de los dos bloques comerciales más importantes del Indo-Pacífico: la Asociación Económica Integral Regional y el Acuerdo Integral y Progresista de Asociación Transpacífico, — the Regional Comprehensive Economic Partnership and the Comprehensive and Progressive Agreement for Trans-Pacific Partnership — con poca indicación de que la actual administración rectificará la situación. Según un análisis del United States Studies Center, de Australia, la incapacidad de Washington para desarrollar una estrategia económica integral para el Indo-Pacífico deja vacante el espacio de elaboración de normas que determinará la evolución futura del Indo-Pacífico y restringe su capacidad de competir con la fuente de influencia china en los temas que impulsan las preferencias de alineación en el área.

Las propuestas militaristas o de extremar las tensiones con China se complejizan si se considera que, a diferencia de la Guerra Fría con Rusia, país con el que apenas había relaciones económicas, los vínculos y la interpenetración entre las economías estadounidense y China son múltiples y de enorme importancia. Las consecuencias de una guerra económica o de sanciones pueden ser catastróficas. La recuperación económica desde la actual crisis no sería posible.

Hacia comienzos de enero de 2020 ya Trump tuvo que dar marcha atrás, o refrenar, su guerra comercial contra China, pues parte de sus sanciones habrían devastado sus exportaciones agrícolas al tiempo que infligía grandes pérdidas en su cadena de suministros.

Las disputas entre ambos países en el plano militar y comercial han estado acompañadas por intentos de cooperación que, sin embargo, no alteran el trasfondo competitivo que caracteriza esas relaciones.

¿Tosudez, mesura o balance histórico?

Cuando los conflictos bélicos en Afganistán e Iraq han llegado a su fin y se evidencia que la “guerra contra el terrorismo” estaría pasando a un segundo plano, cobra fuerza el debate acerca de si el poder militar de Estados Unidos ha dejado de ser ilimitado. Quienes así piensan consideran que el país, para ralentizar o detener su declinación, está obligado a ajustar sus prioridades estratégicas y no debe pretender, como hasta el presente, mantener capacidades de fuerza para proyectar su poderío a todas las partes del mundo. Incluso traen a colación lo que Henry Kissinger llamó “la necesidad de optar”.

A partir de esa interrogante, lentamente se abre paso en Washington y en algunos círculos informados la idea de que por consiguiente Estados Unidos deberá reevaluar hacia cuales zonas del planeta debe destinar sus mayores recursos y proyectar principalmente su poderío militar. Es un debate que se integra con el referido al impacto negativo acumulado que ha tenido la sobre-expansión militar en la economía nacional y la sociedad estadounidense. No obstante, un curso de creciente armamentismo persiste pese a que drena y reduce recursos necesarios en la economía civil y, con el paso del tiempo, erosiona la fuerza y sanidad de la economía del país.

Algunos plantean dudas acerca de cuan dinamizador y anticíclico sigue siendo el gasto militar.

Un giro prospectivo, según el cual eventualmente la guerra antiterrorista quedaría algo relegada, lo cual podría contar con el respaldo, incluso, en los círculos del Complejo Militar Industrial y de la poderosa industria armamentista sobre la base que ese nuevo enfoque llevaría apareado – y ya tiene – como contrapartida el impulso de una estrategia militar que vislumbra la necesidad de prepararse para un eventual enfrentamiento con enemigos de mayor talla, dígase China o Rusia.

Para la industria militar es un curso prometedor y bastante más remunerativo y provechoso, ya que implica pasar a obtener suculentos contratos para renovar el arsenal estratégico; producir armamentos de mayor envergadura; más costosos y sofisticados.

Eso se corresponde con el planeamiento explícito del entonces Secretario de Defensa Jim Mattis cuando en 2018 dijo que “la competencia entre las grandes potencias, y no el terrorismo, es ahora el punto central de la seguridad nacional estadounidense”.

Por otro lado y en paralelo, también resuenan voces, incluso en el ámbito militar, que actualmente argumentan cada vez con más fuerza en favor de atemperar la proyección militarista y de establecer prioridades. Como parte de esos debates, es que se plantea – como decíamos –jerarquizar y ampliar la proyección del poderío estadounidense hacia Asia y en especial hacia la región del Indico y el Pacífico, en correspondencia a CON la estrategia de rodear y contener a China.

Son sectores importantes, aunque todavía minoritarios de los círculos de poder en Estados Unidos quienes avizoran a mediano plazo cierta “reducción de las posturas globales” por parte de esa potencia, como una necesidad a la que se aboca el país. El conflicto en el este europeo, en el que Estados Unidos actúa en la retaguardia e instrumentaliza a Ucrania con le esperanza de desgastar a Rusia, ha revivido por el momento el papel de la OTAN, pero por otro lado incentiva la colaboración y un mayor acercamiento del gigante euroasiático con China. En medio de la guerra en Ucrania el gobierno chino ha afirmado que Rusia es “su más importante socio estratégico”.

¿Cómo este desarrollo cercena las perspectivas del pivote 2.0 que pretendía acoger Biden? ¿Cómo se complejizan las propuestas y las perspectivas de un sustancial mayor despliegue en el Indico y el Pacífico? ¿Implicará ello que se produzcan reducciones en los gastos militares en el Medio Oriente e, incluso, en Europa, como llegó a pensarse?

Es decir, se manifiestan marcadas divisiones en el seno de los círculos gestores de la política exterior y de la llamada seguridad nacional respecto a la continuidad o reorientación de miras en la proyección del país hacia el exterior, pero en un debate que no puede desconocer la existencia de compromisos establecidos en esta o aquella región y sobre todo intereses económicos en juego.

Como decíamos, perviven con fuerza las preocupaciones ante el desafío que representa la rápida emergencia económica y tecnológica de China, sus enormes recursos financieros y el ímpetu con el cual ese país se ha volcado hacia el exterior. Se busca asegurar la posición estadounidense en los asuntos globales y deviene prioridad tratar de impedir que China llegue a prevalecer y modificar todo el orden mundial.

Tales objetivos parecerían poner en entredicho la racionalidad de continuar la política en curso mediante la cual el grueso de la atención y la presencia militar de Estados Unidos sigue centrada en Europa, en el pulseo con Rusia y sobre todo en la región del Oriente Medio.

Es allí donde se dan las acciones bélicas que justifican mucho del gasto militar y respecto a la cual influyentes círculos neoconservadores en Washington e ideólogos rabiosamente anti iraníes han seguido predominando y arreglándoselas para generar constantes tensiones.

Aparte de la enorme influencia israelí dentro de Estados Unidos y de la extrema complejidad y el embrollo que en sí significa sacar las fuerzas militares del Gran Medio Oriente, en los conceptos tradicionales del imperio esa región tiene un importancia geopolítica de primer orden, incluyendo la cuestión del control de los tres estrechos vitales (el de Ormuz, el de Adén y el Canal de Suez) por donde circulan cerca de dos tercios del comercio mundial de petróleo y el gas, y cuyo cierre podría estrangular buena parte de la economía occidental.

El eventual redimensionamiento del gasto militar y la concreción práctica de que una parte mayor aun de los recursos y la prioridad geoestratégica se dirijan hacia el Lejano Oriente, se ven por el momento obstaculizados por las urgencias y tensiones prevalecientes en Europa del este, la guerra en Ucrania y por los conflictos del Medio Oriente, a los que a veces echan fuegos altos funcionarios yanquis.

En sentido contrario en este debate pesa bastante un sector que incluye a altos funcionarios de la Tesorería, mandos militares y de inteligencia y otros círculos de poder, según los cuales EE.UU. debería redestinar sus prioridades y la mayor parte de sus recursos militares desde Europa y el Medio Oriente hacia Asia, por sobre la fuerte presencia que ya tiene en esta región. Se señala que ya bajo el presidente Obama más de la mitad del poderío naval fue trasladado a bases que rodean a China.

La intención de cercar a China en pleno desarrollo

Solo matices diferencian a la administración Biden respecto a los pasos que dieron Obama y Trump. Desde Washington se incrementa el apoyo diplomático y militar a Taiwán, territorio que ha devenido un punto crítico en las relaciones entre China y Estados Unidos. Ello por sobre las acciones también injerencistas en asuntos internos chinos como las que intentan subvertir la región de Xinjiang.

Con el nuevo gobierno yanqui se han conducido masivas maniobras aéreas y marítimas en el estrecho de Taiwán y ha seguido auspiciando la realización de provocadores ejercicios militares en los mares al este y del Sur de China con la pretensión de afirmar potestades en la región y para amenazar con ser capaz de cortar rutas comerciales vitales para China.
Aunque el nivel de tensiones que se alcanza en las fronteras rusas es muy alto y probablemente prolongado, Estados Unidos ha asumido como prioridad lo que ya bajo el gobierno de Obama denominaron el “Pivote Asiático”, el cual conlleva la determinación de asignar mayores recursos hacia esa región y el traslado al Pacífico del grueso de la fuerza militar aeronaval de Estados Unidos.

Implicó asimismo acciones para impulsar el fortalecimiento o recomposición de sus alianzas y vínculos con Japón, Australia, India y Corea del Sur, no solo económicos sino militares. No por casualidad en el estudio denominado “OTAN 2030”, de febrero de 2021, realizado a pedido del Secretario General esa alianza militar, Jens Stoltenberg, se hace explicito el propósito de la OTAN de “profundizar las consultas y la cooperación con los socios de la región Indo-Pacífico”, precisamente con los cuatro países mencionados. A comienzos de abril 2022, el propio Stoltenberg se manifestó esperanzado de que la Alianza Atlántica pudiese profundizar la cooperación con sus socios de Asia-Pacífico en áreas como “control de armas, cibernético, híbrido y tecnología”.

Estamos viendo solo el comienzo de una guerra fría contra China encabezada y financiada por Estados Unidos. El pasado 27 de diciembre de 2021 se dio un paso hacia la irracionalidad absoluta cuando el presidente Biden firmó la Ley de Autorización de la Defensa Nacional, discutida anteriormente, con la cual se potenciaba la política de “cerco” de China, y quedaba obsoleta la mera “contención”.

Eso incluye la formación en 2007 del Quad, integrado por EE.UU.-India-Japón-Australia, que se ve complementada por la alianza AUKUS (Australia, Reino Unido, EE. UU.) y la que denominanlos Cinco Ojos de la Anglosfera, una una alianza de inteligencia de esos tres paises mas Canadá y Nueva Zelanda, todas ellas alianzas estratégico-militares que enfrentan a China. En otro desarrollo reciente (6 abril), en una declaración conjunta, el presidente Biden y los primeros ministros australiano y británico anunciaron haber acordado cooperar para el desarrollo de armas hipersónicas y otras capacidades de combate.

En esta estrategia se observa una clara continuidad. La Administración Biden busca preservar o expandir el acceso a bases militares en Okinawa, Singapur y Australia y probablemente presione para gestar un equivalente a la OTAN del Pacífico-Índico. Australia sigue avanzando en la integración con Estados Unidos de su industria de defensa, decidió participar en ejercicios navales con Japón y transformarse en el gran portaviones regional del Pentágono. A su vez, Taiwán ha sido provisto de un novedoso armamento aéreo y la India brinda contradictorias señales de aprobación al acoso en el Mar de China.

Resumiendo y como decíamos, ese rumbo cuenta con el respaldo de fuertes mayorías bipartidistas en Washington partidarias de incrementar el financiamiento del Pentágono con arsenales orientados hacia China y para incrementar la ayuda militar a sus aliados en Asia, así como para la investigación de tecnologías avanzadas consideradas esenciales para la competencia ya en curso con China en armas de última generación.

Parecen quedar a un lado por el momento, o invalidadas por el curso de los acontecimientos, las pretensiones o el objetivo de impedir que se consolide una alianza entre China y Rusia, lo cual, según aprecian, sería un desastre geopolítico para los Estados Unidos, así como la línea de pensamiento que ponía sus esperanzas en contrabalancear a los chinos con acciones conciliadoras hacia los rusos en el este europeo con la pretensión de alejarlos del gigante asiático, en una réplica a la inversa de la triangulación llevada a cabo por el gobierno de Nixon contra la URSS en los años setenta.

De momento, en el gobierno de Biden lo que impera ha sido la confrontación, como lo demuestran las provocaciones con la OTAN y otros cálculos geopolíticos que impulsaron la reciente intervención militar rusa en Ucrania.

Tales debates en el seno de los grupos de poder tienen en sus extremos a la claque neoconservadora empoderada que impulsa la confrontación y el aumento de las tensiones tanto con Rusia como con China y, por otra parte, centros de pensamiento y políticos estadounidenses [de momento minoritarios] quienes, incluso desde círculos de derecha, señalan que Estados Unidos debe encarar de una manera realista aunque dolorosa los dilemas que le plantea su declinación y aplicar una política de larga proyección a fin preservar su estatus de potencia y oponerse con efectividad al mayor desafío geopolítico que se le haya presentado al país en muchos años.

Fernando M. García Bielsa

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