El vocablo es acaso derivado del apelativo “chacal” el cual designa a un depredador carnívoro y carroñero, muy escurridizo y agresivo, oriundo de varias regiones de África y Asia.
Resulta notorio que el comportamiento internacional que, desde hace mucho, mantienen los sucesivos gobiernos de Estados Unidos, se ajusta perfectamente a ese apelativo.
Lo acontecido el pasado 11 de julio en Cuba constituye una muestra más del accionar depredador e injerencista de los gobernantes estadounidenses hacia el resto del mundo y muy especialmente hacia sus vecinos latinoamericanos.
A partir del mediodía de ese domingo, una cadena de manifestaciones se suscitaron casi simultáneamente en varias localidades cubanas.
Curiosamente todas las marchas derivaron rápidamente en la violencia más desenfrenada con saldo de saqueos de establecimientos comerciales, daños de vehículos policiales y particulares, cierre de vías, lanzamientos de piedras y agresiones físicas contra policías y simples pobladores que hicieron visible su rechazo a tales actos.
El comportamiento desenfrenado hacia la violencia de estos grupos no hace más que recordar las jornadas similares acontecidas en Venezuela de abril a julio de 2017, que constituyeron una reedición de los hechos acontecidos antes en el propio país sudamericano pues vale recordar que, entre diciembre de 2001 y abril de 2002 habían tenido lugar “guarimbas” similares que culminaron con el golpe de estado contra el presidente Hugo Chávez.
Idénticos hechos de violencia acaecieron en Nicaragua en 2018 durante las protestas contra el presidente Daniel Ortega.
En el caso de Cuba, para esta ocasión todos los elementos promotores de la desestabilización a escala global como los llamados tanques pensantes y entidades federales de Estados Unidos como la Agencia para la Ayuda al desarrollo, (USAID por sus siglas en inglés) y la de Promoción de la Democracia o NED, y por supuesto, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) lograron catalizar elementos que venían conformándose desde tiempo antes y además, crear nuevas condiciones para el estallido.
A las carencias que en la vida diaria de la población acarrea el bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por Estados Unidos contra la Isla desde hace seis décadas, se unieron las 243 medidas impuestas contra la Isla por Donald Trump durante su mandato, un supremo y weylerinano esfuerzo de asfixiar al país.
Al agobiante calor de los meses estivales sobrevinieron cortes de electricidad y consiguientes escases en el abasto de agua, por averías en las termoeléctricas, que hicieron más agobiante la vida del cubano en muchos lugares.
Por si fuera poco, comenzó la pandemia que, a partir de marzo de 2019, introdujo molestias de todo tipo y nuevas carencias a la población de la Mayor de Las Antillas.
La enfermedad trajo consigo restricciones de movimiento, cierre de locales de esparcimiento como cines, teatros, discotecas, playas y centros turísticos, lo que trajo consigo lógico malestar en masas de jóvenes que se vieron sin oportunidades de esparcimiento durante el crudo verano cubano.
Los habilidosos y siempre bien pagados efectivos de la CIA y sus instrumentos tanto en el Sur de La Florida como en las ciudades cubanas, aprovecharon para fomentar los tumultos a cambio de hacer llegar a manos de no pocos habitantes del estado antillano, partes del dinero que anualmente el Congreso norteamericano dedica a la subversión en la Isla bajo el eufemismo de “fomentar la democracia en Cuba”. Se trata de una receta que ya va siendo demasiado repetitiva.
Todos estos ingredientes crearon la tormenta perfecta para el estallido del 11 de julio en ciudades cubanas.
Lo cierto es que Washington se toma la libertad de instrumentar una política de chantaje global a través de la cual pretenden decidir qué naciones clasifican como buenas o malas acorde a los intereses y apetencias norteamericanos, qué modelo político social deben asumir y hasta qué forma de gobierno deben tener.
A partir de estos presupuestos, el accionar de Washington se encamina a lograr sus objetivos en cualquier nación del orbe y en aras de ello emprenden acciones que abarcan una amplia gama.
Parecen estar quedando atrás, al menos como receta fundamental, los tiempos de los desembarcos de marines y los bombardeos indiscriminados de ciudades. Aunque cuidado, que aún están muy recientes las invasiones de Iraq y Afganistàn.
Los sucesivos gobernantes que pasan por la Casa Blanca, acuden a novedosas estrategias acordes a los actuales tiempos en que las nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones se abren paso.
Estas comprenden los intentos desestabilizadores de gobiernos, como los practicados desde hace mucho en diversas latitudes, y los ya mencionados y màs recientes en Venezuela, Nicaragua, Bolivia -durante el golpe de estado contra el presidente legítimo de esa nación Evo Morales- y Cuba.
Todos estos acontecimientos responden a la hechura del consabido Manual de las Fuerzas Armadas Estadounidenses que preconiza los llamados “golpes suaves o blandos”.
Se trata de un documento inspirado en el libro “De la dictadura a la democracia”, del ideólogo estadounidense Gene Sharp quien, a través de 198 medidas, preconiza una macabra receta sobre la forma de eliminar gobiernos molestos para Washington en forma supuestamente pacífica, aunque las evidencias acumuladas demuestran que nunca tales recomendaciones desembocan en acciones precisamente carentes de violencia.
El inacabable arsenal norteamericano para interferir en los asuntos internos de otras naciones abarca además proyectos tan agresivos como el linchamiento de dirigentes, funcionarios o jefes militares, al estilo del ejecutado contra el General Iraní Qasem Soleimani en enero de 2020 o del científico nuclear más importante de esa nación Mohsen Fakhrizadeh, a finales de noviembre de ese mismo año.
El poderoso país del norte practica asimismo una amplia política de aplicación de sanciones de todo tipo, que ha devenido piedra angular de su política internacional en todo el orbe. Estas pueden ser decretadas por Washington contra naciones, instituciones y hasta personas naturales de cualquier país.
Tan prepotente e impune actuación se lo permite su colosal poderío económico, el cual se irradia de muchas maneras, hacia todos los confines del globo terráqueo.
Su moneda, el dólar, y su aplastante poderío comercial, le facilitan relaciones mediante las cuales, las principales instituciones bancarias internacionales y organizaciones financieras, las grandes corporaciones, fábricas y empresas que manejan las producciones de todo tipo en las naciones latinoamericanas, europeas, asiáticas y africanas, tienen lazos de diferente forma y grado de dependencia hacia sus similares norteamericanos y por tanto, no escapan de su influencia.
A pesar de que algunos analistas internacionales le ven al dólar estadounidense en momentos recientes, señales de decadencia, actualmente su hegemonía resulta impresionante.
Tal preponderancia constituye un fenómeno geopolítico iniciado en el siglo XX, en el cual el mismo ha devenido moneda fiduciaria y se convierte en la principal de reserva y referencia a nivel internacional.
En 2016 este efectivo se utilizaba en un 87,6% de las transacciones a nivel mundial, y hoy representa alrededor del 60% de las reservas globales.
Los embates de la recesión de 2009, surgida del colapso del mercado inmobiliario de Estados Unidos debido a la crisis financiera de 2007-2008 y la crisis de las hipotecas de alto riesgo, sacudieron fuertemente la economía norteamericana. Pese a ello, ese estado continúa figurando como el país más rico, poderoso e influyente de la Tierra.
En julio de 2019 se estimaba en 20.5 billones su Producto Interno Bruto (PIB) nominal (equivalente a 20.5 trillones en el sistema de medición anglosajón). Esta cifra representa aproximadamente 1/4 del PIB nominal mundial.
En virtud del poder de influencia que le otorgan tales indicadores, Estados Unidos instrumenta un deshonesto quehacer y es así que en los momentos actuales, esa nación mantiene bajo sanciones de diferentes tipos a 20 naciones de todos los continentes del mundo.
Venezuela y Cuba en América Latina; Birmania en el sudeste asiático, Corea del Norte en Asia; Iraq, Irán, Libia, Líbano y Siria en el Medio Oriente; Yugoeslavia, Bielorrusia, Ucrania y Rusia en Europa; Zimbabwe, Sudán, Somalia, Costa de Marfil, Yemen, Sudán del Sur y República Democrática del Congo en África, son blancos actuales de las sanciones estadounidenses.
Según cálculos conservadores, ello significa que la población de todos esos estados en su conjunto, ascendente a unos 23 mil 741 millones 671 personas, sufren las consecuencias de criminales medidas unilaterales dictadas desde Washington.
Las penalidades presentan un amplísimo abanico de pasos punitivos como el bloqueo económico, comercial y financiero, su política más extendida.
Esta la mantiene sobre Cuba desde hace más de seis décadas, y con diferentes niveles de ensañamiento, la ha decretado sobre otras naciones como Irán, Corea del Norte, Libia en tiempos de Muamar El Khadafi, Iraq en época del gobierno de Saddan Hussein, Venezuela y Nicaragua, entre otras muchas.
La Casa Blanca implementa asimismo, la prohibición de las importaciones procedentes de países sancionados y el congelamiento de los activos gubernamentales en EE.UU.
Las sanciones contra el sector financiero, energético y de defensa de varios estados es otra de sus políticas restrictivas unilaterales, como también lo es un grupo de medidas contra personas en específico de diferentes naciones.
Algunas de éstas son la congelación de activos y prohibición de visados para funcionarios, la denegación de la entrada a EE.UU. y el congelamiento de los bienes que funcionarios de gobierno puedan tener bajo jurisdicción estadounidense, así como también la prohibición de visado para personas de alto nivel.
A la hora de aplicar sanciones, los gobiernos norteamericanos han manejado un buen arsenal de espurias excusas. Entre las más recientes se encuentran la supuesta violación de los derechos humanos y el terrorismo.
Esta última la han utilizado incluso contra naciones sobre las cuales ha sido fehacientemente comprobado que Estados Unidos ha ejercido el terrorismo de estado o al menos ha mirado hacia otra parte cuando grupos opositores a determinados gobiernos han concebido y financiado acciones criminales contra éstos desde territorio estadounidense.
Tal ha sido el caso de Cuba, sobre la cual, en seis décadas, se han ejecutado decenas de actos terroristas que costaron la vida a más de tres mil cubanos y discapacidades a más de dos mil.
La lista de agresiones contra la mayor de las Antillas es larga, y abarca, desde acciones militares, hasta económicas, biológicas, diplomáticas, psicológicas, mediáticas, de espionaje, así como la ejecución de sabotajes e intentos de asesinato de líderes.
No obstante el gobierno norteamericano ha incluido reiteradamente a La Habana en su lista unilateral de naciones que patrocinan al terrorismo, paso que carece de toda base y lògica.
A través de documentos desclasificados y declaraciones de testigos participantes en operaciones encubiertas y otros empeños criminales, ha salido a la luz pública que el Gobierno norteamericano ha alentado, financiado y protegido a regímenes dictatoriales en América Latina y el Caribe, Medio Oriente, África y Asia, sin contar las decenas de invasiones y golpes de Estado, telón perfecto para el sometimiento y la subordinación.
El rosario de desmanes que Estados Unidos acumula en su quehacer internacional es amplio y acaso el peor de todos es su desfachatado desconocimiento a los organismo internacionales como la ONU.
Un ejemplo a la vista de esto ha sido la prepotente actitud mantenida por Washington ante las sucesivas resoluciones adoptadas mayoritariamente en la Asamblea General de la ONU contra el bloqueo a Cuba.
En octubre último ese órgano de la ONU aprobó por 184 votos la resolución que pide el fin del cerco contra la Mayor Isla del Caribe, un hecho que se suma a las 28 adoptadas anualmente desde 1992, cuando el órgano de debate empezó a votar sobre la cuestión. En todos los casos, como escandalosa muestra de prepotencia, la Casa Blanca ha desoído el reclamo.
Hechos como este permiten asegurar que muy lejos del liderazgo internacional que sus gobernantes, voceros y medios de prensa proclaman como un deber y hasta un derecho para Estados Unidos, esa nación ha devenido realmente una dictadura mundial.
Miguel José Maury Guerrero