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¿Fueron los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki un crimen de guerra y un crimen contra la Humanidad?
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Global Research, agosto 09, 2019

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¿Fue el presidente Harry Truman “un asesino”, tal como lo calificó una vez la reconocida filósofa analítica británica Gertrude Elizabeth Anscombe? En efecto, ¿fueron los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki un crimen de guerra y un crimen contra la Humanidad, como ella y otros eminentes académicos han afirmado públicamente?

La distinguida profesora de filosofía y ética en Oxford y Cambridge, la doctora Anscombe, una de las filósofas más dotadas del siglo XX, reconocida como la mejor filósofa de la historia, calificó abiertamente al presidente Truman de “criminal de guerra” por su decisión de arrasar con bombas atómicas las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 (Rachels & Rachels, 127).

Según otro crítico académico, el difunto historiador estadounidense Howard Zinn, al menos 140.000 personas civiles japonesas fueron “convertidas en polvo y cenizas” en Hiroshima. Más de 70.000 personas civiles murieron abrasadas en Nagasaki y otras 130.000 residentes en ambas ciudades murieron de enfermedades relacionadas con la radiación a lo largo de los siguientes nueve años (Zinn, 23).

Las dos razones más citadas de la controvertida decisión del presidente Truman fueron la de acortar la guerra y la de salvar la vida de “entre 250.000 y 500.000” soldados estadounidenses que probablemente habrían muerto en combate si el ejército estadounidense hubiera tenido que invadir las islas del Japón imperial. Se afirma que Truman dijo: “No podía soportar esa idea y ello llevó a la decisión de utilizar la bomba atómica” (Dallek, 26).

Pero la doctora Gertrude Anscombe, que junto con su marido, el doctor Peter Geach, profesor de lógica filosófica y ética, fueron los principales defensores en el siglo XX de la doctrina de que las normas morales son absolutas, no creyeron este argumento moralmente cruel: “Pero, ¿qué haría usted si tuviera que elegir entre hervir a un bebé o permitir que un desastre terrible ocurriera a mil personas (o a un millón, si mil no es suficiente)? El que los hombres elijan matar inocentes como medio de obtener sus fines siempre es un asesinato” (Rachels & Rachels 128-129).

En 1956 la profesora Anscombe y otros destacados académicos de la Universidad de Oxford protestaron abiertamente contra la decisión de los administradores de la universidad de conceder a Truman un título honorario para agradecer la ayuda estadounidense durante la guerra. Incluso escribió un panfleto en el que explicaba que el expresidente estadounidense era un “asesino” y un “criminal de guerra” (Rachels & Rachels 128).

Para muchas personas contemporáneas de Elizabeth Anscombe los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki violaron normas ético filosóficas como “la vida humana es sagrada” y “matar es un crimen”, además de “está mal utilizar a las personas como medio para lograr los fines de otras personas”. El expresidente [estadounidense] Herbert Hoover fue otra de las primeras personas críticas que afirmó abiertamente que “me repugna el uso de la bomba atómica con su asesinato indiscriminado de mujeres y niños” (Alperovitz, The Decision, 635).

Incluso el propio Jefe de Estado Mayor del presidente Truman, el Almirante William D. Leahy, que fue laureado con cinco medallas (el oficial militar estadounidense de mayor rango durante la guerra), declaró abiertamente que desaprobaba enérgicamente los bombardeos atómicos: “En mi opinión el uso de esta bárbara arma en Hiroshima y Nagasaki no prestó ninguna ayuda material en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y estaban dispuestos a rendirse debido a la eficacia del bloqueo marítimo y al éxito de los bombardeos con armas convencionales. […] Me parece que al ser los primeros en utilizarla adoptamos unos principios éticos comunes a los bárbaros de la Edad Media. […] No se me enseñó a hacer la guerra de esta manera y no se pueden ganar las guerras destruyendo a mujeres y niños” (Claypool, 86-87, la cursiva es nuestra).

Por otra parte, las personas que defienden al presidente Truman parecen utilizar el casi utilitario “argumento del beneficio” para justificar el brutal uso de un arma devastadora de destrucción masiva que mató a cientos de miles de personas civiles inocentes en ambas ciudades japonesas a pesar de que, contrariamente a lo afirmado en muchas declaraciones públicas de Truman en aquel momento, no hubiera tropas militares ni armamento pesado ni siquiera industrias importantes relacionadas con la guerra en ninguna de las dos ciudades. Debido a que el ejército japonés había reclutado a prácticamente toda la población adulta masculina tanto de Hiroshima como de Nagasaki, la mayoría de las víctimas de la muerte abrasadora caída del cielo fueron mujeres, niños y hombres ancianos. La excusa que el propio Truman dio muchas veces fue que “arrojar las bombas detuvo la guerra, salvó millones de vidas” (Alperovitz, Atomic Diplomacy. 10). Incluso se jactó de “haber dormido como un bebé” la noche después de firmar la orden final de utilizar las bombas atómicas contra Japón (Rachels & Rachels, 127). Pero lo que Truman decía para justificarse está lejos de ser la verdad y mucho menos toda la verdad.

Desatar un Frankenstein nuclear

A instancias de un colega físico nuclear, el exiliado húngaro antinazi Leo Szilard, Albert Einstein escribió una carta al presidente Franklin D. Roosevelt (FDR) el 2 de agosto de 1939 para recomendarle que el Gobierno estadounidense empezara a trabajar en la elaboración de un poderoso dispositivo atómico que fuera un elemento de disuasión defensivo ante la posible adquisición y uso de armamento nuclear por parte de la Alemania nazi (Ham, 103-104). Pero para cuando finalmente despegó el top secret Proyecto Manhattan a principios de 1942, obviamente el ejército estadounidense tenía otros planes mucho más ofensivos respecto a los futuros objetivos de las bombas atómicas estadounidenses. Mientras que los bombardeos convencionales diarios (en los que se incluía el uso de napalm y otras bombas incendiarias) habían reducido a escombros al menos otras 67 ciudades japonesas, incluida la capital, Tokio, reservaron deliberadamente Hiroshima y Nagasaki con el único propósito de probar la capacidad destructora del nuevo dispositivo atómico (Claypool 11).

Albert Einstein con Leo Szilard

Una razón todavía más importante para utilizar la bomba era asustar a Stalin, que había pasado rápidamente de ser “el viejo tío Joe” durante la presidencia de FDR a convertirse en “la Amenaza Roja” a ojos de Truman y sus principales asesores. El presidente Truman había abandonado rápidamente la política de cooperación con Moscú de FDR para sustituirla por una nueva política de confrontación hostil con Stalin en la que el recién adquirido monopolio estadounidense del armamento nuclear se iba a explotar como herramienta agresiva de la diplomacia antisoviética de Washington (lo que Truman denominó “diplomacia atómica”). Dos meses antes de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki ese mismo Leo Szilard se había reunido en privado con el secretario de Estado de Truman, James F. Byrnes, y había tratado infructuosamente de persuadirle de que el arma nuclear no se debía utilizar para destruir objetivos civiles indefensos, como las ciudades japonesas. Según el doctor Szilard, “el señor Byrnes no argumentó que fuera necesario utilizar la bomba contra las ciudades de Japón para ganar la guerra […] , el señor Byrnes consideraba que el hecho de que nosotros tuviéramos y utilizáramos la bomba haría a Rusia más manejable en Europa” (Alperovitz. Atomic Diplomacy 1, 290).

De hecho, el Gobierno Truman había pospuesto la reunión en Potsdam de los Tres Grandes [la Unión Soviética, Estados Unidos y Reino Unido] hasta el 17 de julio de 1945, el día siguiente de la prueba Trinity, con éxito, de la primera bomba atómica en el campo de pruebas de Alamogordo, Nuevo México, con el fin de proporcionar a Truman una fuerza diplomática extra en las negociaciones con Stalin (Alperovitz, Atomic Diplomacy 6). En palabras del propio Truman, la bomba atómica “iba a poner firmes a los rusos” y “a nosotros en posición de dictar nuestros propios términos al final de la guerra” (Alperovitz, Atomic Diplomacy 54, 63).

En aquel momento al Gobierno Truman ya no le interesaba que el Ejército Rojo liberara el norte de China (Manchuria) de la ocupación militar japonesa (tal como habían acordado FDR, Churchill, y Stalin en la Conferencia de Yalta celebrada en febrero de 1945) y mucho menos que invadiera o capturara el propio Japón imperial. Todo lo contrario. Deplorando públicamente los “motivos político diplomáticos más que militares” que hay detrás de la decisión de Truman de atacar Japón con armas nucleares, Albert Einstein se quejó de que “una gran mayoría de los científicos se oponían al empleo repentino de la bomba atómica. Sospecho que el asunto se precipitó debido al deseo de acabar la guerra en el Pacífico de cualquier modo que no fuera la participación de Rusia” (Alperovitz, The Decision, 444). Winston Churchill dijo en privado a su ministro de Exteriores, Anthony Eden, en la Conferencia de Potsdam: “Está muy claro que en estos momentos Estados Unidos no quiere que Rusia participe en la guerra contra Japón” (Claypool, 78).

Ni siquiera la desesperada oferta de último minuto de Tokio (hecha durante y después de la Conferencia de Potsdam) de rendirse a los Aliados si estos prometían no perseguir al emperador de Japón que era como un dios o quitarlo de su puesto pudo impedir esta mortífera decisión, aun cuando Truman “había expresado su voluntad de mantener al emperador en el trono” (Dallek, 25).

Por consiguiente, salvar las vidas de los soldados estadounidenses no fue precisamente uno de los argumentos más convincentes de Truman. A principios de 1945 FDR y el general Dwight Eisenhower, Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas en Europa, habían decidido dejar la captura de Berlín a las tropas del mariscal soviético Georgi Zhukov, que estaban endurecidas en el combate, para evitar que hubiera muchas bajas estadounidenses. Después de declarar oficialmente la guerra a Tokio el 8 de agosto de 1945 y tras haber destruido a las fuerzas militares en Manchuria el Ejército Rojo de Stalin se preparó para invadir y ocupar las islas que conformaban Japón, lo que sin lugar a dudas habría salvado las vidas de miles de soldados estadounidenses por quienes Truman parecía tan preocupado. Pero después de la rendición incondicional de la Alemania nazi en mayo de 1945, Truman había llegado a compartir el famoso comentario revisionista de Churchill de que “hemos matado al cerdo equivocado”.

Tampoco está claro si Tokio acabó rindiéndose el 14 de agosto debido a los dos ataques nucleares estadounidense perpetrados el 6 y 9 de agosto respectivamente (después de los cuales prácticamente ya no quedaba ninguna ciudad japonesa más por destruir ni ninguna bomba atómica estadounidense más por arrojar) o debido a la amenaza de una invasión y ocupación soviéticas después de que Moscú entrara en guerra contra el Imperio de Japón. Unos días antes de la declaración soviética de guerra el embajador japonés en Moscú había enviado un cable al ministro de Exteriores Shigenori Togo en Tokio diciéndole que la entrada de Moscú en la guerra supondría un desastre total para Japón: “Si Rusia […] decidiera de pronto aprovecharse de nuestra debilidad e intervenir en contra de nosotros con la fuerza de las armas, estaríamos en una situación totalmente desesperada. Está claro como el día que el Ejército Imperial en Manchukuo [Manchuria] sería completamente incapaz de oponerse al Ejército Rojo que acaba de obtener una gran victoria y es superior a nosotros en todos los aspectos” (Barnes).

Usar o no usar el arma nuclear

Más tarde se citaron las palabras de Eisenhower en las que afirmaba que estaba convencido de que no hubiera sido necesario utilizar la bomba para obligar a Japón a rendirse: “En aquel momento Japón estaba buscando alguna manera de rendirse con una pérdida mínima de ‘prestigio’ […] no era necesario atacarlos con esa cosa tan atroz” (Alperovitz, Atomic Diplomacy 14).

Eisenhower repitió en privado sus objeciones a su superior directo, el Secretario de la Guerra de Truman, Henry L. Stimson: “Yo había sido consciente de un sentimiento de depresión, de modo que le expresé mis fuertes recelos, en primer lugar debido a que yo creía que Japón ya estaba derrotado y que arrojar la bomba era completamente innecesario, y segundo porque me parecía que nuestro país debía evitar escandalizar a la opinión pública mundial al utilizar esa bomba, cuyo uso, en mi opinión, ya no era obligatorio para salvar vidas estadounidenses” (Alperovitz, Atomic Diplomacy 14).

El almirante William F. Halsey, comandante de la Tercera Flota estadounidense (que llevó a cabo la mayor parte de las operaciones navales contra los japoneses en el Pacífico durante toda la guerra), coincidía en que “no había una necesidad militar” de utilizar la nueva arma, que se utilizó solo porque el Gobierno Truman tenía un “juguete y quería probarlo. […] La primera bomba atómica fue un experimento innecesario. […] Fue un error arrojarla” (Alperovitz The Decision 445). En efecto, en aquel momento era bastante “seguro” que un Japón totalmente devastado, que estaba al borde de un colapso interno, se habría rendido en unas semanas, si no días, sin los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki o incluso sin la declaración soviética de guerra a Tokio. Como concluyó la investigación oficial U.S. Strategic Bombing Survey [Estudio sobre el Bombardeo Estratégico Estadounidense] elaborado al final de la guerra, “seguramente antes del 31 de diciembre de 1945 y con toda probabilidad antes del 1 de noviembre de 1945 Japón se habría rendido incluso si no se hubieran arrojado las bombas atómicas, incluso si Rusia no hubiera entrado en guerra e incluso si no se hubiera planeado o contemplado una invasión” (Alperovitz, Atomic Diplomacy 10-11).

El General de División Curtis E. Lemay, comandante del 21 Comando de Bombarderos de Estados Unidos, que había dirigido la campaña de bombardeos masivos convencionales contra Japón durante la guerra y arrojado las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, declaró públicamente: “Me parecía que no había necesidad de utilizarlas [las armas atómicas]. Estábamos haciendo el trabajo con [bombas] incendiarias. Estábamos haciendo mucho daño a Japón. […] Seguimos adelante y arrojamos las bombas porque el presidente Truman me dijo que lo hiciera. […] Es muy probable que todo lo que hizo la bomba atómica fue ahorrar unos pocos días” (Alperovitz, The Decision, 340).

Puede que el bombardeo diario de ciudades alemanas y japonesas durante la guerra, incluidos los bombardeos de Hamburgo, Dresde y Tokio, que casi habían acabado con sus poblaciones civiles, hicieran que fuera un poco más aceptable moralmente para Truman la fatídica decisión de arrojar sobre Japón las dos bombas atómicas llamadas “Little Boy” y “Fat Man”. El objetivo declarado de esos despiadados ataques aéreos que abrasaron las ciudades era destruir la moral y la voluntad de luchar de las poblaciones alemana y japonesa, y de ese modo acortar la guerra. Pero muchos años después de la guerra el doctor Howard Zinn (que había sido copiloto y bombardero de un B-17 que había volado en docenas de misiones de bombardeo contra la Alemania nazi) reflexionó con tristeza: “Nadie parecía ser consciente de la ironía de que una de las razones de la indignación general contra las potencias fascistas era su historial de bombardeos indiscriminados contra poblaciones civiles” (Zinn, 37). Pero, de hecho, el Secretario de la Guerra, Henry Stimson, el almirante William Leahy y el general Douglas MacArthur no estaban menos afectados por lo que consideraban la barbarie de la campaña aérea “terrorista” y Stimson temía en privado que Estados Unidos “se labrara la reputación de cometer más atrocidades que Hitler” (Ham 63).

Era evidente que Japón estaba derrotado y estaba dispuesto a rendirse antes de que se utilizara la bomba, cuyo principal objetivo, si no el único, era intimidar a la Unión Soviética. Pero había varias alternativas viables, algunas de las cuales se discutieron antes de los bombardeos atómicos. El Subsecretario de Marina, Ralph Bard, estaba convencido de que “la guerra japonesa se había ganado verdaderamente” y estaba tan preocupado por la posibilidad de usar bombas atómicas contra personas civiles indefensas que consiguió una reunión con el presidente en la que, sin éxito, insistió con vehemencia “en que se advirtiera a los japoneses acerca de la naturaleza del nuevo armamento” (Alperovitz Atomic Diplomacy 19). El almirante Lewis L. Strauss, asesor especial del Secretario de Marina, que había sustituido a Bard después de que este dimitiera indignado, también creía que “la guerra estaba casi terminada. Los japoneses estaban prácticamente dispuestos a capitular”. Esa es la razón por la que el almirante Strauss insistía en que había que hacer una demostración de la bomba de modo que no matara a gran cantidad de personas civiles y propuso que “[…] un lugar adecuado para llevar a cabo esta demostración sería un gran bosque de árboles no lejos de Tokio” (Alperovitz Atomic Diplomacy 19).

El general George C. Marshall, Jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos, también se oponía a que se utilizara la bomba en zonas civiles y argumentaba que, en vez de ello, “[…] esas armas se podrían utilizar contra objetivos estrictamente militares como una grandes instalaciones navales y después, en caso de que no se obtuviera un resultado completo, […] deberíamos escoger varias zonas industriales y se avisaría a la gente que las evacuara diciendo a los japoneses que teníamos la intención de destruir esos centros. […] Se debería hacer todo lo posible para que nuestras advertencias sean claras. […] Con estos métodos de advertencia debemos compensar el oprobio que podría producirse a consecuencia de un empleo poco meditado de esa fuerza” (Alperovitz, Atomic Diplomacy, 20).

El general Marshall también insistió en que en vez de sorprender a los rusos con el primer uso de la bomba atómica se debería invitar a Moscú a enviar observadores a la prueba nuclear en Alamogordo. Así mismo, muchos científicos que trabajaban en el Proyecto Manhattan insistieron en que se organizara primero una demostración, incluida una posible explosión nuclear en un mar cerca de la costa de Japón para poder dejar claro a los japoneses el poder destructivo de la bomba antes de emplearla contra ellos. Pero tal como ocurrió con las opiniones disidentes dentro del ejército estadounidense, el Gobierno Truman tampoco tuvo en cuenta seriamente la oposición de los científicos nucleares (Alperovitz Atomic Diplomacy 20-21).

Conclusión

A consecuencia de la inmoral decisión de Truman de utilizar bombas nucleares contra los “japos” (una palabra peyorativa para designar a los japoneses utilizada comúnmente en público en Estados Unidos durante la guerra, incluido el propio presidente Truman), muchas más de 200.000 personas civiles murieron abrasadas instantáneamente y otras miles murieron después a consecuencia de las radiaciones. J. Robert Oppenheimer, el científico que dirigía el Proyecto Manhattan y “padre” de la bomba atómica estadounidense, declaró que la decisión de Truman fue “un error extremadamente grave” porque ahora “tenemos las manos manchadas de sangre” (Claypool 17). Howard Zinn estaba de acuerdo con esta opinión del doctor Oppenheimer y señaló que “gran parte del argumento para defender los bombardeos atómicos se basa en una actitud de represalia, como si los niños de Hiroshima hubieran bombardeado Pearl Harbor. […] ¿Merecían morir niños estadounidenses debido a la masacre de niños vietnamitas que cometieron los estadounidenses en My Lai?” (Zinn 59).

El controvertido general Curtis Lemay, que se había opuesto a ambas explosiones nucleares, confesó más tarde al ex Secretario de Defensa Robert McNamara (que había trabajado para Lemay durante la guerra ayudando a seleccionar objetivos japoneses para los bombardeos japoneses): “Si hubiéramos perdido la guerra todos habríamos sido procesados como criminales de guerra” (Schanberg). Debido al uso injustificable e innecesario de esas armas de destrucción masiva tan inhumanas e indiscriminadas que se arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki, la profesora Elizabeth Anscombe calificó al presidente Truman de asesino y de criminal de guerra. Hasta el día de su muerte la doctora Anscombe creyó que se debería haber llevado a juicio a Truman por haber cometido uno de los peores crímenes de guerra y contra la Humanidad de la Segunda Guerra Mundial.

Rossen Vassilev Jr.

Rossen Vassilev Jr.: Estudiante de último año de periodismo en la Universidad Ohio de Athens, Ohio.

Notas:

Alperovitz, Gar, Atomic Diplomacy: Hisroshima and Potsdam. The Use of the Atomic Bomb and the American Confrontation with Soviet Power, London and Boulder, CO, Pluto Press. 1994.

—-. The Decision to Use the Atomic Bomb, New York, Vintage Books, 1996.

Barnes, Michael, “The Decision to Use the Atomic Bomb: Arguments Against”, Web, 14 de abril de 2019.
Claypool, Jane, Hisroshima and Nagasaki, New York and London, Franklin Watts, 1984.

Dallek, Robert, Harry S. Truman, New York, Times Books, 2008.

Ham, Paul, Hiroshima Nagasaki: The Real Story of the Atomic Bombings and Their Aftermath, New York, St. Martin’s Press, 2011.

Rachels, James, y Stuart Rachels, The Elements of Moral Philosophy (octava edición), McGraw-Hill Education, 2015.

Schanberg, Sydney, “Soul on Ice”, The American Prospect, 27 de octubre de 2003, consultado el 14 de abril de 2019.

Zinn, Howard, The Bomb, San Francisco, CA, City Lights Books, 2010. [Traducción al castellano, La bomba, Hondarribia, Hiru, 2014].

Artículo original en inglés:

Were the Atomic Bombings of Hiroshima and Nagasaki a War Crime and a Crime Against Humanity?, publicado el 3 de agosto de 2019.

Traducido por Beatriz Morales Bastos para el Centro de Investigación sobre la Globalización (Global Research).

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