El pasado 24 de febrero el reconocido Journal of the American Medical Association (JAMA) publicó un ya muy citado trabajo donde dos autores expusieron desde China datos incontrovertibles acerca del desenvolvimiento del hoy denominado COVID-19 en ese país, desde el mismo primer paciente caracterizado.
El 31 de diciembre del pasado año informaron a la Organización Mundial de la Salud (OMS) de una enfermedad respiratoria novedosa y de causas desconocidas. Desde el día 8 de ese mes en la ciudad de Wuhan había aparecido un caso con una extraña neumonía. A la altura del día final de 2019 acumulaban 27 casos. Ya el 7 de enero la ciencia china identifica y da a conocer que se trata de infestación con un virus del tipo corona, de los que portan ARN y para algunos tienen una forma de “corona real” al microscopio. El 30 de enero la OMS declara una “emergencia de salud pública de interés internacional”.
En este siglo ya habían ocurrido dos brotes de otros coronavirus conocidos que también afectan al sistema respiratorio. Uno de ellos en la provincia de Guandong, también en China, que duró desde noviembre de 2002 hasta julio de 2003, con más de 8000 casos en todo el mundo, de ellos más de 5000 en la propia China, y 774 fallecidos. El segundo brote ocurrió en Arabia Saudita en 2012 y no ha terminado. Parece que en ambos casos fueron mutaciones que circulaban entre murciélagos que por diversas vías contaminaron humanos y se seleccionaron lo suficiente como para permitir que los enfermos contaminaran a otros humanos.
En el caso de la actual COVID-19 de Wuhan, el artículo refiere que “Las curvas epidémicas reflejan lo que puede ser un patrón de brote mixto, con casos tempranos que sugieren una fuente común continua, un posible derrame zoonótico en el mercado mayorista de mariscos de Huanan, y casos posteriores que sugieren una fuente propagada a medida que el virus comenzó a transmitirse de persona a persona.” Se trata de un lenguaje muy científico y responsable, digno de todo crédito.
Las mutaciones de los virus son impredecibles. No dependen de forma alguna de la voluntad de los seres humanos que los padecemos. Ni siquiera del cuidado que podamos tener. Forman parte del propio proceso de la vida, que se basa precisamente en la variabilidad. Esta se logra gracias a que todas las complejas moléculas que intervienen, desde las proteínas hasta los azúcares, pasando por las grasas y los llamados ácidos nucleicos, pueden variar mucho ante condiciones ambientales diversas. Tales variaciones pueden conducir a la descomposición, sin futuro alguno, o a una nueva adaptación que les permite progresar y multiplicarse.
La mutación de algún ignoto virus que condujo al problema que hoy tenemos hizo que no solamente encontrara buenos hospederos en los humanos para poder reproducirse. Logró también que se conformaran molecularmente de forma que fueran estables y activos en la atmósfera durante bastante tiempo después que el contagiado lo expele. Eso hace que, para nuestra desgracia, la trasmisión sea muy eficiente.
Puede especularse sin temor a equivocarnos que en lo que va de este siglo deben haber ocurrido muchas más mutaciones virulentas, incluso trasmitidas, y en muchos lugares. Solo que esas no se han convertido en epidemias. Pueden haber aparecido en sitios poco poblados, o provocar enfermedades muy leves, o ser muy poco contagiosas. Por eso ni nos hemos enterado de ellas. Países como China y la India, ciudades muy grandes y movidas como New York, Sao Paulo o la Ciudad de México, son también fáciles epicentros impredecibles de estos fenómenos. Nadie está exento, por rico y desarrollado que sea. Y donde hay más personas cercanas unas de las otras hay más posibilidades.
Aquí interviene la ciencia y también la comunicación. Existe un caso antológico, el de la llamada “gripe española” de 1917, que se originó en un campamento del ejército de los EEUU del estado de Kansas, entre soldados concentrados que se preparaban para ir a combatir en Europa, al final de la Primera Guerra Mundial. Hay reportes de que ya había aparecido también en otros campamentos similares de este lado del Atlántico. Al llegar los ya contagiados portadores al escenario de la guerra, probablemente en Francia y otros países del llamado “viejo continenete”, se convirtió en pandemia. Tuvo una gran infestación y se considera la peor de la humanidad, al menos en los tiempos más recientes, con un resultado de decenas, quizás cientos, de millones de fallecidos en todo el mundo.
Lo de la comunicación influyó en que se le llamara “gripe española”. Como España no estaba en guerra, la prensa no estaba censurada y publicó abiertamente los casos. Para muchos, solo estaba ocurriendo en ese país. En realidad, hasta en China parece que murieron nada menos que 30 millones de personas En España fallecieron muchos menos, posiblemente 200 000, que no es una cifra despreciable en modo alguno. La enfermedad no surgió en ninguno de los dos países y España cargó con el denominativo porque dio a conocer lo que ya era una tragedia ocultada o ignorada por otros.
Debemos sentirnos más tranquilos, aunque no confiados, de que la ciencia y la tecnología de hoy han cambiado las cosas notablemente, al menos en la mayoría de los países. La propia China ha podido operar mucho más rápidamente que con el anterior brote de 2002, que afortunadamente no era tan contagioso. Un día de buenas decisiones salva vidas. Sabemos hace ya meses cual es el virus. Las publicaciones científicas de los colegas chinos han permitido a todos en el mundo saber cómo evoluciona la enfermedad, quienes son los más débiles, como se puede diagnosticar bastante bien, aunque no se tengan pruebas bioquímicas, su epidemiología, y hasta las fórmulas de gobierno responsable que pueden evitar una tragedia a la escala de la “gripe española” relatada antes.
Resulta muy lamentable, por usar términos elaborados y no los primeros calificativos que vienen a nuestra mente, que por diferencias políticas se desee denostar en algunos medios y ambientes todo lo que la humanidad le está debiendo en este momento a la ciencia china y a la política transparente y respetuosa de su gobierno.
Luis A. Montero Cabrera
Luis A. Montero Cabrera: Doctor en Ciencias. Preside el Consejo Científico de la Universidad de La Habana. Miembro de mérito y coordinador de ciencias naturales y exactas de la Academia de Ciencias de Cuba.
|