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La estrategia del “caos controlado” veinte años después de la invasión de Irak
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Global Research, mayo 05, 2023
Resumen Latinoamericano
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Han pasado veinte años desde la invasión estadounidense de Irak, entre el 20 de marzo y el 1° de mayo de 2003. Lo que debería haber sido una guerra relámpago, se convirtió en una ocupación militar que duró 7 años (hasta 2011), y en una estrategia de desestabilización de toda la zona, que aún continúa.

La estrategia del «caos controlado», un paso más en el proyecto de «balcanización» del mundo, puesto en marcha por el imperialismo para redefinir fronteras geopolíticas e imponer su hegemonía tras la caída de la Unión Soviética y la implosión de los Balcanes.

Podríamos decir que 2003 fue el detonante de lo que incluso el Papa Bergoglio ha definido como “una tercera guerra mundial fragmentaria”, de la que el conflicto de Ucrania representa la continuación intensificada en el frente europeo. Y la imprevisibilidad de la duración parece confirmar que estamos justo al comienzo de la segunda, y ciertamente no la última, fase de la «guerra larga», de “guerra perpetua”.

Una nueva versión, actualizada, de esa “guerra contra el terrorismo” que, ya en abril de 2023, un mes después de la invasión de Irak, James Voolsey, director de la CIA bajo Carter, predijo que duraría décadas, y preveía que la lista de enemigos pertenecientes al llamado «Eje del Mal» se ampliaría aún más. La actualización de las «nuevas amenazas» a las que estarán llamados a colaborar los aliados Otan, muestra los escenarios geopolíticos en los que el imperialismo yanqui intentará imponer un modo de producción que necesita destruir para alimentarse. Un modelo en crisis estructural, basado en la explotación del trabajo y el robo de los recursos de los pueblos en los países del sur global, guiado por los intereses del complejo militar-industrial.

Los paradigmas puestos en marcha durante la agresión contra Irak pueden considerarse pródromos de la «escalada horizontal» en el Ártico y el Indo-Pacífico, y también del uso de la «amenaza nuclear» que vemos agitar en el escenario europeo. En este, el uso de la información con fines bélicos está alcanzando su punto máximo, tanto en la preparación de los conflictos y agresiones, como en la continuación de su aceptación y posterior narración.

Hoy, la narrativa antirrusa es absolutamente hegemónica en los medios occidentales. No así, según el resultado de las encuestas, es el consentimiento a la guerra contra Rusia, rechazado por la mayoría de las poblaciones. Es cierto, sin embargo, que en la crisis de las democracias burguesas, como máximo el pueblo vota -y lo hace en un porcentaje cada vez menor-, pero no decide. Y también es cierto que las masas que se congregaron en las calles contra la agresión a Irak en 2003, permanecieron ausentes frente a las agresiones imperialistas posteriores, tanto directa como indirectamente, como hemos visto contra la revolución bolivariana.

Esas masas ya estaban imbuidas de «pacifismo» y «neutralidad», privadas de la posibilidad de identificar la existencia del enemigo y de oponerse a él. Hoy, esa inercia ha trabajado aún más profundamente, determinando la impotencia o la complicidad con la OTAN por parte de la izquierda en el campo occidental.

¿Para qué sirven las guerras imperialistas? Para redefinir los límites de la dominación, tanto a nivel geopolítico como simbólico, elevando los umbrales de aceptación y tolerancia de esa parte del mundo, en los países «centrales», que hay que preservar en lo posible del costo en términos de vidas humanas. De lo contrario, surgen protestas.

Esto sucedió en el siglo pasado, con el desarrollo de movilizaciones extraordinarias, por ejemplo contra la invasión de Vietnam. Pero, desde entonces, el imperialismo yanqui ha aprendido la lección. La aprendió también en los años de Irak. Prefiere las guerras hecha por otros, los ejércitos «profesionales» o el uso de contratistas, cuyas empresas han crecido estratosféricamente en facturación precisamente durante la invasión de Irak. Tropas estadounidenses no han hecho invasiones terrestres desde la derrota en Vietnam.

Esto gracias a el alto nivel tecnológico alcanzado por el armamento bélico, que permite masacrar a poblaciones enteras manteniendo la distancia de seguridad, utilizando drones o «bombas inteligentes», y que otorga, de lejo, a la guerra un carácter de video-juegos.

Un efecto experimentado con la primera Guerra del Golfo, en 1991, cuando en la pantalla del espectador occidental, la muerte se transfiguraba en unos puntos luminosos que provocaban explosiones lejanas. La primera Guerra del Golfo difundió la idea errónea de que el éxito se debía al poder aéreo y que la supremacía tecnológica aseguraba una victoria rápida y cero bajas, incluso cambiando la naturaleza de la guerra, robótica y «post-heroica».

Entonces como ahora, la complicidad de los medios internacionales sigue acompañando los nuevos ataques. Las mentiras que condujeron a la agresión contra Irak encontraron un clima de histeria patriótica y unanimidad mediática. Cualquiera que criticara la guerra era considerado un traidor a la patria. Según diversas encuestas, el 75% de los expertos invitados por los medios y periodistas de cualquier tendencia apoyaron la línea de la administración Bush, alimentando la confusión sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las inexistentes responsabilidades del presidente iraquí Saddam Hussein. Tanto es así que, en 2004, durante la campaña presidencial, más de dos tercios de los votantes pensaban que Saddam había tenido un papel en esos ataques.

Con los atentados del 11 de septiembre de 2001, el islamismo radical decidió llevar la guerra al hogar de los Estados Unidos: rebelándose contra quienes lo habían creado y financiado para combatir el llamado «peligro rojo». No olvidamos que Bin Laden, el organizador de los atentados, fue entrenado por la CIA. Aprendió cómo mover dinero a través de sociedades fantasmas y paraísos fiscales; a preparar explosivos; a utilizar códigos cifrados para comunicarse; y a ocultarse.

Por esa época, los Estados Unidos respaldaban incondicionalmente a los grupos afghanos, debido a su participación en la guerra contra la URSS. Entre 1979 y 1989, entregaron cerca de tres mil millones de dólares a los “combatientes” afghanos, favoreciendo a Bin Laden.

Después de la retirada soviética, en 1989, Bin Laden regresó a su país como un héroe. A pesar de su progresivo alejamiento del gobierno saudí y sus aliados occidentales, aún en 1993 la prensa británica lo describía como “un guerrero antisoviético que pone a su ejército en el camino hacia la paz”.

En las semanas que siguieron a los atentados del 11 de septiembre, Bush alcanzó los índices de aprobación más altos jamás registrados por un presidente e stadounidense (91%, según la encuestadora Gallup).

Sin embargo, su gestión de la guerra de Irak -especialmente la muerte de más de 4.400 soldados estadounidenses, de acuerdo con las cifras del Departamento de Defensa de EE.UU.- hizo que Bush terminara su mandato en 2009 como el inquilino de la Casa Blanca menos popular desde que existen encuestas.

En 2003, George W. Bush se convirtió en el segundo presidente estadounidense en lanzar una guerra contra Irak, siguiendo los pasos de su propio padre, George Bush, quien ocupó la Casa Blanca entre 1989 y 1993.

Ya después del inicio de la invasión y ocupación de Afghanistán, Bush hijo situó a Irak como “eje del mal”. Además acusó al gobierno de Sadam Husein de tener armas de destrucción masiva, y de tener vínculos con Al Qaeda. Poco más de un año después de los atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono, el sigue construyendo su relato bélico. El 28 de enero 2003, afirma haber recibido información del gobierno británico según la cual “Saddam Hussein ha intentado adquirir uranio de África”. Se trata del llamado Nigergate: un supuesto contrato entre Irak y Níger para la compra de 500 toneladas de uranio empobrecido, en violación del embargo.

Para EE. UU., es una prueba de que Bagdad está intentando construir una bomba nuclear. Un documento que en los años siguientes resulta ser falso, pero, el 5 de febrero, Colin Powell, secretario de Estado de EE. UU., mostró viales al Consejo de Seguridad, afirmando que eran armas de destrucción masiva iraquíes y citando fuentes anónimas como testigos presenciales (luego identificados y en gran parte desmentido).

El 15 de febrero, el movimiento pacifista, «la segunda potencia mundial» como lo definirá el New York Times, se despliega en las ciudades más grandes del mundo con más de 110 millones de personas en las calles para evitar la invasión de Irak. Un movimiento que tendrá efectos: algunos gobiernos, empezando por Francia y Alemania, se niegarán a unirse a la llamada «coalición de los dispuestos» querida por George W. Bush.

Nacerá una coaliciónde 48 países, incluidos el Reino Unido, Italia, España, Turquía, Australia, Corea del Sur, Japón, Portugal, Ucrania, pero compuesta en su mayoría por pequeños países que no enviarán tropas, y que serán monopolizados por las fuerzas estadounidenses, el 87% del contingente que invadirá y ocupará Irak. Y el 20 de marzo comienza la Operación Libertad Iraquí. En sólo un mes, las fuerzas estadounidenses y británicas ocupan todo el país y provocan la muerte de 100.000 iraquíes. Habrá un millón a finales de la década, por bombardeos y causas indirectas. El 1° de mayo, desde el portaaviones Lincoln, Bush dirá: «Misión cumplida», proclamando el fin de las hostilidades. Una farsa.

El 22 de mayo, el Consejo de Seguridad de la ONU  reconoció a Estados Unidos y Gran Bretaña como «fuerzas de ocupación» e las invitó a transferir poderes a un autogobierno iraquí. El 13 de diciembre, Saddam Hussein fue capturado en Tikrit, su ciudad natal. Era el as de picas de la famosa baraja de póquer «Los iraquíes más buscados» (52, uno por cada líder iraquí buscado) creada por el ejército estadounidense.

En abril de 2004, Cbs News, diario estadounidense, publicó las fotografías que documentaban los abusos y torturas cometidos por militares estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib.

El 22 de octubre de 2010, la página WikiLeak, directa por Julian Assange, publicó los documentos del Departamento de Defensa Usa sobre los abusos, los verdaderos intereses y las victimas civiles en la guerra de Irak, entre el 1 de enero de 2004 y el 31 de diciembre de 2009. Las mismas revelaciones se encontraron en los “Diarios de la Guerra Afghana”, difundido anteriormente, y que abarcan el mismo período.

En el 2007, el libro de memorias de Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal, admitió que el verdadero motivo para invadir Irak era controlar las reservas de petróleo y evitar que la Unión Europea o potencias emergentes, como China e India, se acercaran a esas gigantescas reservas. Hoy, a pesar de la retirada de las tropas, EE.UU. sigue manteniendo el control sobre los ingresos petroleros iraquíes que van a una cuenta abierta a nombre del CBI en la sucursal neoyorquina de la Reserva Federal.

Como en el momento de la guerra en Kosovo, la agresión contra Irak mostró los límites de las normas internacionales diseñadas para “proteger la paz y la seguridad mundiales” después de la caída de la URSS. El conflicto en Ucrania, uno de los países que apoyó la agresión contra Irak, lo está evidenciando.

Por otra parte, queda demostrada la arrogancia de Estados Unidos. Para elevar el umbral de la ilegalidad impuesta, basta la política de los hechos consumados. Dos figuras perseguidas, el periodista de WikiLeaks, Julian Assange y el diplomático venezolano, Alex Saab, lo indican con claridad: el primero está muriendo en prisión, a la espera de ser extraditado a Estados Unidos, por haber denunciado los crímenes en Irak y Afganistán.

El segundo fue deportado a EE.UU., donde está gravemente enfermo, en desafío a la Convención de Viena: por haber intentado importar alimentos y medicinas a una Venezuela asediada por “sanciones”. Es decir, por medidas coercitivas unilaterales e ilegales contra los pueblos, como antesala de nuevas agresiones, y como arma para imponer esa estrategia de «caos controlado» que ha asolado los Balcanes, Afganistán, Irak, Libia…

Y que, dada la escalada de provocaciones a China con respecto a Taiwán, podría extender aún más lo que, por ahora, es una «tercera guerra mundial fragmentaria».

Geraldina Colotti

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