Tras la reciente decisión de Donald Trump de imponer sanciones económico-financieras a Venezuela si el gobierno constitucional de Nicolás Maduro lleva a cabo la elección de constituyentes del domingo 30 de julio, Estados Unidos ha asumido de manera pública su responsabilidad directa en la ofensiva para derrocarlo.
Washington se ha quitado la careta. Y en el marco de una guerra de espectro completo diseñada por el Pentágono para conseguir un “cambio de régimen” en Venezuela, la llamada Hora 0 parece indicar que en los próximos días las acciones militares encubiertas podrían dar un salto en calidad. O al menos esa es la apuesta del sector militarista que controla el verdadero poder en las sombras en la Casa Blanca.
En ese contexto, no pueden pasar desapercibidas las revelaciones del director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), Mike Pompeo, en el sentido de que “trabaja” junto con Colombia y México para derrocar a Maduro.
El 20 de julio, durante un foro sobre seguridad en el Instituto Aspen de Colorado, Estados Unidos, con la tradicional retórica imperial Pompeo aseguró que en sendos viajes a Bogotá y Ciudad de México a comienzos de este mes, les hizo “entender” a los gobernantes de turno de ambos países “qué cosas podrían hacer” para ayudar a Estados Unidos a quitar a Maduro.
Desde la época de la administración Bush Jr. y su “cruzada” contra el terrorismo post11/S, los regímenes derechistas de Colombia y México han sido los principales aliados regionales de la diplomacia de guerra de Washington.
Cultores de la política de “Seguridad Democrática” que ha ensangrentado a ambos países en el marco de sendas guerras irregulares o no convencionales de factura estadunidense, sus gobernantes, incluidos los actuales presidentes Juan Manuel Santos y Enrique Peña Nieto, han jugado el papel de comparsas en la aplicación de las directrices emanadas de los círculos de poder en Washington.
Incluso antes, tras el lanzamiento del Plan Colombia por la administración Clinton en 1999/2000, el país sudamericano se convirtió en el portaviones terrestre del Comando Sur para la guerra encubierta de los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca contra la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
Por su posición geopolítica y su red de radares y bases militares, y en su condición de país vecino con una larga frontera común −sobre todo con el estado venezolano de Táchira−, Colombia opera hoy como una base de operaciones de la ultraderecha neofascista que se ha apoderado de la conducción de la Mesa de Unidad Democrática (MUD), según el plan diseñado por el Pentágono para derrocar a Maduro.
Pero además, con el consentimiento del presidente Santos, grupos paramilitares locales −que fueron un factor clave en la estrategia de contrainsurgencia y en la formación de un Estado terrorista de nuevo tipo durante los regímenes de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe− brindan hoy en territorio colombiano entrenamiento y asesoría a opositores venezolanos en prácticas avanzadas de la guerra irregular o híbrida.
Ello explica el empleo de acciones armadas y prácticas incendiarias kukuklaneras de corte terrorista/paramilitar, en la ofensiva caótica desestabilizadora de estos “aprendices tropicales de Isis”, como les llama Luis Hernández, que lleva más de 100 días de duración en varias ciudades de Venezuela, con la irrupción de una forma de violencia cualitativamente diferente a la utilizada en las protestas de 2014 en Caracas, durante las denominadas guarimbas.
Precisamente en Táchira y su capital San Cristóbal se han venido registrando una serie de disturbios, sabotajes, ataques y hechos violentos, ejecutados por células con formación paramilitar o propia de una guerrilla urbana. Tales acciones sin precedente llevaron al ministro venezolano de Defensa, Vladimir Padrino López, a afirmar que “la idea es convertir a Venezuela en otra Siria y a Táchira en un Alepo”.
En ese marco, y pese al apoyo brindado por los presidentes Chávez y Maduro al proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) −que con mediación de Fidel y Raúl Castro se desarrollaron en La Habana, Cuba y culminaron con el desarme de la insurgencia−, el Premio Nobel Juan Manuel Santos se ha convertido en un facilitador de las campañas de propaganda de la ultraderecha venezolana violenta contra el proceso bolivariano y el gobierno legítimo del presidente Maduro.
Asimismo, en una clara actitud intervencionista −que sigue el guión de la Operación Venezuela Freedom-2 diseñada por el Pentágono−, Santos ha manifestado su disposición para que Colombia juegue un papel clave en eventuales planes de “asistencia humanitaria”, que podrían derivarse de una acentuación, en los próximos días, de la actual política de “cerco y asfixia” contra Venezuela instrumentada por la CIA y el jefe del Comando Sur, almirante Kurt Tidd.
Fue como parte de ese mismo esquema injerencista bajo una falsa cobertura “humanitaria” (el mismo que aplicaron Washington y sus aliados de la OTAN en la ex Yugoslavia, Libia, Siria y Ucrania), que a finales de marzo pasado visitó Bogotá el gobernador del estado Miranda, Henrique Capriles, y pidió a los colombianos “ayuda” para su país, en forma de envíos de alimentos, medicinas y productos básicos. No hacía más que reforzar la matriz de la “hambruna”, para justificar la intervención militar del Pentágono en su propio país.
Capriles, quien al igual que la dirigencia neofascista de la MUD cuenta con el total apoyo de Juan Manuel Santos, es asesorado políticamente por el colombiano Germán Medina, experto en la aplicación de estrategias de publicidad, marketing y propaganda negra, uno de los elementos esenciales de la guerra psicológica practicada de manera encubierta por el Ejército estadunidense en Venezuela.
Medina, principal accionista de la firma “Medina y Asociados” que ha colaborado con políticos como Álvaro Uribe, Noemí Sanín, Ernesto Samper, César Gaviria y Óscar Iván Zuluaga, ya había brindado asesoría a Capriles durante la campaña presidencial de 2013, cuando el candidato de la MUD fue derrotado por Nicolás Maduro.
A su vez, y como parte de la guerra política y de intoxicación mediática contra Venezuela, la reciente participación de Andrés Pastrana en el simulacro diversionista de la MUD del domingo 16 de julio −junto con los ex presidentes de México (Vicente Fox), Bolivia (Jorge Quiroga) y Costa Rica (Laura Chinchilla y Miguel Ángel Rodríguez), todos prontuariados en sus países por corruptos− formó parte de las acciones del Pentágono en el área internacional, con la OEA como mascarón de proa, preparatorias de la llamada Hora 0 que augura una nueva oleada de violencia caótica los próximos días.
No hay duda que como antes Pastrana y Uribe, el presidente Juan Manuel Santos parece decidido a jugar un papel de peón al servicio de Washington. En la coyuntura busca asegurar su futuro, plegándose sin vacilar a los planes intervencionistas de la administración Trump en Venezuela.
La tradición se impone. Y todo indica que Santos mantendrá vigente la doctrina diplomática colombiana inaugurada por el presidente Marco Fidel Suárez en 1920, aquella que convirtió a Colombia en un país “objeto” al servicio de las posiciones hegemónicas de Estados Unidos en su “patio trasero”. Una diplomacia dependiente del panamericanismo de Washington, anclada en lo que simbólicamente se denominó como Réspice Polumn −mirar hacia la “Estrella Polar”−, que para la elite oligárquica colombiana ha sido siempre Estados Unidos.
Como antes Pastrana y Uribe, Juan Manuel Santos parece haber optado por un camino sin retorno, ése en el que refrendará su condición de vasallo del poder imperial.
Carlos Fazio
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