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La metamorfosis del comunismo en China
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Global Research, diciembre 02, 2022

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Este texto forma parte del libro  Centenario del Partido Comunista Chino. Ensayos en honor a Romer Cornejo (Colegio de México, 2022), a modo de contribución personal al merecido homenaje al profesor Romer Cornejo, excelente académico y gran persona, uno de los imprescindibles en la sinología iberoamericana a la que ha entregado buena parte de su tiempo con una vocación, excelencia y compromiso que nos sirve a todos como modelo a imitar.

Introducción

A las puertas de la celebración de su primer centenario, el Partido Comunista de China (PCCh) nos ofrece una trayectoria verdaderamente digna de análisis y estudio. Fundado en 1921, acumula a sus espaldas más de 70 años en el ejercicio del poder en un país de magnitudes, en muchos sentidos, nada fáciles de gestionar. A pesar de haber sufrido crisis importantes y también de ser responsable de innegables desastres, siempre ha salido airoso de las más duras pruebas como si para ello tuviera a su disposición un más que oportuno antídoto. Para algunos, esa capacidad de superación de las dificultades pudiera radicar en su resiliencia, su disposición a adaptarse y a evolucionar con los tiempos aunque sin perder de vista sus referentes esenciales. Para otros, es fruto de un pragmatismo que todo lo sacrifica en aras de preservar su mayor vocación, mantenerse en el poder a toda costa y cueste lo que cueste, incluso al precio de desnaturalizar su propia identidad. Lo cierto es que la propia pervivencia del PCCh y sus mutaciones constituye un interesante tema de reflexión y los matices pueden llegar a ser de tal relevancia como los argumentos principales, ya nos refiramos al trazo grueso o al trazo fino.

Constantes y conflictos

Hay en la trayectoria del PCCh algunas constantes que a nadie escapan. Distinguiría, en primer lugar, la redención de la nación. El componente nacionalista es perfectamente reconocible como nervio estructural de la identidad del PCCh. En esencia, surge como expresión del antiimperialismo (también del antifeudalismo) y como alternativa orgánica para que China pueda alcanzar una vía de superación de la inexorable decadencia que la asoló a partir de mediados del siglo XIX. Esa identidad patriótica del PCCh, ab initio de definición programática internacionalista y proletaria, se traduce en la legítima aspiración a recuperar la significación de China en el concierto internacional y su reconocimiento como “país grande”, habilitándole, en consecuencia, espacios de relevancia y responsabilidad acordes con su estatus.

En segundo lugar, la búsqueda del desarrollo y del bienestar. Desde su fundación, el PCCh es plenamente consciente de la inmensa situación de atraso de su país con respecto a las naciones más avanzadas del mundo. La superación de la pobreza y el logro de un bienestar elemental, lo que se conoce en el argot oriental como “sociedad modestamente acomodada”, forman parte de su vademécum de origen que se inscribe en una orientación fundacional de signo socialista.

En tercer lugar, la insistencia en establecer un camino propio para alcanzar sus objetivos. Cierto es que la Internacional Comunista apoyó los primeros pasos del PCCh tras su fundación, influyendo de forma significativa en la conformación de su liderazgo y en sus decisiones políticas. No obstante, lo cierto es que desde el primer momento hubo otros enfoques y resistencias internas, en gran medida capitalizadas por Mao Zedong que a la postre, en la reunión de Zunyi (1935), acabó por imponer un liderazgo indispuesto para aceptar sin más las consignas elaboradas en el exterior y que el PCCh, como destacamento nacional del movimiento comunista internacional, debía aplicar casi sin rechistar (1). La búsqueda de una vía original para desarrollar el país, construir el socialismo y llegar al comunismo ha influido de forma sustancial en la cristalización de diversas iniciativas políticas en el curso de la historia del PCCh.

Por otra parte, en las diferentes etapas históricas del PCCh, han surgido motivos de conflicto que claramente han partido aguas entre unos y otros sectores o líneas. Por su trascendencia política y práctica, significaré cuatro elementos. En primer lugar, la importancia de la lucha de clases o, dicho de otra forma, el sempiterno debate sobre la cuestión de la primacía de la ideología o de la economía como eslabón principal para alentar el desarrollo del país y construir un país socialista. Todo el periodo maoísta ha estado condicionado por los altibajos de esa contienda interna. Las sucesivas campañas ideológicas y convulsiones interiores en los primeros lustros que siguieron a la fundación de la República Popular China han tenido por guía esencial y eje irrenunciable la creencia dominante de que el impulso de la lucha de clases facilitaría el aislamiento de los enemigos de la revolución y, por lo tanto, su desarrollo impetuoso y acelerado. La exacerbación de la lucha de clases, confundiendo a amigos y aliados con enemigos, tuvo importantes costes para el PCCh y el país, y en buena medida explica la naturaleza antitética del denguismo cuando expresamente sitúa la construcción económica por encima de la ideología aun sin renunciar, ni mucho menos, a ella.

Un segundo elemento tiene que ver con la construcción del Partido y especialmente con el estilo de dirección y liderazgo. Es sabido que el desarrollo del maoísmo se construyó históricamente en torno a un creciente culto a la personalidad de quien simbolizó la revolución china. El Gran Timonel, que condujo a la victoria a las huestes revolucionarias, con el paso de los lustros, fue cercenando la influencia de rivales e imponiendo, con el apoyo de aduladores, un poder personal que dañó severamente la institucionalidad orgánica del PCCh y sus principios de funcionamiento. La reacción a tal proceder que, tras su muerte, supuso el denguismo puso el énfasis en la recuperación de la normalidad, en la rehabilitación de los injustamente condenados, la institucionalización de un liderazgo colectivo, la disposición de reglas formales e informales para afrontar desde las jubilaciones a los procesos de sucesión y, en suma, el fortalecimiento de una vida partidaria seriamente aquejada por los vaivenes experimentados en el periodo precedente.

Una tercera cuestión a considerar es la defensa y minimización del igualitarismo en lo social. Inseparable de la preeminencia ideológica en la vertebración del socialismo chino, la defensa del igualitarismo es una de las características del maoísmo, expresada tanto en la plasmación de alternativas como las comunas populares como en el temor obsesivo a promover procesos de enriquecimiento que pudieran derivar en la conformación de grupos sociales hostiles a la revolución. Por el contrario, el denguismo admitió sin ambages que en la etapa primaria de la construcción del socialismo se debía admitir que unos se enriquecieran antes que otros (al igual que unas regiones antes que otras), y fomentó la iniciativa individual y de abajo a arriba, sin perjuicio del arbitrio de mecanismos compensatorios y de solidaridad que contribuyeran a la prosperidad común (2). El denguismo desterró el igualitarismo tanto como su praxis exacerbó a la postre las desigualdades. “Al abrir la ventana, además del aire puro, también entran las moscas”, decía Deng Xiaoping; no obstante, no llegó a calibrar la magnitud de los “efectos indeseados” que tanto escandalizarían como resultado de la aplicación de la fórmula “primero eficacia, después justicia”.

Una última cuestión que pesó en el desarrollo histórico del PCCh es la relación con el “partido padre”. La ruptura del cordón umbilical es una cuestión que se resuelve en dos tiempos y que, como bien es sabido, pesó como una losa en el movimiento comunista internacional, especialmente en los años setenta del pasado siglo. Como ya se dijo, el PCCh contó con el auxilio soviético en los primeros años de su existencia. El apoyo de la Internacional Comunista se tradujo en una influencia sustantiva en el rumbo político del Partido, ya hablemos de las relaciones y la colaboración con el nacionalista Kuomintang o las propias tácticas revolucionarias, en especial la significación del mundo rural y urbano en la gestación de la revolución. El liderazgo de Wang Ming personificó esa divergencia entre los adeptos a las tesis soviéticas frente a quienes insistían en partir de la propia realidad para hallar la vía adecuada y adaptada a las condiciones locales (3). En la decisiva reunión de Zunyi, en plena Larga Marcha tras la derrota de la República Soviética de Jiangxi, Mao logró aunar una voluntad mayoritaria en torno a su criterio. El vocablo “soviético” desapareció a partir de entonces de las proclamas revolucionarias que daban cuenta de los avances del PCCh. No obstante, a pesar de un breve paréntesis de esperanza, esos desencuentros entre el PCCh y el PCUS lastrarían su relación tras el triunfo de la revolución, manifiestos tras el XX Congreso del PCUS o a la vista de las exigencias militares de Nikita Jruschev a Mao. Y subsistirían incluso tras la última pendencia, con la pugna ideológica y por la influencia política en las luchas revolucionarias de muchos países del Tercer Mundo en varios continentes. Esta cuestión de la ruptura del cordón umbilical es de gran importancia en la trayectoria del PCCh por cuanto incide en la determinación para explorar una senda propia (y subsiguientemente, de mayor acierto que la seguida por el “social-imperialismo” soviético) pero igualmente para rechazar cualquier forma de hegemonismo que tanto afectaría a la dimensión partidaria como estatal.

Intersecciones amplias

Pese a los motivos de conflicto que establecieron bifurcaciones claras en la plasmación de la línea política del PCCh, es constatable también la existencia de una intersección amplia en el conjunto del sistema partidario a partir de la defensa de una serie relevante de posiciones comunes. Hasta ocho podríamos destacar.

En primer lugar, la defensa del papel preeminente del PCCh. Erigido en clave estructural del sistema político, el PCCh cataliza y moviliza los principales recursos del país. Es garante de la unidad y de la estabilidad. Como partido de gobierno, su presencia y nivel de ocupación social no admite parangón. Formado por una elite integrada por cuadros bien preparados, en la práctica su burocracia se conforma como un neomandarinato cuya promoción es deudora de la vieja meritocracia adobada ahora con los juegos de influencia que sustancian los diferentes clanes con proyección en el liderazgo.

El PCCh ha sobrevivido a importantes crisis, tanto internas (desde el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural a los sucesos de Tiananmen en 1989, por ejemplo) como internacionales (el desmoronamiento de la URSS y del socialismo real). Las claves de esa supervivencia son inseparables del propio éxito general del proceso auspiciado a partir de 1978 pero también desde 1949 a pesar de sus altibajos. Cualquier reforma política en China tiene como premisa básica su contribución al fortalecimiento del PCCh.

En segundo lugar, en lo ideológico, el rechazo del liberalismo político. La diatriba contra la liberalización burguesa es compartida tanto por el maoísmo como por el denguismo y también por el xiísmo actual, los tres grandes estadios que conforman el devenir histórico del PCCh en este aspecto (4). Quienes imaginaban que el denguismo, por apostar por una cierta liberalización económica, acabaría por ceder ante la influencia liberal occidental pasaron por alto la defensa numantina de los cuatro principios fundamentales (el camino socialista, la dictadura democrática popular, la dirección del Partido Comunista de China y el marxismo-leninismo y el pensamiento de Mao Zedong) en los que él insistió como complemento de las cuatro modernizaciones (industria, agricultura, defensa y ciencia y tecnología).

En tercer lugar, la defensa del sistema estatal. Desde su proclamación en 1949, en la estructura institucional de la República Popular China no ha habido cambios relevantes a pesar de las grandes convulsiones y acusados bandazos que ha experimentado la política del país. Tanto el sistema de asambleas populares como el mecanismo de conferencia consultiva política con los “ocho partidos democráticos” y personalidades independientes, se ha mantenido indemne y con apenas matices que en ocasiones puntuales intentaban ir más allá de su función legitimadora sin al cabo conseguirlo.

En cuarto lugar, la significación del Ejército Popular de Liberación (EPL) como continuación del que fuera brazo armado del PCCh, instando como mucho una profesionalización que no implique su “nacionalización”. El Partido manda al fusil, decía Mao. El EPL sigue respondiendo a la matriz de su instancia fundadora, el PCCh, el único partido con proyección militante en sus filas, erigiéndose como un segmento de la estructura institucional estrechamente ligado y al servicio de las políticas del PCCh (una de las modificaciones más recientes en este aspecto afecta a la subordinación de la Policía Armada Popular, que ahora depende también del Comité Central del PCCh y no del Consejo de Estado).

En lo económico, en quinto lugar, la defensa de la propiedad pública como vector esencial de un modelo de construcción económica que si bien ha cosechado divergencias en relación a categorías como el mercado o la propiedad privada, incluso en cuanto a la significación de lo que es o no es propiedad pública o el sentido último de la propiedad social, tan determinante en los años noventa, siempre ha encontrado en la defensa de la propiedad pública como determinante una coincidencia neurálgica. La propiedad pública se configura así como un auténtico brazo económico del PCCh que a través de sus mecanismos organizativos internos, células de militantes y grupos dirigentes interfiere en los más variados asuntos asegurándose su control y orientación (5).

En sexto lugar, la importancia otorgada al mundo rural. La realidad rural ha sido siempre un componente definitorio de China y clave de su estabilidad. No es extraño, por tanto, que año tras año, el llamado Documento nº 1 del PCCh se centre en una temática relacionada con el mundo rural. La población campesina ha sido el soporte (y otras veces la víctima) de la revolución. Sin la contribución de los campesinos, el maoísmo no habría existido. Y el impulso del denguismo irrumpió a finales de los setenta con las reformas en el campo, con el sistema de responsabilidad por contrato con base en la familia, que después se ampliarían al medio urbano y a todos los ámbitos.

Recuérdese que Mao, que basó la implantación y expansión del PCCh en el establecimiento de una alianza sólida con los campesinos pobres, trazando las bases de una alternativa original, diferente a la soviética, al problema de la tierra que en China fue repartida pero no privatizada sino cedida en usufructo a las familias. Con ese modelo logró asegurar la pequeña producción familiar sin por ello transformar la tierra en una mercancía y reforzar la soberanía alimentaria del país (6). Desde 2011, la población campesina es inferior a la población urbana por primera vez en la historia china. Aunque el proceso de urbanización en curso reduzca su significación numérica, el medio rural seguirá erigiéndose como un referente cualitativo sustancial, manteniendo una importancia muy superior a la existente en las economías desarrolladas de Occidente.

En séptimo lugar, la concepción de las nacionalidades minoritarias tampoco ha experimentado significativas variaciones. China adoptó parcialmente el modelo soviético, instituyendo el reconocimiento de la autonomía (no la autodeterminación) de las nacionalidades y un elenco de medidas de discriminación positiva en forma de derechos y privilegios con respecto a la mayoría Han. A lo largo de las últimas décadas, gran parte de las 55 nacionalidades minoritarias han sido sinizadas, pero subsisten problemas graves con algunas como la tibetana o los uigures, principalmente. La política principal en este aspecto está revestida de un amplio consenso en torno al fomento del desarrollo y la eliminación de la pobreza, siguiendo un patrón similar al aplicado en las zonas Han, confiando en que esta evolución ayude a mitigar los problemas de naturaleza identitaria. No siempre ocurre así.

Por último, la cuestión de Taiwán y la defensa de la reunificación. Tras la retrocesión de Hong Kong y la devolución de Macao, sigue pendiente de solución el problema de Taiwán. Tras los primeros años de tensiones armadas en el Estrecho, la política del PCCh, especialmente tras la normalización de relaciones con EEUU durante el maoísmo, la apuesta por la vía pacífica se vio reforzada durante el denguismo. El PCCh nunca renunciará a Taiwán, un asunto que va más allá de la contienda entre el PCCh y el KMT, o entre la República Popular China y la República de China. Se trata de cerrar viejas heridas y de restaurar la dignidad del país, de superar las huellas de un tiempo de debilidad que cercenó amplias franjas de su territorio. Beijing cedió Taiwán a Japón por el Tratado de Shimonoseki, que puso fin a la primera guerra sino-japonesa. Desde entonces, salvo en el breve periodo entre 1945 y 1949 a instancias del KMT, su control efectivo de la isla fue inexistente.  El paso del tiempo, lejos de eclipsar su importancia, la agranda, incidiendo en los peligros de estallido de un conflicto de grandes proporciones en caso de no hallarse una solución pacífica.

Expresiones de evolución

La metamorfosis del PCCh se pone de manifiesto en la evolución experimentada en determinadas concepciones que afectan a elementos esenciales de la acción política y en otros ámbitos. A menudo se le acusa de dogmatismo, de incapacidad para evolucionar, etc., pero esto no es del todo cierto.

Es el caso significativo, por ejemplo, de la apreciación de la cultura nacional. Los movimientos occidentalizadores de finales del siglo XIX señalaron a la cultura como uno de los factores explicativos de la decadencia patria. El movimiento comunista chino tanto abrazaba el marxismo o el leninismo como renegaba de los movimientos de inspiración civilizatoria propia. Durante el maoísmo, las campañas contra el confucianismo y las creencias y filosofías autóctonas fueron constantes, considerándolas como expresión de la vieja sociedad y que por tanto debían ser desterradas. Por el contrario, en el denguismo tardío, especialmente en el mandato de Hu Jintao, la reconciliación con la cultura tradicional fue una de las características más destacables, al igual que cierto resurgir religioso, con una mayor tolerancia a propósito de cultos cercanos como el taoísmo o el budismo.

Las campañas contra Confucio fueron habituales en el maoísmo pero téngase en cuenta que también la de “Abajo con Confucio y sus hijos” fue una de las consignas más populares durante el Movimiento del 4 de Mayo. Hoy, sin embargo, los institutos Confucio son la punta de lanza del poder blando de China en todo el mundo.

Ello es expresión de una evolución ideológica singular en la que cada generación es conminada a realizar aportaciones capaces de enriquecer el acervo común. La contraposición típica e intransigente de los primeros tiempos se fue alterando, abriendo camino a una configuración ideológica ecléctica en la que podemos encontrarnos no solo con el marxismo-leninismo, el pensamiento Mao Zedong, el socialismo con peculiaridades chinas, la triple representatividad o la concepción científica del desarrollo sino con el confucianismo o incluso, con mayor fuerza, en el xiísmo, atisbos de neolegismo. La reconciliación con el pensamiento y la cultura tradicional aporta al PCCh un segundo blindaje frente a la influencia del liberalismo occidental, acentuando la raíz singular de su proyecto nacional. El confucianismo aporta una columna vertebral adicional de inspiración moral que favorece el desarrollo de la ética y la responsabilidad personal conforme a cánones locales.

En el orden político, también deben significarse algunas evoluciones. En primer lugar, frente a la fusión Partido/Estado del maoísmo, en el nuevo tiempo abierto con la reforma y apertura, el debate sobre la separación entre ambos fue una constante. Planteada con decisión durante el breve mandato de Zhao Ziyang, y formalmente en agenda en los lustros posteriores, los experimentos en tal sentido han sido cautelosos y limitados. Hoy día, en el xiísmo, dicho debate ha sido sustituido por la repartidirización del Estado, es decir, el proceso inverso, circunstancia que cabe asociar con lo delicado del tramo final que acerca a China a la culminación de su modernización.

Igualmente, cabe referirse al debate en torno a la democracia (7). El maoísmo lo resolvió reiterando el compromiso con la democracia popular y la dictadura del proletariado sobre las clases rivales. En el denguismo podemos apreciar varias etapas: desde la ignorancia inicial en virtud de la existencia de otras prioridades aunque relajando en la práctica procesos de signo descentralizador y democratizador, al temor de su instrumentalización para debilitar el poder del PCCh y la convicción final de que era necesario alargar la base democrática del PCCh, si bien con tiento. En tal sentido, pueden destacarse el vigor de los experimentos de democracia directa en el campo durante el mandato de Jiang Zemin o de utilización del propio Partido como base de una exploración democrática durante el mandato de Hu Jintao, quien además dio alas a prospecciones reforzadoras de esta orientación con la conceptualización de la democracia incremental, deliberativa o consultiva.

Dichas evoluciones no trastocaron una percepción inicial que goza de un importante consenso: en China se aprecia especialmente el valor de la democracia en el ámbito local; no obstante, en una sociedad de sus dimensiones, cuanto más se evoluciona hacia arriba en la pirámide político-administrativa, más importancia se le otorga al mérito y otras claves como expresión de la competencia y la mejor elección.

En el xiísmo, este debate parece haber retrocedido (8). La proliferación de nociones de “discusiones indebidas” o de tabús temáticos así como la insistencia en la lealtad y la exaltación de la jerarquía envejecieron de repente la preocupación expresada durante el denguismo por dar pie a procesos de una mayor democratización excluyendo una adaptación mecánica de los modelos democráticos occidentales. No obstante, la democratización de la gestión política y social del país es una preocupación permanente. La apuesta del xiísmo consiste en una puesta al día de la fórmula maoísta de la “línea de masas” (descender hacia las masas, aprender de sus luchas y subir de nuevo a las cimas del poder). Puede sonar totalmente extemporáneo pero si el PCCh persevera en el necesario vínculo entre el desarrollo económico y el progreso social, debe instrumentar mecanismos adaptados capaces de generar el consenso que reclaman los objetivos estratégicos señalados para el país. El riesgo de obviar este compromiso se traduce en dar pábulo a rígidas posiciones de defensa de los privilegios partidarios, conformando una organización política esclerotizada y transformada en una institución centrada en el reclutamiento de los responsables de la gestión pública y debilitando por tanto su capacidad de innovación y cambio. Todo lo contrario de lo que se desea.

Esta observación podríamos extenderla a la cuestión de los derechos humanos. Durante el maoísmo, contraponiendo los derechos civiles y políticos a los económicos y sociales, el PCCh denunciaba su utilización en la lucha ideológica como instrumento de confrontación entre los países capitalistas y los de obediencia socialista. En el denguismo, aun manteniendo cierta continuidad discursiva se evitó confrontar directamente, una actitud que facilitaba el desarrollo de la inversión extranjera en el país, señalando la importancia de dar tiempo a que primero se efectivizaran los derechos económicos y sociales para abordar después el reconocimiento de los derechos individuales, tanto civiles como políticos. En el denguismo tardío, a esto se dio una vuelta de tuerca sumándose el PCCh al discurso que niega la validez universal de los derechos humanos que Occidente proclama con voluntad mesiánica, ahondando en la excepcionalidad de los valores asiáticos que también deberían ser tenidos en cuenta. El elemento civilizatorio, de profunda base en el continente, acudió en auxilio del PCCh para oponer no ya el tiempo sino un concepto intemporal a la insistente demanda de incorporación del mundo occidental. Esto no excluye a medio plazo el reconocimiento efectivo y progresivo de los derechos individuales de la persona abogando por una institucionalización más auténtica y menos ritual. A día de hoy, no figura en la agenda.

El auge de las religiones de perfil local representa otro elemento de contraste. Considerado una vía de escape al desencanto y la frustración que han acompañado las transformaciones chinas de las últimas décadas, su renacimiento es valorado por el PCCh como un activo para reconstruir una moral social y política que reconoce como degradada. La tolerancia religiosa actual, menor con las confesiones de matriz occidental, busca restablecer la confianza de los fieles en el PCCh que controla muy de cerca sus instituciones. En paralelo, la idea predominante en el Partido es que sus militantes deben persistir en el ateísmo, naturalmente.

En este sentido, también importa significar la cuestión de la ley y el derecho. Si durante el maoísmo, la concepción predominante consideraba la ley una limitación inconveniente porque podía atar de pies y manos al Partido, en el denguismo se fomentó una creciente normativización, en buena medida estrechamente relacionada con la apertura al exterior. Los inversores extranjeros reclamaban claridad y certezas que solo un marco normativo mínimo podía ofrecerles a modo de garantía. En este sentido, la legislación de carácter económico primó sobre cualquier otra consideración o magnitud. En la actual fase xiísta, por el contrario, el compromiso neolegista del actual liderazgo, devoto del Estado de derecho y del imperio de la ley, incluso favorable a una relectura del papel de la Constitución situándola en la cúspide efectiva a la que todos los ciudadanos deben remitirse, va mucho más allá. Es probable que en los años venideros asistamos a una mayor explicitación de un rico debate en torno al significado del constitucionalismo chino. Hoy día, frente a quienes invocan un estado de derecho apoyado en la exaltación del magno poder de la Constitución, otros insisten en la especificidad china rechazando un constitucionalismo que sirva de apoyo y argumento a la vertebración de una sociedad civil que aspire a actuar como un contrapoder.

El temor a una occidentalización mimética del pensamiento político es una constante en el PCCh. Una de las lecciones a la que se otorga lugar preferente en el análisis del fracaso de la perestroika tiene que ver con la vacilación en los ideales y convicciones. De ahí la insistencia reiterada en la defensa de los “valores socialistas centrales” o en la recuperación del pensamiento de Marx, definido por Xi como “el mayor pensador de los tiempos modernos”.

El top level design que el PCCh aspira a plasmar en los próximos años, apunta a la construcción de un nuevo marco de legitimidad que responde a la idea de la gobernanza a través de la ley, un concepto que evoca el ideario legista que sirvió de fundamento a la China de Qin Shi Huang, y que representa una evolución significativa de la consideración del papel de la norma en el sistema político. En el xiísmo se contempla el entramado legal como una jaula de regulaciones que debe evitar la arbitrariedad y por tanto debe contemplar una cierta dimensión garantista. En una sociedad aun deudora en muchos aspectos de la vieja concepción resumida en la idea de que “mandan los hombres y no las leyes”, este se aventura un proceso de larga duración (9).

Debe tenerse cuenta, por otra parte, que la apuesta actual que el PCCh realiza a favor de realzar el papel de la ley y el derecho está bien alejada de cualquier intención de aproximación a lo que en Occidente se conoce como Estado de derecho, es decir, la fórmula sistémica que contempla la separación de poderes, el multipartidismo, la alternancia política, la independencia de la justicia, etc. No es en eso en lo que el PCCh piensa sino en innovar a partir de su propio marco sistémico para construir una base reafirmadora que trascienda la propia revolución o el logro del desarrollo y el bienestar que han sido, hasta ahora, las palancas esenciales de su legitimación política.

En cuanto al modelo económico, varios asuntos deben ser planteados. Lógicamente, en primer lugar, la relación entre la planificación y el mercado. Durante mucho tiempo fueron conceptos antitéticos, de forma que cualquier concesión al mercado solo podría calificarse de “derechismo”. El ideal del socialismo era la supresión del mercado y la excelencia omnipotente de la planificación. El gran cambio se produce en el denguismo (10). El socialismo con peculiaridades chinas de Deng Xiaoping plantea una quiebra doctrinal de gran alcance: el recurso al mercado no determina la naturaleza del sistema pues es solo un instrumento de la gestión económica como también lo es la planificación. En consecuencia, puede haber mercado en una sociedad capitalista y también en una socialista (como también en ambas puede haber planificación). Un aserto tan simple abrió las puertas a una revolución en sí misma, al posibilitar que el mercado fuera ganando importancia en la política económica, en coexistencia con una planificación que ni mucho menos se abandonaba. Se trata, por tanto, de un mercado controlado, no de un mercado libre (así preconizado en los países occidentales aunque tampoco lo es totalmente), un mercado gobernado por el PCCh.

Una segunda cuestión tiene que ver con la propiedad. En el maoísmo, la propiedad estatal debía reinar de forma absoluta y cualquier otra propiedad es tolerada como mal menor, considerándola en tránsito hacia la forma considerada superior. El denguismo recupera el valor de la diversificación, fomentando las diversas formas de propiedad social y la propiedad privada (11). A China le tomó varios lustros aprobar una ley sobre esta última. Y, formalmente, la propiedad privada de la tierra sigue siendo un tabú, aunque las modalidades de usufructo se han liberalizado tanto que, en ocasiones, casi podrían equipararse. Pero formalmente sigue sin poder venderse, es indisponible.

Esa dupla realidad conceptual abunda en la idea de la hibridez del sistema económico en China, donde tanto podemos hallar instituciones que lo vinculan con el modelo socialista tradicional y también con el capitalismo. Aun así, en tanto el PCCh se obstine en no homologar su mercado con el imperante absoluto en los países liberales de Occidente, estos rechazarán, como ahora muchos hacen, su cualificación como “economía de mercado” y, probablemente, se sentirán más a gusto con su denominación como “economía con mercado”.

En suma, es arriesgado asegurar que el PCCh ha puesto rumbo a un modelo de desarrollo de signo capitalista. Por el contrario, siempre ha perseguido el diseño de un proyecto autónomo, con énfasis en la soberanía, en función de la consecución de su objetivo máximo: la revitalización del país. Esto tampoco debe interpretarse como una adscripción automática al socialismo. El rumbo final dependerá de la evolución futura y de las alternativas a las contradicciones existentes. La mayor garantía, en todo caso, reside en esa gran certeza que preside toda su evolución: el afán de plasmar un proyecto soberano coherente.

Incluso el capitalismo de Estado, con cuya definición se trata a veces de descifrar la incógnita china encajándola en una forma conocida, sugiere matices ante la pluralidad de manifestaciones que incorpora (12). En la trayectoria del modelo chino, pese a sus contradicciones, persiste la defensa de un poderoso sector público asentado en los principales sectores estratégicos como avanzadilla de un sistema productivo moderno, no solo eludiendo la dependencia tecnológica de los países desarrollados sino habilitando un espacio propio en este orden para reafirmar su soberanía. Y todo ello bajo la sombra del aun muy poderoso plan quinquenal, capaz de orientar el curso de la economía a pesar de la significación tanto del mercado como de las propiedades no públicas. Asimismo, pese a los vaivenes experimentados en los últimos lustros, es recurrente el empeño por preservar una dimensión social del proyecto, partiendo de una realidad traumática de origen que debemos tener presente cuando reivindicamos con razón un estándar de mayor nivel.

La alta proporción de propiedad pública en los sectores estratégicos, con empresas puntera a modo de grandes conglomerados y alianzas dependientes del poder central, explica que el PCCh siga estando en posición de interponer diques a la aparición de una clase rival que aspire a la hegemonía social y política. El propio Deng, valedor de las reformas más liberalizadoras, lo tenía en mente al señalar que como consecuencia de los cambios introducidos en el modelo podían surgir empresarios capitalistas, pero si ello derivara en la formación de una clase organizada como tal, la reforma habría fracasado.

Ello pone de manifiesto que es igualmente arriesgado contraponer de forma absoluta el maoísmo y el denguismo. Sin duda estamos ante una bifurcación de caminos pero el objetivo central persiste, si bien con altas dosis de realismo en el segundo en contraposición al voluntarismo del primero, reconociendo que el objetivo no se puede alcanzar en un corto plazo de tiempo, como anhelaba Mao (a ser posible, antes que la URSS) sino que la etapa primaria del socialismo requerirá un largo periodo de transición en el que los factores de signo capitalista convivirán con sus contrarios en una tensión que se dilucidará a su debido tiempo. Para el PCCh, su liderazgo es la característica definidora principal de esa perseverancia en la construcción del ideal socialista.

En la misma línea, cabe reconocer que el crecimiento económico no llegó a China de la mano de la reforma y apertura impulsadas por Deng. Por el contrario, a pesar de los errores conocidos, también existió en el maoísmo un sustancial avance económico. De hecho, cuando se proclamó la República Popular China era un país inmensamente pobre y en 1978 era ya la 32ª potencia económica del mundo. Si durante el denguismo el crecimiento económico rondó el 10 por ciento anual de media, en el maoísmo fue de casi el 7 por ciento, y en ambos casos muy por encima de la media mundial.

El maoísmo, aun apoyándose en el autosostenimiento sentó las bases sin las cuales sería imposible avanzar con éxito en la fase siguiente, conformando un país a cada paso más desarrollado y con mejores infraestructuras y a la vez propiciando una inserción económica internacional progresiva, parcial y controlada, lo cual evitó desarmarse ante el poder económico occidental que arrasó con las producciones nacionales en muchos países al abrigo de la exaltación de la liberalización de los mercados. En China, eso no pasó en gran medida por esa subsistencia perenne de un proyecto autónomo al servicio de los intereses del país, sin entregarse a la ligera a las redes de dependencia del mundo dominante.

Otras dos consideraciones complementarias deben significarse. De una parte, lo ambiental. Del sometimiento de la naturaleza a los imperativos desarrollistas (maoísmo), al “primero limpiar, después manchar” (denguismo), damos cuenta de un largo recorrido en el que el PCCh, en consonancia con los tiempos y a su ritmo, ha incorporado, por fin, la construcción de una civilización ecológica a su agenda. De otra, el impulso tecnológico, ya presente en la promoción de las “cuatro modernizaciones” en los años sesenta, se ha sumado como factor diferencial al establecimiento del modelo de desarrollo que debe catapultar a China a la cima de la economía mundial. En 2019, por primera vez desde que se estableció el sistema de solicitud de patentes internacionales, China superó a EEUU, demostrando una asombrosa progresión que conecta la China actual con aquella China milenaria en la que Joseph Needham advirtió tantas contribuciones a la humanidad (13). Ambos elementos son parte reconocible del xiísmo (14).

Un último apunte cabría referirlo a la política exterior. La evolución aquí es bien plausible. La intensa ideologización impregnó la política exterior del maoísmo, tanto en su versión propiamente partidaria como estatal. La China de Mao puso el énfasis en el antiimperialismo y en la militancia activa en el tercermundismo. Los diferendos con la URSS hicieron posible la normalización con Estados Unidos, en plena Revolución Cultural. En el transcurso del denguismo, a medida que el desarrollo económico del país se afianzaba, también la desideologización tomó cuerpo en este ámbito de la acción pública y partidaria. China pasó a relacionarse con el exterior de forma mucho más abierta y plural, con la consigna siempre presente de “no portar la bandera ni encabezar la ola”. Ya en la etapa final del denguismo, el fin de la modestia asomaba por doquier pero es en el xiísmo cuando adquiere su intensidad más marcada con la implementación de ambiciosos proyectos como la Iniciativa de la Franja y la Ruta y el propio empeño en liderar una globalización alternativa frente al auge de las políticas proteccionistas abanderadas por su principal rival estratégico. También aquí podemos diferenciar con claridad entre el peso de la ideología y de la economía en las diferentes etapas evolutivas de la China contemporánea. Hoy, la economía es la punta de lanza de cualquier estrategia exterior del país.

El contraste no puede ser más evidente: del autosostenimiento hemos pasado a la interdependencia. Frente a la obsesión maoísta del contar con las propias fuerzas, por primera vez en toda su historia, el presente y el futuro de la China gobernada por el PCCh dependen en extremo de su relación con el exterior. El sinocentrismo dependiente es una característica irremplazable de la China contemporánea.

En el plano partidario, el PCCh sigue desarrollando una diplomacia complementaria y paralela que converge en la habilitación sui generis de una especie de Quinta Internacional, de perfil netamente diferente de las que le precedieron, cuyo arranque en 2017 reunió en Beijing a partidos de una pluralidad ideológica que habría hecho palidecer a la “Banda de los Cuatro”.

Consideraciones finales

A menudo se presenta al PCCh como paradigma del inmovilismo. Esto es falso. En verdad, puede que no se mueva en la dirección que a algunos les gustaría, pero se mueve. Es más, uno de sus rasgos distintivos principales es la heterodoxia, lo cual supone una invitación permanente a la transgresión de parámetros para algunos intocables.

La del PCCh no es una historia lineal, por supuesto. Los contrastes entre el periodo fundacional, el maoísmo, el denguismo, ahora, el xiísmo, son elocuentes y manifiestos. Y no todo es evolución. Puede haber involución y recidiva. Lo constatamos con el regreso de instrumentos de dirección (desde la línea de masas al culto a la personalidad o la incertidumbre en torno al futuro de determinadas reglas que habían logrado civilizar el proceso de sucesión en la cumbre) que evocan tiempos convulsos y hasta trágicos de su historia. En cualquier caso, persiste la obsesión por desarrollar un proyecto autónomo, que rechaza la aplicación mimética de otros modelos, que reniega de cualquier vocación mesiánica o hegemónica.

El PCCh es reflejo de un malabarismo que solo cabe en un país como China, dirán algunos. Ahí cuenta el propio orgullo nacional, la conciencia de ser parte de la única civilización milenaria que aún subsiste hoy día. Porque, a fin de cuentas, la base y la esencia de su proyecto, a cien años de distancia, encuentra todo su sentido no en el ideario y objetivos que le vieron nacer sino en esa otra identidad, histórica y cultural, de la que en un determinado renegó pero que a la postre acabó por imponerse. Como la fuerza de su propia civilización se imponía a quienes la conquistaban.

En este sentido, cuando el PCCh reivindica su derecho a gobernar el país lo hace atendiendo a su ósmosis con aquellos funcionarios virtuosos que lograron alargar la vigencia del sistema imperial y feudal impulsando con una mano el progreso de su civilización y con la otra la contención del surgimiento de una clase social inductora de las revoluciones burguesas que experimentó Occidente. Hoy, el PCCh parece instalado en el mismo discurso: mientras con una mano procura el desarrollo y la construcción de una sociedad acomodada, con la otra persiste en impedir el surgimiento de una clase social que rivalice y le dispute el poder.

Hay quien opina que la evolución experimentada por el PCCh en las últimas décadas le aboca a transitar inexorablemente por la senda del capitalismo liberal, considerando que sus intentos de explorar una vía diferente a la ortodoxa no son más que subterfugios para preservar su hegemonía política y no admitir lo que serías una evidencia, la renuncia de facto a cualquier pretensión socializante o emancipadora. Sin embargo, oficialmente se insiste en destacar la voluntad irrenunciable de perseverar en dicha vía y en que a ello responde su rechazo frontal de cualquier homologación liberal así como la insistencia en afianzar las especificidades de un modelo comprometido con una originalidad virtuosa aunque plagada de contradicciones de cuya resolución dependerá la naturaleza sistémica final.

El sentido de la perspectiva es esencial para entender la singularidad del proyecto del PCCh. Es absurdo reivindicar como “capitalista” el éxito de su modernización. Hay signos y fenómenos que apuntarían en tal dirección pero es evidente igualmente que subsisten en su modelo contrapesos poderosos que desvelan la significación y relevancia de valores y principios claramente asociables con su antítesis.

Otro tanto podríamos decir de la contraposición entre el maoísmo y el denguismo. Alabar a uno y repudiar el otro puede resultar engañoso. La reforma y la apertura se alejaron evidentemente del maoísmo en muchos aspectos (aun siendo política e ideológicamente de signo igualmente conservador) pero el denguismo le debió su propio impulso al denostado maoísmo que le proporcionó la base material y política para la reforma. En tal sentido, el xiísmo se presenta como la fórmula integradora de ambas al señalar que a pesar de que representan caminos divergentes, no solo no se pueden  separar sino que además no se encuentran en oposición. No se debe por tanto utilizar el denguismo para negar el maoísmo. Tanto Mao como Deng fueron dos marxistas heterodoxos y como tales deben ser reconocidas sus contribuciones, con sus logros y carencias, asegura hoy el PCCh. El xiísmo destaca en su concepción ideológica por exaltar la importancia de la era maoísta en la construcción de los cimientos de la República Popular China, en parte como una estrategia pensada para contener las críticas contra los errores cometidos por los primeros líderes revolucionarios y preservar el legado en su conjunto.

Naturalmente, estas circunstancias hacen improbable que asistamos a corto plazo y en el contexto de las coordenadas actuales a una reinterpretación de hechos significativos del pasado, ya nos refiramos a la Revolución Cultural o los sucesos de Tiananmen en 1989. Ello exigiría una cierta apertura informativa que no está en la agenda. También en esto, el PCCh ha concluido que fue la glasnost la que puso en la picota a la perestroika y lejos de prevenir su colapso actuó como principal dinamitador de la confianza en la superación de los problemas del socialismo soviético. Ese ejemplo demostraría a China que ese no es el camino y que por tanto debe perseverar en su sistema de “orientación de la opinión pública” como expresión y reflejo del consenso imperante en su dirigencia.

La capacidad de supervivencia del PCCh a momentos tan complejos como 1989 (crisis de Tiananmen, caída del muro de Berlín) y 1991 (disolución de la URSS y fin del socialismo real), respondería a seis variables esenciales.

La primera, sin duda, el éxito de la reforma y apertura, que fue por delante de la crisis soviética. A diferencia del Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, la gaige-kaifang, a pesar de sus problemas y contradicciones, ha sido todo un éxito. Ha catapultado a China desde aquel escenario de miseria inicial a la condición de segunda potencia económica mundial (la primera si la evaluamos en términos de paridad de poder de compra). La gaige-kaifang no fue, no es, una perestroika a la china. Empezaron antes que los soviéticos (1978 frente a 1985) y lo hicieron de otro modo y mejor. Además, a diferencia de “experimentos anteriores” ideados para avanzar más rápido en su desarrollo, proporcionó un clima de estabilidad general – no exento de incidentes, es verdad- e incluso márgenes de libertad mayores que en ningún otro periodo anterior.

Segundo, la capacidad de adaptación. O llamémosle pragmatismo, si se prefiere. Aquello de “gato blanco o negro que más da, lo importante es que cace ratones” es un revelador complemento de aquel otro principio maoísta de “la verdad está en los hechos”. Y el PCCh de Deng estuvo muy atento a la realidad convirtiendo ésta en una fuente de legitimidad, abriendo espacios a la iniciativa social y esforzándose por acompañar con mesura y atención los cambios en el entorno. Por eso, en su proceso cabría también destacar la experimentación de las propuestas, el gradualismo en la implementación, la concepción estratégica, etc., variables que, en suma, han consolidado el buen ritmo de una transformación que ha sabido tanto administrar con sabiduría lo propio como guardarse de los intereses no tan inocentes de terceros. El PCCh ha conservado la capacidad para dialogar con instituciones como el FMI o el BM pero ha evitado aplicar sin más unas recetas a modo de terapias de shock que tanto daño hicieron, por el ejemplo, en la propia Rusia post-soviética y su entorno geopolítico.

El pragmatismo es un talismán que facilita una adaptación sin traumas, evitando igualmente una conversión automática que no acostumbra a funcionar sin elevados costes. El PCCh se conforma con demostrar ante la ciudadanía su capacidad de gestión del sistema y la generación subsiguiente de mejores condiciones de vida, mientras elude tirar por la borda la simbología, la historia, la propaganda y los mecanismos clásicos de control, quizás no siempre porque aún crean en ellos, sino porque son el refugio seguro que en caso de crisis puede justificar la negativa a ceder el poder. Mientras tanto, gana tiempo para encontrar una nueva identidad, a sabiendas de que su fundamento en el signo clasista de la revolución, cuando la naturaleza del poder y sus objetivos a duras penas coinciden y cuando la sociedad ha experimentado una transformación sin igual, tiene los días contados.

Precisamente, la apertura del PCCh a nuevos sectores sociales, su definición como vanguardia no ya del proletariado sino de todo el pueblo (esa triple representatividad que para algunos coquetea con tentaciones socialdemócratas), sus alusiones a la búsqueda de mecanismos de funcionamiento más democráticos, o los primeros balbuceos de una cierta heterogeneidad fáctica indican cierta evolución, pero sin llegar a desprenderse del leninismo que le confiere trazos de una efectividad inconfundible

Tercero, la mutación nacionalista de base civilizatoria. El PCCh ha logrado galvanizar en gran medida la autosatisfacción china, es expresión de ese orgullo y se presenta como aglutinador de la idea colectiva de China. Atrás ha quedado la beligerancia del maoísmo con el pensamiento y la cultura tradicional. Hoy el PCCh se presenta ante la sociedad china como su principal valedor y no entiende el resurgir del poder del país sin la revitalización de su cultura ancestral que, además, constituye un eficaz antídoto frente al liberalismo occidental y refuerza su argumentación en torno a la defensa de las “peculiaridades chinas” como reclamo para justificar la no adopción sin más de ideologías “ajenas” y/o pretendidamente “universales”.

Su proyecto escora cada día más hacia la transmutación del PCCh en un nuevo poder de signo leninista y confuciano, articulado en torno a las bondades tradicionales del mandarinato, administradores honestos y virtuosos (lo que también explicaría parcialmente la importancia de la lucha contra la corrupción) cuyo objetivo es enriquecer la nación y garantizar la armonía social.

Así concebido, este PCCh vendría a simbolizar la actualización histórica del sistema confuciano, optando por el establecimiento de una autocracia singular. De esta forma, la actual burocracia, vertebrada y animada por el PCCh, se conformaría como un nuevo mandarinato que resaltaría las bondades de la propia civilización y de los valores asiáticos en su conjunto, simplemente asumiendo, tamizando y adaptando algunas aportaciones occidentales. Esa transformación ahondaría en el discurso nacionalista y en las claves culturales de la armonía, el equilibrio, etc., evitando una homologación sistémica que obligaría a contemplar de facto la admisión de un pluralismo efectivo o la posibilidad de la alternancia en el poder. Del maoísmo al neoconfucianismo a través del interclasismo, el PCCh plasmaría finalmente la verdadera identidad del proyecto revolucionario: el nacionalismo.

Cuarto, tras más de 70 años en el ejercicio del poder, el PCCh ha logrado conformarse como una dinastía orgánica, la primera dinastía orgánica de la historia china. Esa ósmosis con su cultura política tradicional se ha visto fortalecida con la adopción de una institucionalidad propia que asegura una serie de reglas para evitar que los procesos de sucesión, tan delicados en estos sistemas, no devengan en luchas fratricidas. En efecto, aquellas normas relativas a la designación cruzada de los líderes, la consulta a los veteranos, el límite de mandatos, la observación de una edad de jubilación, etc., conforman un valioso patrimonio del PCCh, producto en buena medida de su historia más reciente y de la necesidad de evitar los desmanes asociados al periodo maoísta (15). Cuestionados parcialmente y alterados a día de hoy por el xiísmo, está por ver cómo afecta a estos procesos y en qué medida serán o no sustituidos por una institucionalidad de signo diferente que eluda la conformación de un poder absoluto y sin límites que supondría una notable regresión en el modelo conformado a la par que la reforma y apertura. En cualquier caso, la consideración del PCCh como una dinastía orgánica, en un país habituado a las dinastías a lo largo de los siglos, le confiere un plus de supervivencia que entronca con la trayectoria histórica del Imperio del Centro.

Quinto, el eclecticismo ideológico. En el corpus ideológico del PCCh hay dogmatismo y flexibilidad, innovación e integración. Los comunistas chinos, que Stalin comparaba con los rábanos (rojos por fuera y blancos por dentro) son marxistas, leninistas, maoístas, denguistas, pero también son confucianos y legistas y en todo ello no ven contradicción sino complementariedad. Ese totum revolutum, fuente de mil y un problemas para nosotros es expresión del yin y el yang, de la unidad de los contrarios. Y se corresponde con un sistema híbrido en el que podemos advertir, como ya se señaló, signos de capitalismo y socialismo, con planificación y mercado, con propiedad pública y economía privada, no excluyentes sino complementarios, influyéndose mutuamente, no negándose sino en permanente evolución y sin fronteras sacrosantas.

Por último, un severo control de la sociedad. Es verdad que este se relajó con la reforma. No es ni mucho menos comparable con la situación vigente durante el periodo maoísta, pero sigue siendo estrecho y actúa a través de cuatro mecanismos destacables. En primer lugar, la seguridad pública, que pone el acento en la disidencia en general y particularmente en los sectores considerados sensibles (religiosos, periodistas, intelectuales). En segundo lugar, los órganos de propaganda, siempre muy activos aunque con un eco probablemente relativo salvo en lo que atañe a la fibra nacionalista. Indudablemente, el control de Internet es conocido y a cada paso más acentuado. Los medios de comunicación ahora están más supeditados que nunca al PCCh tras exigir Xi Jinping que lleven el “apellido del Partido”. En tercer lugar, el sistema educativo, que actúa no solo a través de los contenidos de los manuales escolares y los programas curriculares sino también por medio de la formación patriótica y una disciplina muy exigente, en algunos casos, casi paramilitar, y desde la primaria a la universitaria. Por último, las organizaciones sociales como mecanismo de encuadramiento cívico y en las que el control del PCCh es muy directo.

Para concluir, China tiene al alcance de la mano la culminación del objetivo histórico de la modernización soñada ya a finales del siglo XIX (16). Pero le queda un trecho por recorrer, un tramo que es en extremo complicado, sin poder descartarse que fracase. Cabe esperar que el PCCh, como referente incuestionable del sistema político y artífice de la enorme transformación de la China Moderna, siga defendiendo con convicción su afán de consolidar un proyecto autónomo, no necesariamente mesiánico sino, sobre todo, atento a las singularidades históricas y culturales del país.

La principal campaña interna que desarrolla en la actualidad el PCCh tiene como leitmotiv el “permanecer fieles a nuestra misión fundadora”. Se trata de infundir en su militancia (superada ya la cifra de 90 millones de miembros) la idea de “conservar las aspiraciones fundacionales y tener bien presente su misión para garantizar la gobernación durante largo tiempo” al frente de los destinos de China. La clave para ello residiría en no perder de vista que el objetivo histórico de la revitalización de la nación debe ir en paralelo a la mejora del bienestar de la sociedad china.

Los cien años del PCCh ofrecen una trayectoria sinuosa, con significativos altibajos, éxitos y traumas con constantes relevantes como el empeño nacional por la modernización y por llevarla a cabo por una senda socialista en base a la experimentación y la búsqueda de un camino propio, adaptado a sus especificidades. Los comunistas chinos no tardaron en darse cuenta que la asimilación de experiencias exteriores no podía obviar la profundización en su propia realidad. Esa es la clave de su longevidad.

Xulio Ríos

Xulio Ríos: Es asesor emérito del Observatorio de la Política China.

Referencias:

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  • Gernet, J. El Mundo Chino, 494-499.
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