México: Lozoya y el régimen de corrupción
En la denuncia que Emilio Lozoya Austin, ex director general de Petróleos Mexicanos (Pemex), presentó ante la Fiscalía General de la República (FGR) se menciona como presuntos responsables de incurrir en actos de corrupción y en operaciones fraudulentas contra la empresa productiva del Estado a los ex presidentes Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto (además de Carlos Salinas de Gortari, al parecer en grado de tentativa), así como a los ex candidatos presidenciales Ricardo Anaya y José Antonio Meade, entre muchos otros personajes de la clase política de los dos sexenios más recientes.
La mayor parte de los señalamientos se relaciona con los sobornos que la firma brasileña Odebrecht habría repartido entre legisladores, por conducto del propio Lozoya, para hacer aprobar la reforma energética.
Las declaraciones de Lozoya, más que revelar, confirman la podredumbre generalizada entre quienes detentaron el poder en décadas recientes. Las máximas pruebas de la corrupción descrita en la denuncia filtrada son del dominio público desde hace años: el desmantelamiento de la industria energética, el debilitamiento del sector público de la economía, la crónica falta de recursos para atender necesidades básicas de la población, el crecimiento lacerante de la desigualdad, y el surgimiento de fortunas tan fabulosas como inexplicables entre altos funcionarios y sus allegados.
Aunque legalmente se deben establecer y sancionar las responsabilidades específicas por los quebrantos contra el Estado, está claro que en la génesis de este entramado corrupto se encuentra todo el grupo que gobernó durante el ciclo neoliberal, el cual impuso al país una inmoralidad extrema y recurrió al saqueo sistemático a costa del bienestar de las mayorías, de la soberanía nacional y de las perspectivas de desarrollo del país.
El escenario de un macrojuicio dista de ofrecer perspectivas favorables a la Cuarta Transformación, pues no hay ninguna garantía de que se cuente con las capacidades institucionales para llevar a buen término los procesos contra integrantes destacados de un grupo político que aún concentra grandes poderes, así sean fácticos. En efecto, presentar las pruebas que permitan condenas firmes se antoja difícil, toda vez que los señalados controlaron durante años los expedientes en los cuales se asentaban las irregularidades denunciadas. Además, debe considerarse que uno de los principales empeños de los regímenes neoliberales fue justamente el de robustecer, por todos los medios posibles, los eslabones de la impunidad transexenal. Este afán cobró un carácter tan cínico que se privó a las prácticas corruptas su carácter de delitos graves y se les fijó un término de prescripción tan corto que un funcionario podía cometer un ilícito y ver expirar la posibilidad de la justicia de sancionarlo dentro del término de su cargo.
El escenario que se configura para los meses venideros no fue buscado por el Ejecutivo federal pues, por el contrario, el presidente Andrés Manuel López Obrador siempre ha insistido en la necesidad de poner un punto final a lo hecho por sus antecesores y mirar hacia adelante para transformar al país. Hoy, sin embargo, las acusaciones de Lozoya colocan al Estado mexicano en la obligación de establecer los vínculos entre una herencia desastrosa y los nombres propios de los responsables, es decir, de investigar tanto a los señalados como a sus colaboradores, y de llevarlos a juicio si así lo determinan las evidencias. Estos pasos implican romper con la referida cadena de impunidad transexenal, pero para ello será imperativo que la justicia actúe con estricto apego a derecho.
Lo cierto es que el proceso judicial por venir será una prueba de fuego para la Fiscalía General de la República –que deberá estrenar su autonomía con un caso verdaderamente trascendental– y para un Poder Judicial que llega a esta coyuntura con severas deficiencias. No puede olvidarse que el sistema de justicia actual se constituyó, en buena medida, durante el régimen de saqueo, el cual hizo de la corrupción su modelo de gobierno y que ni las leyes ni los jueces están necesariamente a la altura del desafío.
La Jornada
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