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Nuevo coronavirus SARS-CoV-2: ¿Salió de un laboratorio?
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Global Research, agosto 31, 2021

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Desde que comenzó la pandemia de Covid-19, cientos de millones de internautas y usuarios de las redes sociales tenemos prohibido discutir ciertos asuntos. Uno de los que ha suscitado mayores controversias desde que se inició la pandemia es el referido en el título: ¿salió el Sars-Cov-2 de un laboratorio?

Hasta fines de mayo de este año –y este es el meollo del asunto– el tema fue considerado tabú, pues había sido descartado como “teoría de conspiración” y ridiculizado por varias voces autorizadas (y autoritarias) con acceso preferencial a la gran prensa. Así, en algún momento de marzo de 2020 se decretó de manera no oficial que hablar de una posible fuga de laboratorio era un gesto inaceptable de ignorancia.

Quienes se han limitado a transcribir las declaraciones de las autoridades sanitarias globales de facto durante más de un año, como si vinieran directamente de alguna divinidad y fueran infalibles, esbozaron la sonrisa socarrona de siempre: “¡qué tales idiotas, radicales de derecha, trumpistas, conspiranoicos!”

Y si usted le pregunta al periodista promedio sobre el tipo de políticas de censura descritas en el primer párrafo, este le informará –en otras palabras y con mucho más tacto del que este autor es capaz– que la estupidez del ciudadano de a pie es demasiado peligrosa como para que se le permita participar en el debate científico. Muchos periodistas no solo están de acuerdo con esta forma flagrante y elitista de censura masiva y global, sino que incluso simpatizan con la idea de que, con tal de que acate las reglas y restricciones, al ciudadano hay que “meterle miedo”.

Pero el régimen de censura del que hablamos va mucho más allá de las redes sociales o los medios tradicionales y su periodismo, pues, como veremos, se extiende incluso dentro de la misma comunidad científica y sus publicaciones revisadas por pares.

Resulta sorprendente –por no decir aterrador– que este enorme tinglado de mordazas digitales, puesto en vigor por una serie de corporaciones privadas, se haya instalado a vista y paciencia de un mundo que asegura tener en altísima estima la libertad de expresión e información. Asimismo, la transmisión automática de lo declarado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) –sin comprobaciones ni cruce de opiniones de ningún tipo– es tan irresponsable y peligrosa como la repetición automática y sin comprobaciones de lo que dice cualquier gobierno. Es periodismo de pacotilla.

Sumándose a esta mala praxis periodística se encuentra la total ignorancia de quienes practican el oficio, con respecto a importantes casos de corrupción que han involucrado a organismos como la estadounidense Food and Drug Administration (FDA) o a la misma OMS.

Para nuestra suerte, la línea de cuestionamiento referida –la de la fuga de laboratorio– ha sido reivindicada. Para ser absolutamente claros, eso no quiere decir que el Sars-Cov-2 haya salido de un laboratorio de investigación bacteriológica de Wuhan, en el centro de China. No contamos con las evidencias necesarias para asegurar nada parecido. Más bien, eso significa, simple y llanamente, que podemos discutir el tema sin correr el peligro de ser ridiculizados y descartados de cualquier conversación pública como “teóricos de la conspiración” y sin ser censurados en redes sociales por un sistema de control de la información que no responde a nadie más que a un directorio de accionistas. Significa que los médicos y científicos inquisitivos –una ínfima minoría, como en todos los campos– pueden tocar el tema sin miedo a perder sus reputaciones.

Adicionalmente –y entrando en la materia que nos compete–, esta suerte de “reivindicación”, como hemos decidido llamarle, nos permite analizar el proceso de censura con un caso real y de enorme prominencia. Tratando de resolver esta cuestión, columnistas de medios periodísticos del prestigio del New York Times y el Washington Post se han preguntado recientemente cómo y por qué esa línea de investigación fue censurada –en primer lugar– y, luego, cómo fue que eso sucedió bajo sus atentas narices. La verdad, sin embargo, es que sucede todos los días.

La versión de Richard Ebright

El periodista científico Paul Thacker entrevistó a principios de este mes al científico y profesor universitario Richard Ebright, a quien describe como “una espina en el costado” del gobierno estadounidense y la industria de la biodefensa. Ebright viene alertando al mundo científico sobre los peligrosos experimentos que se llevan a cabo para potenciar cepas de conocidos virus –como el coronavirus– con supuestos fines científicos.

Sí, leyó bien: hay laboratorios, como el de Wuhan, en China, que experimentan haciendo que los virus conocidos sean más letales y transmisibles. En inglés, el procedimiento es eufemísticamente llamado “gain of function” (algo así como “ganancia de capacidad”).

Ebright, bioquímico de la Rutgers University y director del laboratorio de microbiología del Instituto Waksman, es uno de los muchos especialistas que no ve ningún tipo de beneficio en realizar estos experimentos. En cambio, Ebright explica que ellos sí que benefician a muchos científicos, pues es un campo de investigación que ofrece resultados rápidos y gran facilidad para conseguir financiamiento a través de donaciones y becas.

Pero no se apure en culpar (solo) a los chinos: el proceso de “gain of function” es de origen estadounidense y el laboratorio de Wuhan fue financiado entre 2014 y 2019 por USAID, es decir, por el gobierno de EE.UU. –a través de la organización EcoHealth Alliance–, justamente para realizar esos experimentos. EcoHealth Alliance también recibe dinero del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID, también estadounidense). La responsabilidad es compartida por varios actores de indiscutible peso, quienes también parecen compartir el deseo de ocultar todo el asunto bajo varias capas de desinformación, censura y ridiculización.

Esa desinformación, explica Ebright, llegó de la mano de un grupillo de científicos “y sus diligentes soldados entre los escritores científicos”. La idea era proteger sus investigaciones de cualquier escrutinio, blindar a los colegas y negar de plano la posibilidad de una irresponsable y potencialmente catastrófica fuga de laboratorio.

Como también relata Ebright, un grupo de agentes de inteligencia previamente bajo el mando de Barack Obama declaró, en abril de 2020, que el virus podría haber salido de un laboratorio o podría haberse transmitido naturalmente debido al contacto con animales portadores en un mercado. De inmediato, el New York Times y la revista Scientific American publicaron alarmados artículos de opinión asegurando que la primera alternativa era imposible.

Uno de los primeros voceros de la idea de que la pandemia de Covid-19 se había originado en un mercado de Wuhan fue el reportero científico Nsikan Akpan. En enero de 2020 y escribiendo para National Geographic, Akpan da por cierta esta hipótesis a pesar de no contar con evidencias. Jamás menciona la posibilidad de la fuga de laboratorio, ni siquiera en una segunda entrega, publicada después de la declaración de los agentes de inteligencia señalada en el párrafo anterior. En ella, Akpan entrevista a Anthony Fauci, director de NIAID, quien se limita a descartar la posibilidad de la fuga y confirmar la hipótesis del mercado.

Como explica el periodista Paul Thacker en su “Disinformation Chronicles”, durante un año desde que comenzó la pandemia muchos medios periodísticos y científicos se dedicaron a citar a Peter Daszak, el director de la EcoHealth Alliance, pero sin mencionar sus afiliaciones con el laboratorio de Wuhan y las investigaciones de “gain of function”. Él se dedicaría a reforzar la idea de que la fuga de laboratorio era otra loca “teoría de conspiración”. Los operadores a cargo de sostener esta narrativa, como el periodista científico Nsikan Akpan, de National Geographic, atacarían desde Twitter cada vez que una publicación osara salirse de la línea:

“Este artículo está lleno de especulaciones… y denota una falta de entendimiento sobre genética básica y evolución viral”, escribiría el periodista con respecto a un artículo publicado en New York Magazine en enero de este año, en el que se contemplaba la posibilidad de la fuga. Este es el tipo de declaraciones que impresionan al lector superficial por su carácter autoritario y suscitan el desprecio de quienes sostienen ideas opuestas, pues supuestamente carecerían de un entendimiento “básico”. Otros falaces defensores de la censura atacarían el artículo mencionado sobre la base de que su autor “no era científico” y “alguna vez escribió ficción”.

Debemos observar que los verificadores de contenido usan argucias no muy distintas para sostener la narrativa única que las autoridades demandan. Si usted observa lo que estas entidades (ver nota de Ojo Público al respecto, 14/04/20) publicaron en su momento sobre la posible fuga de laboratorio, entenderá que su trabajo es una enorme y monumental falacia ad baculum: se limitan a negar hipótesis científicas oponiéndoles declaraciones hechas por alguna autoridad posicionada en lo alto de alguna revista científica, la OMS, la FDA, el Imperial College y otros antros de la corrupción médico-farmacéutica totalmente capturados por intereses privados. El que tiene más peso es declarado vencedor del “debate”.

La próxima semana continuaremos con este peliagudo tema. Trataremos el origen militar del proceso llamado “gain of function”. También explicaremos cómo sus proponentes y practicantes evitaron durante años ser fiscalizados por cualquier autoridad competente, impidiendo que se les impusiera medidas elementales de seguridad para sus experimentos y suscitando propagaciones y fugas involuntarias que, por suerte, no desencadenaron epidemias.

La realidad es mucho más aterradora que la ficción y la corrupción que afecta a nuestro mundo es mucho más estructural y sistémica de lo que la gran prensa jamás informará. ¡Ese es nuestro gran problema!

Daniel Espinosa Winder

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