Hoy se cumple un año del atentado que voló el gasoducto Nord Stream en el Báltico. Con la distancia de un año, el hecho de que Estados Unidos atentara contra un interés estratégico de Alemania, su principal aliado en Europa, sigue pareciendo uno de los datos centrales del conflicto de Ucrania. Aunque la procesión vaya por dentro, aquel atentado ha tenido un efecto demoledor sobre el liderazgo de Estados Unidos en Europa Occidental. Dañó gravemente la economía alemana y dijo mucho sobre la fragilidad de la cohesión interna de la OTAN; sobre hasta qué punto la organización militar liderada por Estados Unidos en el continente manda sobre la Unión Europea, su subordinado brazo político. La omertá sobre aquel hecho de los propios afectados, sobre todo de los humillados políticos alemanes, así como la colaboración de sus servicios secretos y sus medios de comunicación en las burdas y diversas cortinas de humo lanzadas por la CIA, para disimular y despistar la simple realidad sobre la autoría de todo aquello también contribuyen muy bien a dibujar el panorama que tenemos delante.
Ese panorama viene determinado y dominado por las elecciones presidenciales del año que viene en Estados Unidos. Ese país es la única potencia capaz de forzar la paz, pero todos los ingredientes y circunstancias que rodean a esas elecciones apuntan más bien hacia una dinámica de guerra; es decir, hacia la escalada en el conflicto abierto en Ucrania y la profundización del conflicto latente en Asia oriental. Veamos.
Al frente de la pirámide tenemos a un presidente senil, Joe Biden, sobre el que los medios habrían escenificado la gran juerga si fuera un jefe de Estado ruso o chino. En caso de incapacidad, Biden tiene a su lado a una vicepresidenta, Kamala Harris, que brilla por su incompetencia. En la segunda línea, un trío de descerebrados con nivel de becarios al frente del dossier ucraniano: el secretario de Estado Blinken, el consejero de Seguridad Nacional Sullivan y la subsecretaria de Estado Nuland. Este defectuoso personal está, a su vez, enfrascado en la más dura y espectacular pelea interna del establishment de Washington desde la guerra civil, que incluye cruce de acciones judiciales encaminadas a meter en la cárcel al candidato adversario. Ambos bandos se han criminalizado mutuamente y están firmemente convencidos de que si pierden las elecciones serán juzgados, así que no pueden perderlas. Sumada a la posibilidad de una recesión, esa presión podría convertir el escenario de una guerra abierta con Rusia en el gran recurso de supervivencia para la administración Biden.
El periodista trumpista Tucker Carlson, al que la crisis del establishment ha convertido en popular disidente descarriado, resume la situación así: “Ya hemos perdido el control del mundo, ahora vamos a perder el control y el dominio mundial del dólar, y cuando eso ocurra tendremos pobreza a nivel de la Gran Depresión. Ya estamos en guerra con Rusia, financiamos y armamos a sus enemigos, pero podemos ir a una guerra directa, podríamos hacer un ‘Golfo de Tonkin’ en Polonia (el falso incidente fabricado para justificar la intervención en Vietnam) y decir ‘lo hicieron los rusos’”.
En el campo de batalla, las cosas no pueden ir peor para Ucrania. El milagro voluntarista de una contraofensiva en condiciones de inferioridad numérica, artillera y aérea no ha funcionado, tal como pronosticaban los expertos rusos, con la mayor seriedad y sin jactancia alguna, desde antes del verano. Las Wunderwaffen occidentales que tanto costó suministrar son mostradas ardiendo cada noche en los telediarios rusos (los soldados reciben cuantiosas primas por destruir los blindados Bradley, Stryker, Leopard, Challenger AMX-10 y demás). Lo más terrible que ha ocurrido ha sido una espantosa e irreparable carnicería que parece imposibilitar, por falta de personal, una nueva ofensiva ucraniana en primavera (mientras que el ejército ruso dispone de una reserva de 300.000 hombres que aún no han actuado) y más bien anuncia el hundimiento militar ucraniano. Eso hace cada vez más probable algún tipo de golpe militar en Kiev que aparte a Zelenski y los suyos del poder, imponga el realismo y acepte cuantiosas pérdidas territoriales que podrían haberse evitado en diciembre de 2021 si hubiera habido otra actitud.
A principios de septiembre, las fuentes más fiables estimaban entre 240.000 y 400.000 las bajas ucranianas en lo que llevamos de conflicto, y que estas triplican las rusas (80.000 muertos a mediados de septiembre según la BBC). Esta incierta estimación general ha encontrado su concreta confirmación de carácter local en las declaraciones del jefe de reclutamiento de la región ucraniana de Poltava, Vitali Berezhni: “De cada cien personas movilizadas el pasado otoño, quedan entre diez y veinte, el resto están muertos, heridos o incapacitados”. En Poltava el plan de reclutamiento solo se ha cumplido en un 13%, ha dicho el funcionario, mientras que su homólogo en Lvov reconoció en agosto que solo uno de cada cinco llamados acude a filas.
El escaqueo es generalizado. La guardia fronteriza ucraniana dice haber evitado la huida del país de más de 20.000 reclutas, la demanda del Gobierno de Kiev para que se deporte a los más de 650.000 ucranianos en edad militar registrados en la UE como refugiados es de difícil aplicación. En las misiones diplomáticas de Ucrania en el extranjero, entre el 40% y el 60% de los empleados no han regresado al país al concluir su estancia. De los veinte que debían regresar de la embajada en Estados Unidos el año pasado, solo ha vuelto uno y en algunas embajadas simplemente no regresa nadie. Esta realidad de carnicería y escaqueo aparece de vez en cuando en la prensa inglesa desde hace un año, pero en la prensa de la UE y en la nacional sigue siendo rara, pese a que es clave para definir la situación.
En este contexto suben de tono las exigencias y recriminaciones de las autoridades ucranianas hacia los amigos europeos. El cansancio hacia el pozo –sin fondo ni resultados– del esfuerzo financiero y militar europeo ha aparecido en la campaña electoral polaca, aderezado por el desacuerdo alrededor de la exportación de grano ucraniano a Europa. El presidente Duda ha comparado a Ucrania con un hombre que se ahoga y puede arrastrar al fondo a quien intente salvarlo. El primer ministro, Mateusz Morawiecki, ha dicho que dejarán de enviar armas a Ucrania y que las que compren nuevas serán para armarse ellos. Un portavoz gubernamental de Varsovia anuncia que el año que viene no se prorrogará el apoyo a los refugiados, que incluye “la exención del registro de residencia y el permiso de trabajo, el acceso gratuito a la educación y la atención médica y familiar”.
Hasta la fecha los ucranianos refugiados en Europa occidental “se han comportado bien” y están “muy agradecidos” a quienes les han acogido, no olvidarán esa generosidad, ha dicho Zelenski en una entrevista con The Economist, pero “no sería una buena cosa para Europa si esa gente fuera arrinconada”, añade en lo que parece una amenaza velada de desestabilización.
Con el ejército ucraniano agotando sus reservas y el flujo de armas y municiones occidental menguando, la solución ha sido dar un nuevo paso en el juego de riesgos: suministrar misiles de largo alcance británicos, franceses y americanos (los alemanes aún se lo piensan) capaces de alcanzar ciudades rusas. Los ataques con esos misiles a Crimea han sido posibles gracias a la información y tecnología de localización e inteligencia americana y británica. Todo eso son incentivos para que Rusia amplíe su ocupación territorial al resto de la costa ucraniana del Mar Negro, llegando hasta Odesa y la frontera rumana, e incluso para responder con ataques a objetivos de la OTAN, para lo que Moscú parece tener sobrada capacidad misilística. Citando fuentes de los servicios secretos estadounidenses, el periodista Seymour Hersh aventura que atacar objetivos de la OTAN era lo que pregonaba el sublevado jefe de Wagner, Evgeni Prigozhin, y que por eso fue eliminado. Quién sabe, pero la prudencia del Kremlin está, en cualquier caso, siendo sometida a una prueba de riesgo que no cesa de incrementarse.
Los responsables occidentales siguen empeñados en demostrar la narrativa rusa sobre la guerra de Ucrania. El 7 de septiembre, ante el Parlamento Europeo, el elocuente secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, dijo que “Putin fue a la guerra para impedir más OTAN cerca de sus fronteras”, y que si la OTAN y Estados Unidos hubieran aceptado las condiciones que el Kremlin formuló en diciembre de 2021, no habría habido invasión de Ucrania.
Stoltenberg también ha vuelto a reafirmar lo que el jefe del Stratcom (Comando Estratégico) de Estados Unidos, Charles Richard, ya dijo en noviembre de 2022 sobre la guerra de Ucrania como “precalentamiento” para la guerra contra China. Si Ucrania tiene éxito, eso permitirá a Estados Unidos concentrarse en China, ha dicho Stoltenberg este mes. “Si Estados Unidos está preocupado por China, es necesario que Ucrania gane. Si Kiev gana, tendremos el segundo mayor ejército de Europa y será más fácil concentrarse en China y menos en la situación en Europa”. Sea como sea, la situación en Asia Oriental es inequívoca.
Japón ha doblado su gasto militar y ha relegado el antibelicista artículo noveno de su constitución a un segundo plano. Oriundo de una familia de Hiroshima, aunque nacido en Tokio, y con familiares muertos por la bomba atómica, el primer ministro, Fumio Kishida, celebró en mayo obscenamente en esa ciudad el último cónclave guerrero del G-7 sin la menor alusión a quién fue el que lanzó la bomba. En Corea del Sur, el presidente ultra, Yoon Suk-yeol, también es un acérrimo militarista que quiere armas nucleares americanas desplegadas en su territorio (hasta ahora se sospechaba de su existencia únicamente “en almacén”) y recibe a toda una flotilla con portaaviones nucleares en sus aguas. Corea del Norte continúa con sus periódicos lanzamientos demostrativos de misiles y alcanza nuevos acuerdos militares con Moscú. En Filipinas, Estados Unidos establece cuatro nuevas bases militares y Australia se gasta miles de millones en nuevos submarinos nucleares contra China. Hasta Nueva Zelanda ha sido incapaz de resistirse y anuncia incrementos en sus presupuestos militares. El ex primer ministro australiano Paul Keating ha resumido así el panorama: “Los europeos han estado luchando entre sí la mayor parte de los últimos trescientos años, incluidas dos guerras mundiales en el último siglo. Exportar ese maligno veneno a Asia equivale a dar la bienvenida a esa plaga”. El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, “es un tonto del todo que se comporta como un agente americano en lugar de actuar como líder y portavoz de la seguridad europea”, ha dicho Keating.