Entre el pasado viernes y ayer, el precio del petróleo West Texas Intermediate (WTI, usado de referencia para tasar el crudo de otras regiones, incluida la mezcla mexicana) se desplomó 92 por ciento, hasta alcanzar un piso de apenas 1.42 dólares por barril. De manera incluso más catastrófica, el agotamiento de los espacios para almacenar crudo hizo que las estimaciones de precios futuros se ubicaran en niveles negativos por primera vez en la historia de ese recurso estratégico.
Esta caída en los precios del hidrocarburo responde, en primera instancia, al abrupto freno experimentado en la demanda, tras la inevitable parálisis de buena parte de las actividades económicas que trajeron consigo las medidas de confinamiento tomadas para contener la propagación del coronavirus. Además, el golpe llegó cuando el valor del petróleo ya se encontraba debilitado por el exceso de oferta, creado en un principio por la extracción mediante fractura hidráulica ( fracking) impulsada en Estados Unidos y, después, por la guerra de precios con que Arabia Saudita buscó descarrilar a esa perniciosa industria naciente.
El desplome del valor de la materia prima más importante del siglo XX y de lo que va del XXI no puede interpretarse sino como el fin de un ciclo económico y, por lo tanto, político y social. Así, todo indica que el Covid-19 dejará una herencia incluso más desastrosa en la economía, de la que ya ha dejado, y lo seguirá haciendo en la salud pública en las semanas por venir: como apuntó la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, en estos momentos 170 naciones ya están en recesión económica, y a diferencia de la crisis de 2008, esta vez no hay ningún país que pueda arrastrar al resto de vuelta a la senda del crecimiento.
El quebranto petrolero no puede entenderse de manera aislada; al contrario, es claro que forma parte y magnifica la espiral de recesión económica mundial: si la falta de actividad general tiró los precios del crudo, el virtual cese de sus labores de extracción, refinación, distribución y comercialización y sus derivados orillará a la quiebra, no sólo a empresas del sector, sino también a muchas que dependen de manera directa o indirecta de esta industria.
Al mismo tiempo, tendrá un impacto severo en las finanzas de todos aquellos estados –incluido México– con actividad importante en el rubro de los hidrocarburos. Así pues, la perspectiva de una reactivación económica se torna sumamente incierta.
Por añadidura, dicha vorágine desordena las lógicas económicas sobre las que se ha movido la producción internacional, con lo que alcanza de manera paradójica a sectores cuyo destino solía verse ajeno e incluso contrario al del petróleo. Ejemplo de ello es el previsible retroceso de la industria de las energías renovables: pese a sus beneficios en términos ambientales, será casi imposible que actores estatales o privados inviertan en plantas solares, eólicas, mareomotrices o de otro tipo cuando los combustibles fósiles estarán disponibles a precios insignificantes.
Por otra parte, el destino de las energías renovables ilustra un fenómeno generalizado: el de unos capitales0 cuya volatilidad ha crecido sin control alguno. En efecto, la pandemia ha exacerbado y exhibido el carácter errático de una enorme masa de capitales (es decir, de grandes capitalistas) cada vez más temperamental e inestable, que hoy se encuentran en fuga, incapaces de encontrar un país o un sector productivo que les garantice la rentabilidad siempre creciente que les obsesiona.
En este punto, es necesario recalcar que México enfrenta una situación grave, pero dista de estar solo en ella, pues el mismo FMI da cuenta de que las economías en desarrollo sufrieron la fuga de alrededor de 100 mil millones de dólares en las semanas recientes.
Ante la prolongada crisis en ciernes, quedan abiertas interrogantes sobre el futuro de la comunidad internacional: ¿hacia dónde se moverá la economía mundial? ¿Qué procesos de reorganización social tendrán lugar? ¿Qué políticas públicas se articularán para responder a las necesidades de las mayorías, y cuáles se enderezarán frente a las exigencias de las élites? ¿Cómo se modificarán las preferencias político-electorales? ¿En qué dirección y en qué medida cambiará la correlación de fuerzas geopolíticas? Lo único cierto es que los reacomodos en todas las esferas de la vida humana tendrán consecuencias monumentales, pero que hoy resulta imposible aprehender en toda su dimensión.
La Jornada