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Washington y Beijing juegan con fuego en Taiwán
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Global Research, septiembre 15, 2022
Le Monde Diplomatique
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El progresivo alejamiento, por parte de sectores cada vez más influyentes del gobierno de Estados Unidos, de la doctrina de “Una sola China”, ocurre en momentos en que Xi Jinping busca un tercer mandato.

Mientras Washington y Beijing tensan fuerzas, se hace necesario tomar medidas pragmáticas de distensión para espantar el riesgo de un conflicto armado.

Mucho antes de que el avión de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, tocara suelo taiwanés, el 2 de agosto, las relaciones chino-estadounidenses ya se encontraban en una espiral negativa. Desde Washington, el mandatario Joseph Biden y su gobierno se dedicaron a tejer una red de alianzas hostiles para acorralar a China; por su parte, Pekín multiplicó las maniobras militares agresivas en los mares de China Oriental y Meridional. Sin embargo, sus vínculos bilaterales no se habían deteriorado al punto de tornar imposible todo diálogo de alto nivel sobre el cambio climático o sobre otras cuestiones vitales. Como prueba de ello, los presidentes Biden y Xi Jinping discutieron esos temas durante su videoconferencia del 28 de julio.

En realidad, la visita de Pelosi creó una nueva fisura en la relación entre las dos potencias, acabando con toda perspectiva de cooperación. Sólo queda una rivalidad militar exacerbada.

Desde el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la República Popular China (RPC) en 1978, bajo la administración de James Carter (1977-1981), los dirigentes estadounidenses siempre adhirieron (al menos de forma pública) al principio de “una sola China”, constituyendo Taiwán y el continente un solo país, aunque sin depender necesariamente de una misma entidad política. Ello fue resumido en la célebre fórmula adoptada un poco más tarde: “Una China, dos sistemas”. Al mismo tiempo, en virtud de la Taiwan Relations Act (TRA) aprobada por el Congreso en 1979, Estados Unidos debe entregar armas defensivas a Taipéi según sus necesidades, y considerar todo intento chino de modificar el estatus de la isla por la fuerza como un hecho “extremadamente preocupante” –una formulación conocida por su “ambigüedad estratégica”, en la medida en que no dice claramente si Washington intervendría o no–.

Hasta ahora, esos dos preceptos combinados contribuyeron a garantizar cierta forma de estabilidad: al sugerir la existencia de un vínculo intrínseco entre Taiwán y el continente, el principio de “una sola China” disuade a Beijing de todo intento precipitado de apropiarse de la isla; al tiempo que la “ambigüedad estratégica” deja tanto a los taiwaneses como a los chinos en la incertidumbre sobre la respuesta estadounidense en caso de declaración de independencia de los primeros o de un proyecto de invasión de los segundos. Es un modo de disuadir a unos y otros de toda iniciativa imprudente.(1)

Aun cuando los dirigentes estadounidenses siguen asegurando adherir a esos dos principios, estos últimos meses los más altos responsables del gobierno y del Congreso dieron la impresión de que se habían alejado de ellos, en beneficio de una política que sugiere la existencia de dos Estados, “China por una parte, Taiwán por la otra” (“One China, one Taiwan”), y a favor de una mayor “claridad estratégica”. El mismo Biden contribuyó en este sentido: consultado por la cadena de noticias CNN acerca de si Washington defendería a Taiwán en caso de un ataque chino, respondió con claridad. “Estamos obligados a hacerlo”,(2) dijo, aunque no sea la línea oficial de Estados Unidos.

Tanto el presidente como otros altos dirigentes sugirieron también un cambio de política, buscando obtener de sus aliados en la región –Australia, Japón y Corea del Sur– el compromiso de asistir a las fuerzas estadounidenses en caso de que estas estén involucradas en una guerra contra China. Además, el Congreso fomentó ese proceso proporcionando un apoyo bipartidario a las entregas de armas a Taiwán, organizando allí, en repetidas ocasiones, visitas de delegaciones de alto nivel y proyectando modificar la TRA de 1979 para terminar con la “ambigüedad estratégica”, que sería reemplazada por un compromiso firme de ayudar a la isla a defenderse en caso de un ataque chino.(3)

Camino a la inflexión

China ha observado esos sucesos con un desconcierto creciente. Para sus dirigentes –y en particular para Xi, quien aspira a un tercer mandato de cinco años en el puesto supremo de primer secretario del Partido Comunista y de presidente de la RPC–, la reunificación de Taiwán al continente se impuso como el objetivo último de la política gubernamental, una condición sine qua non para el “renacimiento” nacional.(4) “El pueblo chino, con más de 1.400 millones de personas, está determinado a defender con resolución la soberanía de China y su integridad territorial”, declaró a Biden durante su conversación del 28 de julio, según el comunicado chino. “Nadie puede oponerse a la voluntad del pueblo, y cuando se juega con fuego, uno termina quemándose”.(5)

Pelosi era consciente de todo esto cuando viajó a Taiwán. Sabía perfectamente que su visita no podría más que agravar la situación. Tanto los responsables del Pentágono [departamento de Defensa] como los de la Casa Blanca [sede del presidente] le advirtieron que hacerlo en ese momento suscitaría la ira de los dirigentes chinos y provocaría de un modo u otro una fuerte reacción de su parte. A pesar de todo, Pelosi eligió ir a Taipéi –al tiempo que se aseguró de atraer al máximo la atención internacional dejando la posibilidad de su visita bajo un manto de duda–. No es posible no pensar que viajó con la firme intención de provocar y de acelerar el proceso de inflexión de la política estadounidense hacia la doctrina “China por una parte, Taiwán por la otra”, con todos los riesgos que ello conlleva.

Si tal era su intención, su iniciativa fue sumamente exitosa. A pesar de los esfuerzos desplegados por los responsables de la Casa Blanca para tranquilizar a sus homólogos chinos con el argumento de la separación de los poderes en el seno del sistema político estadounidense, a Beijing le costó creer que Pelosi sólo se representaba a sí misma –y no al gobierno de Estados Unidos–. Desde el punto de vista de los dirigentes chinos, esta visita no es más que la culminación de una campaña conjunta del Congreso estadounidense y de la Casa Blanca para repudiar el principio de una sola China, un primer paso hacia el reconocimiento de Taiwán como un Estado independiente. La administración Biden intentó salvar la situación al destacar con insistencia que no se había producido “ningún cambio” en su política, pero esas declaraciones no parecieron convencer a nadie.

Respuesta retórica y de fuerza

El 10 de agosto, tan sólo una semana después del viaje de Pelosi, la Oficina de Información del Consejo de Estado [Poder Ejecutivo] publicó un nuevo libro blanco sobre “la cuestión de Taiwán”, reafirmando la voluntad de Beijing de llevar a cabo la reunificación de la isla por medios pacíficos, sin excluir el uso de medios militares con el fin de quebrar toda resistencia por parte de las fuerzas independentistas taiwanesas o sus apoyos extranjeros: “Estamos dispuestos a crear un amplio espacio [de cooperación] con el fin de lograr una reunificación pacífica, pero no cederemos ni un ápice ante las actividades separatistas, sea cual sea la forma que ellas tomen –puede leerse–. La cuestión de Taiwán es un asunto interno que concierne a los intereses fundamentales de China […], ninguna injerencia externa será tolerada”.(6)

Las declaraciones oficiales estuvieron acompañadas de toda una serie de operaciones militares y diplomáticas, que apuntaban a demostrar que los dirigentes habían bajado su grado de tolerancia respecto de las “injerencias externas” como la de Pelosi. Aumentaron el nivel de preparación del país ante un eventual bloqueo de Taiwán e incluso ante la invasión de la isla si esta hiciera movimientos hacia la independencia. Así, se tomaron varias medidas preocupantes, que reflejan esta nueva posición.

El 4 de agosto, el Ejército Popular de Liberación (EPL) disparó 11 misiles balísticos DF-15 en las aguas situadas en el este, en el noreste y en el sudeste de Taiwán –lo cual deja entrever su intención de organizar un bloqueo de la isla en caso de una nueva crisis o conflicto–. Cinco de ellos impactaron en la zona económica exclusiva de Japón, señal de que toda guerra vinculada a Taiwán podría extenderse con rapidez al archipiélago nipón, que alberga numerosas bases militares estadounidenses.(7)

El 6 de agosto, representantes del gobierno chino anunciaron que el diálogo entre los responsables del EPL y los del ejército estadounidense, que apuntaba a prevenir cualquier confrontación involuntaria entre sus fuerzas navales y aéreas respectivas, estaba interrumpido. A la vez, las discusiones sobre cuestiones tan vitales como el cambio climático y la salud mundial también fueron suspendidas.(8)

El 7 de agosto, varios medios de comunicación del Estado chino anunciaron que de ahora en más el EPL llevaría a cabo “de forma regular” ejercicios militares al este de la línea media del estrecho de Taiwán (lado taiwanés), cuando hasta ahora las fuerzas chinas habían conducido principalmente sus operaciones al oeste de esta línea (lado chino). Así, acentúan la presión psicológica sobre la isla, a la vez que llevan a cabo simulacros de una invasión.

Pragmatismo necesario

Todas estas medidas fueron tachadas de “irresponsables” y “provocadoras” por parte de los estadounidenses. “No debemos tomar como rehén la cooperación sobre temas de interés mundial en nombre de las divergencias entre nuestros dos países”, declaró el secretario de Estado, Antony Blinken, durante una conferencia de prensa, en Filipinas, el 6 de agosto. “Los otros [países] esperan de nosotros, con toda razón, que continuemos trabajando sobre las cuestiones que atañen a la existencia y los medios de subsistencia tanto de sus pueblos como de los nuestros”.(9)

Lamentablemente, las palabras de Blinken contienen una gran parte de verdad. Pero sería erróneo tomar a China como la única responsable del impasse en el que se encuentra la relación entre los dos países. El secretario de Estado dedicó él mismo la mayor parte del último año a establecer alianzas para intentar contener el creciente poderío chino, y a enviar a los dirigentes chinos ultimátums sobre un gran abanico de problemas internos, tales como la persecución de los uigures de Xinjiang o la represión política en Hong Kong –ultimátums ante los cuales no podían ceder–. Por supuesto, Blinken también pidió una mayor cooperación en materia de cambio climático, pero siempre en segundo lugar. Desde el punto de vista chino, Washington es el que toma como rehén las discusiones sobre los temas que representan una problemática crucial para el planeta.

¿Acaso no es hora de poner fin a ese jueguito que consiste en desplazar hacia el otro la responsabilidad de la situación, y de retomar las discusiones pragmáticas sobre las medidas que permiten reducir el riesgo de un conflicto violento? Estados Unidos debería comprometerse a que sus buques de guerra no transiten más por el estrecho de Taiwán, y Beijing, a no atravesar la línea media del estrecho con sus fuerzas militares. Si bien es imposible volver a la era previa a la visita de Pelosi, se debe hacer todo lo posible para impedir que esta nueva configuración genere un conflicto armado.

Michael T. Klare

Michael T. Klare: Investigador en cuestiones relacionadas con la geopolítica de los recursos.

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