1 de julio en México: Dos años

Como algunos siguen sin entenderlo, va de nuevo: lo que ocurrió en 1 de julio de 2018 no fue una elección, sino una sublevación. La mayoría absoluta de la ciudadanía no fue a las urnas para poner a un nuevo administrador en la cabeza del régimen, fue para destruir el régimen. La decisión no fue entre Anaya, Meade, El Bronco o López Obrador, sino entre mantener el modelo neoliberal y oligárquico o enterrarlo.

Sí, de seguro hubo voto de hartazgo, de exasperación y de rabia por 30 años de agravios sistemáticos y profundos del poder público a la sociedad, pero millones de personas sufragaron además por un proyecto alternativo de país que se había venido gestando desde que inició el viraje hacia el neoliberalismo, en 1982, y que ya en este siglo encarnó en el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador. Y no, el suyo no era el mejor proyecto, sino el único posible: ni Anaya ni Meade fueron capaces de construir algo mínimamente viable por la simple razón de que ambos eran náufragos del desastre neoliberal en el mundo y en México.

Dicho de otro modo: la columna vertebral de la aplicación local de ese modelo era la integración supeditada a Estados Unidos; primero en lo comercial, luego en lo económico y en los últimos sexenios del ciclo, en seguridad nacional y pública; pero la llegada de Trump a la Casa Blanca cortó de tajo cualquier perspectiva de continuidad en el proyecto y ni el PRI ni el PAN fueron capaces de imaginar –acaso porque el espíritu de dependencia se les había convertido en horma– un programa basado en el ejercicio efectivo de la soberanía, en la recuperación de segmentos nacionales cruciales para la economía y en la apuesta por el mercado interno. Su reflejo desesperado, el más grotesco posible, fue tomar abierto partido por Hillary Clinton en el proceso electoral del país vecino.

Aunque carezca de doctorados en Harvard, Yale, el CIDE, el ITAM o el Colmex, la gente común percibió con nitidez que cualquier intento de perpetuación de un régimen ya huérfano de plan y de rumbo sería catastrófico de necesidad para la nación; aun así, no fue empresa fácil derrotarlo en las urnas porque sería necesario enfrentarse a todo un arsenal de instrumentos de adulteración de la voluntad popular, incluidos organismos electorales que desde 2006 fungían no como árbitros de la contienda, sino como mecanismos de legitimación del fraude. Basta con hojear los diarios del primer semestre de 2018 para concluir que en los comicios de ese año las mapacherías no fueron muy distintas a las de procesos electorales previos y que, como siempre, los que debían ser guardianes de la democracia se limitaron a mirar hacia otro lado. Hubo robo de urnas y papelería electoral, hubo compra furtiva o abierta de sufragios, inducción del voto y sólo entre el primero de julio y el día anterior, una decena de asesinatos directamente vinculados a la elección. En entidades como Puebla, el morenovallismo entonces gobernante perpetró además una descarada alquimia con las actas y boletas.

Para superar los mecanismos del fraude –que eran capaces de adulterar el veredicto del pueblo hasta en 7 u 8 por ciento– no sólo era necesario obtener más votos que cualquier candidato del régimen, sino lograr la mayoría absoluta y un poco más, así como organizar un ejército capaz de cubrir la totalidad de los centros de votación para impedir los trastupijes del Prianrd. Es claro, en suma, que así se haya desarrollado en forma de una elección, el proceso que culminó hace dos años fue, en el fondo, una insurrección en contra de un régimen tan odioso como insostenible.

Y sí, como resultado de esa insurrección se conquistó la Presidencia para un proyecto de transformación profunda y radical que no se propone administrar el régimen, sino acabar con él, con sus usos y costumbres, con sus normas y con sus prácticas habituales de gobierno. Como consecuencia, las lógicas de funcionamiento institucional tradicional hoy se encuentran dislocadas, al igual que los términos en los que el poder político se relacionaba con la sociedad.

Y sí, hay descontento, no sólo el de la casta política desplazada y de los logreros y capitanes de empresa que se comían el erario a mordiscos, sino también de miles de personas de clase media, trátese de los intoxicados veteranos de las campañas de odio contra AMLO o de quienes sienten que la 4T no les ha hecho justicia; algunos de estos últimos incluso se sumaron a la sublevación de julio del 18 sin tener muy claro hacia dónde apuntaba. Con los desplazados y los envenenados (AMLO nos está volviendo Venezuela o es un peligro para México) no hay mucho que hacer; a los desilusionados, por su parte, habría que recordarles que la transformación en curso no se propuso beneficiar en primer término a unas decenas o centenas de miles de clasemedieros, sino a las decenas de millones de pobres y de pobres extremos a los que el Estado les había dado la espalda desde siempre.

Pedro Miguel

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