Afganistán, tumba del invasor occidental

Aunque el débil haya vencido al fuerte por enésima vez en Afganistán, nada es lo que parece en el país que los antiguos griegos llamaban Bactria, provincia oriental del imperio persa en versión aqueménida (dinastía iniciada por el rey Aquémenes en 550 aC), hasta ser conquistada por Alejandro Magno en 330 aC.

Dato no menor para los geopolíticos que presumen de su marxismo a la carta: en la Bactria (concretamente en Kabul), surgieron los embriones del pensamiento occidental, caracterizado por las maniqueas nociones de bien y mal, predicadas por el reformador religioso indoiraní Zoroastro (o Zaratustra), hace 2 mil 500 años.

Alejandro fue el único invasor occidental que logró someter a los antiguos afganos. Pero no lo hizo a lo bruto, y dejó marcas indelebles en su conciencia nacional. Por ejemplo, la segunda ciudad del país, Kandahar (capital espiritual de los talibanes), tiene fuertes vínculos con Alejandro, y la cultura helenística que los romanos extenderían por todo su imperio.

Afganistán alcanzó su independencia del colonialismo británico progresivamente (1919-26) y hasta 1953 fue una monarquía seudoconstitucional supervisada por Londres, con ayuda financiera de Estados Unidos. Y lo que siguió fue un hipercomplejo proceso de luchas tribales y revolucionarias, que condujo al derrocamiento de la monarquía en 1973.

En abril de 1978, el Partido Popular Democrático (PPD) alineado con Moscú y encabezado por el líder y escritor comunista Nur Mohammed Taraki, se alzó con el poder. No duró mucho en el cargo de presidente. En septiembre de 1979, Taraki murió misteriosamente afixiado por una almohada, episodio que en Moscú conmovió a su amigo Leonid Brézhnev.

Otro aliado de Moscú, Babral Karmal, fue nombrado presidente de Afganistán. Pero sin poder hacer mucho frente al desmadre de intrigas, conspiraciones y conjuras, Karmal creyó salir del laberinto solicitando el apoyo militar de la Unión Soviética. Así, en diciembre de 1979, los rusos se metieron en lo que a la postre sería su propio Vietnam.

¿Qué había pasado? Algo muy simple: el programa revolucionario del PPD resultó demasiado occidental, claramente prosoviético y a todas luces incapaz de enfrentar la reacción combinada de Washington, el gobierno derechista del vecino Pakistán, y los guerrilleros islámicos de fe sunnita y chiíta, apoyados por la flamante revolución de los ayatolas en Irán (1979).

La perestroika (reforma anunciada por Mijail Gorbachov en 1986) fue el principio del fin de la revolución en Afganistán. Pero lo desquiciante fue la posición inicial y posterior de Washington. Campeón mundial de la lucha-contra-el-narcotráfico, Estados Unidos empezó haciendo la vista gorda frente a la producción de opio y heroína, ya que le eran funcionales para financiar su política injerencista.

Sin embargo, seis meses después de la retirada de las tropas soviéticas, dos emisarios de la embajada de Estados Unidos en Pakistán contactaron con el comandante Nassim Ajunzada, jefe de una de las guerrillas islámicas que con apoyo de la CIA, combatían al gobierno de Kabul.

Los diplomáticos propusieron a Ajunzada eliminar los cultivos de amapola a cambio de una ayuda de la Usaid. Ajunzada cumplió. Pero la Usaid no cumplió y, en marzo de 1990 Ajunzada fue asesinado en la ciudad de Peshawar (Pakistán). Entonces, su hermano mayor, Rasul, retomó la causa y pidió a los campesinos engañados que siembren toda la amapola que puedan, inclusive en los techos de sus casas.

En ese mosaico de enredos, aparecieron combatientes como Osama Bin Laden, financiado por Arabia Saudita y la CIA, y vinculado por intereses familiares a grupos petroleros de Texas. O sea: una suerte de “ Che Guevara” al revés para combatir, tanto daba, a comunistas y nacionalistas del Islam por igual.

Restaría decir algo sobre el grupo talibán, surgido en centros de estudio islamícos de Kandahar, a mediados del decenio de 1990. Los talibanes son una versión ultrapuritana y marginal del islamismo sunní, que tampoco entusiasma a los izquierdistas ultrapuritanos de Occidente. Pero hasta la invasión yanqui de 2001, combatieron a las mafias del país, reduciendo el gran negocio del capitalismo realmente existente: la venta de opio, y su desestabilización en los países periféricos.

La decadente historia universal (o sea la de Occidente) suele ser algo tediosa por reiterativa. Señalemos, por fin, eso que las buenas conciencias escatiman con académica hipocresía: en menos de 200 años, los poderosos ejércitos del supremacismo moderno occidental, encontraron su tumba en Afganistán: Inglaterra (1839-42 y 1880-1901); la ex Unión Soviética (1979-89), y Estados Unidos (2001-21). Moraleja: mejor no meterse con los afganos.

José Steinsleger

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