Argentina – Estado de litio (otra vez)

Queridos codeudores, oras y oros:

Quiero comenzar con una pequeña confesión: soy humorista, y amo serlo. De hecho, soy un poco “trabajólico”, pero no porque me guste tanto trabajar “en sí” (para nada), sino porque disfruto enormemente de aquello con lo que, además, me gano la tostadita light (es que estoy tratando de bajar la zapán). Me siento, en este sentido, un niño –por eso de que son “los únicos privilegiados”–, y creo que todes aquelles que trabajan y viven de “hacer lo que les gusta” compartirán mi sensación.

El motivo de semejante confesión (que quienes leen asiduamente esta columna habrán considerado obvia) es que debo decirles algo: con tooodo lo que me gusta, con tooodo lo que lo disfruto, en estos días “’tá difícil ser humorista”.

Y no porque sean días trágicos (en algún punto, lo son; en otros, no; y los humoristas nos llevamos muy bien con el drama, pero no con la tragedia), sino porque, para hacer humor, debemos percibir los aspectos absurdos de nuestra vida personal-social-colectiva-etc., y preguntarnos sobre ellos. Es de ahí de donde salen los chistes, las notas, los dibujos, las parodias… Tal vez usted, lector, dirá: “¿¡Pero qué problema hay, entonces, si estamos viviendo tiempos más absurdos que nunca?… ¡Dale, Rudy, te quejás de lleno!”. Tiene usted razón, y al mismo tiempo no la tiene, lector. Y perdone mi dialéctica, pero es lo más barato que pude encontrar en la góndola de Filosofía en este supermercado en el que vivimos.

Digámoslo así: tiene usted razón en cuanto a la cantidad de absurdos de todo tipo, calidad y precio, pero no la tiene cuando piensa que eso solo alcanza: para que algo sea absurdo, tiene que haber algo que no lo sea. Si todo es absurdo, entonces nada lo es (de la misma manera en que, para que algo sea mentira, necesitamos que haya algo que sea verdad; si nada es verdad, nada es mentira). Y, en estos tiempos, los absurdos se naturalizaron y se volvieron “no absurdos”. Desde la biología hasta la economía, pasando sin duda por la política, parece regir un “todo vale”, equivalente a “nada vale”.

Cuando yo era chico, había quien mataba, quien robaba y quien mentía, pero… ¡estaba mal! Las personas que cometían esos actos trataban de no ser descubiertas, de ocultarlos, de negarlos. Nadie decía que matar era pensar distinto sobre la longitud de la vida del otro, que robar era tener un concepto diferente sobre la propiedad, o que mentir era percibir de otra manera un hecho ni que una mentira era una manera creativa de decir la verdad. No, nadie decía ese tipo de cosas. Ahora, sí.

Antes, si la policía arrojaba balas de goma a los manifestantes, nadie decía “personas vestidas de civil arrojaron balas de goma desde sus cuerpos con destino a las armas de los uniformados” o “con improperios vinculados a su supuesto derecho a la opinión, al salario o la libertad de reunión, los manifestantes obligaron a las fuerzas de seguridad a reprimirlos”. No, nadie decía ese tipo de cosas. Ahora, sí.

Hay sectores de la población que quizás no estén sufriendo esa violencia, pero sí otras. Y el problema es que no las equiparan. No se dan cuenta de que, cuando el victimario le echa la culpa a la víctima, hace lo mismo que, en otro ámbito, le hacen a ella, a él o a ello, aunque por motivos que parecen diferentes pero son siempre el mismo: el abuso de poder.

Cuando una candidata que fue montonera, menemista, delarruista, lilitacarrista y macrista lidera las encuestas (en las que no creo, pero hay gente que sí) y presenta como programa de gobierno la represión, el ajuste, la pérdida de derechos y la represión (otra vez, para quienes hayan sobrevivido a la primera) me pregunto adónde fue a parar “lo que no es absurdo”.

Cuando un candidato que propone la venta de órganos, el cierre de las empresas públicas y la renuncia a la propia moneda tiene una gran intención de voto (no le creo ni ahí, pero dicen que sí), uno llama por teléfono a su psicoanalista, que probablemente esté llamando desesperado a su propio psicoanalista, y así sucesivamente.

Cuando una fuerza que creo mayoritaria no puede ponerse de acuerdo consigo misma, al menos respecto de “qué cosas sí y que cosas no”, los humoristas sentimos que nos están poniendo a nosotros en el lugar del sentido común, lugar que detestamos. Que somos nosotros, los humoristas, quienes, como en el cuento de Andersen, tenemos que salir a gritar: “¡El rey está desnudo!”.

Cuando autoridades militares de un imperio hablan de “nuestro litio, nuestra agua” refiriéndose no a la que pueda haber en “su” (o sea, el de ellos) propio territorio nacional, sino en el nuestro –pero el nuestro de nosotros–, el absurdo rompe las dimensiones geográficas, los límites necesarios para que no desborde la locura.

Mientras tanto, en Jujuy, hay “estado de litio”.

Marcelo Rudaeff

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