Argentina – La plaza del apocalipsis

El nuevo presidente pudo hablar frente a millares de partidarios entusiastas congregados en las dos plazas de mayor simbolismo de la Ciudad de Buenos Aires. El flamante presidente Javier Milei obtuvo el placer de dar el discurso inaugural de su presidencia ante una multitud de adherentes que ocuparon parte de la plaza del Congreso.

Más allá de diferentes estimaciones acerca de la cantidad de movilizados, no hay duda de que fue una manifestación pública importante.

Más tarde, ya en la plaza de Mayo, la concurrencia aumentó. Y la generalidad de los observadores coincidieron en la extracción policlasista de les asistentes, y en cierto predominio de las generaciones más jóvenes.

Un detalle a destacar fue que aún los párrafos más amenazantes de la alocución presidencial, a propósito del “ajuste” y el shock que se vienen, fueron retribuidos con aplausos y ovaciones. Mientras el disertante anunciaba una catástrofe de proporciones, con aumento de la ya desbocada inflación, caída de la actividad económica e incremento de las ya lacerantes cifras de pobres e indigentes, los asistentes parecían vibrar de alegría.

Cuando Milei hizo un paréntesis en su exposición economicista para hablar de inseguridad, resonó un vítor inhabitual, “policía, policía”. Es de suponer que allí converge la real desprotección frente al delito de una parte de la población con el resultado de la incitación al punitivismo que los medios de comunicación descargan a todas horas.

Lo no tan previsible es que, contra múltiples evidencias, las fuerzas policiales sean percibidas aún como componente de la solución y no como parte del problema.

No sólo (y no tanto) “la casta”

Nadie entre el público pareció reparar en un cambio no tan sutil entre la exposición del flamante presidente en las escalinatas del Congreso Nacional y reiteradas manifestaciones anteriores. Nos referimos a la modificación que ha reemplazado “la política” por “el Estado”.

Hasta hace poco, el “liberal libertario” afirmaba que el ajuste lo pagaría “la política”. Eso era inverosímil desde el comienzo, porque aún con definiciones amplias de “gasto político” (Sueldos de funcionarios, viajes, desvío de fondos hacia campañas partidarias, etc.), su disminución sólo significaría una porción irrelevante del gasto total del Estado nacional.

Lo que podría recortarse por esa vía no tiene ninguna proporción con el 5% del PBI de reducción del “gasto público” que ya hace tiempo viene anunciando el nuevo mandatario. Y eso luego de un período en el que hablaba de un disparatado 15% del producto.

En la alocución del domingo al mediodía sus previsiones cambiaron. Y anunció que el “ajuste” caerá casi totalmente “sobre el Estado” y no sobre el sector privado.

Esta última afirmación tiene más de un corolario. Uno es que la “motosierra” ya no operaría contra “la casta” sino sobre cualquier hijo de vecino cuya vida tenga algo que ver con erogaciones de fondos públicos. A saber: Jubilación, asignaciones sociales varias, salarios (los que sean empleados estatales), subsidios sobre el transporte, la energía u otros rubros; sistema público de educación y de salud.

De la enumeración anterior se desprende con claridad que una mayoría de la población argentina verá pasar el hacha directamente sobre sus ingresos. O bien esta recaerá en otras prestaciones que le facilitan o le abaratan la vida de alguna forma. Y en muchísimos casos, ambas cosas a la vez. Sin embargo, la multitud exultante le respondió al “león”: “Motosierra, motosierra”.

Está sembrada en profundidad la idea, cultivada hasta el hartazgo por doctrinarios neoliberales y economistas de la City, acerca de que el Estado es un enemigo que no hace otra cosa que apoderarse de lo que legítimamente le corresponde a la sociedad civil. Desde ese razonamiento, cualquier “achicamiento” del aparato estatal devendría en beneficio de quienes padecen su real o supuesta “hipertrofia”.

El descalabro de buena parte de la gestión estatal en los últimos años le agrega credibilidad a esa generalización injusta y le abre paso a la interpretación más conservadora de los males sociales.

El conjunto se refuerza al reiterarse que “no hay alternativa”. El presidente recién asumido insistió sobre la idea de que ante el desastre reinante, no le queda otra opción. “No hay alternativa”, como en su momento repetía su reverenciada Margaret Thatcher.

De los empresarios será el reino de los cielos

La otra conclusión parte de la eximición del “sector privado” respecto del ajuste. Allí no habrá nada o casi nada que disminuir. Al contrario, para el gran capital (que es lo que subyace bajo la eufemística calificación de “los privados”) está la perspectiva de las liberaciones totales de precios, las facilidades para despedir o precarizar personal, la posibilidad de reprivatización de empresas y actividades que brinden nuevas “oportunidades de negocios”. Casi el mejor de los mundos.

Es cierto que un “tijeretazo” violento sobre las obras públicas puede complicar la rentabilidad de los empresarios de la construcción o sectores conexos. O que la supresión de cualquier medida proteccionista puede poner en aprietos a algunas industrias, como la textil.

Esos contratiempos “sectoriales” no contrarrestarán la tendencia general, de nuevas posibilidades para el incremento de las ganancias y la acumulación del capital.

En todo caso, entre las grandes empresas podrá haber algunas “perdedoras”, pero entre las ciudadanas y ciudadanos “de a pie” el conjunto de los perjudicados será el predominante.

Lo anterior no parece hacer mella entre los partidarios más fervorosos de “la nueva era” anunciada para nuestro país. El trabajo de zapa ideológica induce a visualizar a los “enemigos” hacia abajo o al costado; los “planeros”, los “privilegiados” que poseen derechos visualizados como “prebendas”.

La mirada crítica hacia “arriba” existe, pero se circunscribe a “los políticos”. Los capitalistas tienden a ser percibidos como quienes “arriesgan”, “invierten”, “dan trabajo”. Casi como abanderados del bienestar general, perjudicados igual que “los laburantes” por los impuestos y la rapiña de las dirigencias.

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Milei pudo bajarse del escenario frente al Congreso y dirigirse a la Casa Rosada con la satisfacción de haber vaticinado un futuro muy sombrío, sin por eso perder cierto calor popular. Apenas el mezquino pronóstico de “una luz al final del túnel” y el anuncio de tono redentor del advenimiento de tiempos nuevos quedó como un toque auspicioso. La única justificación de un toque de optimismo para quienes se hallen muy dispuestos a confiar en el gobierno que se inicia.

Por el momento parece merecer cierto crédito la noción de que el pueblo debe “sufrir” y “sacrificarse” aún más, para superar toda una época de desaciertos y mentiras. El líder de La Libertad Avanza le agrega dramatismo a través de una interpretación histórica de resonancias reaccionarias: El declive nacional se habría iniciado hace más de un siglo, desde los tiempos de Hipólito Yrigoyen.

¿Qué pueden significar unos meses, o un par de años de renovados padecimientos al lado de la “solución” de males de vigencia más que secular? Habrá que ver cuántos sostienen esa mirada cuando el empeoramiento de la situación se generalice y el sustento personal o familiar se encuentre en riesgo aún mayor que el que ya adolece.

No hubo anuncios de medidas concretas. Es comprensible, una enumeración más o menos detallada de las acciones a llevar a cabo podría haber aguado la fiesta aún a algunxs de los más entusiastas. Es muy probable que toque a ministras y ministros, con el de Economía al frente, anunciar los dolorosos cursos de acción, a partir del lunes 11 de diciembre. Entretanto, el presidente seguirá invocando a “las fuerzas del cielo” que vendrían a auxiliarlo.

Él sabe, mucho mejor que la mayoría de sus votantes, que esas “fuerzas” no son otras que las del gran capital local e internacional. Y deben caberle pocas dudas de que a la hora de emprender una agresión frontal contra trabajadoras y trabajadores, contará con su nada celestial apoyo.

Daniel Campione

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