Biden, ¿Quién es tu George Ball?

Todo presidente necesita una voz disidente

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Este es el relato sobre otro estadounidense que, al igual que Daniel Ellsberg [filtrador de los Papeles del Pentágono], hizo lo correcto en el momento indicado en medio de una guerra. Sin embargo, a diferencia de Ellsberg, su acto de valentía no saltó a los titulares y sufrió poco por ello. Su nombre es George W. Ball.

Era un abogado del Medio Oeste que no apoyó políticamente a John F. Kennedy en su campaña presidencial de 1960 y no sirvió con valentía ni sufrió violencia en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, desempeñó un papel clave en la reconstrucción de Europa tras la guerra y a principios de 1961 fue nombrado subsecretario de Estado en la Administración Kennedy. Su principal cometido era lidiar con los asuntos económicos y agrícolas internacionales.

Ball había dirigido el estudio de posguerra que se llevó a cabo en Londres sobre los bombardeos estadounidenses al final de la guerra. Entendió, como había demostrado la encuesta, que el intenso bombardeo diurno de las ciudades alemanas no había destrozado la moral de los ciudadanos, como se había supuesto, sino que había aumentado su apoyo al régimen nazi –y quizás prolongado la duración de la guerra–. Posteriormente, Ball sería el único alto funcionario de la Administración Kennedy que advirtiera directamente al presidente de los peligros de enviar soldados estadounidenses a la guerra de Vietnam como habían recomendado sus generales. En el libro que publicó en 2000, Our Vietnam: The War 1954-1975, A.J. Langguth, que cubrió la guerra para el New York Times, relató la valiente advertencia que hizo Ball al presidente a finales de 1961: “Si seguimos por ese camino, dentro de cinco años podríamos tener a 300.000 de nuestros hombres en los arrozales de las selvas de Vietnam y no volver a verlos nunca”.

Ball fue el único alto funcionario que advirtió a Kennedy de los peligros de enviar soldados estadounidenses a Vietnam

En sus memorias de 1982, Ball recordaba la irritada respuesta de Kennedy: “George, estás más loco que una cabra. Eso no va a ocurrir”. De vuelta en su despacho, Ball le dijo a un ayudante: “Nos dirigimos hacia un caos infernal y no puedo hacer nada al respecto. O los demás están locos o lo estoy yo”.

Ball, que había trabajado con Adlai Stevenson, el exgobernador liberal de Illinois, y le había apoyado en dos campañas presidenciales fallidas en la década de 1950, era menospreciado por muchos de los planificadores de guerra tenaces e inflexibles que había dentro de la Administración, pues no consideraban que fuera sincero, sino el típico “pacifista”.

Kennedy había recibido un buen golpe en los primeros meses de su gobierno por su anterior fracaso al intentar derrocar a Fidel Castro, el líder comunista de Cuba, y semanas después en una brutal cumbre con un displicente líder soviético, Nikita Khrushchev. Les plantaría cara en Vietnam del Sur. En 1962 también decidió convertirse en el primer presidente estadounidense que intentaba frustrar lo que Washington consideraba las ambiciones de la Unión Soviética de convertir en armas sus enormes reservas de petróleo y gas natural. Rusia había anunciado su intención de construir un oleoducto de unos 4.000 kilómetros desde sus yacimientos de petróleo y gas natural de Tatarstán, a unos 1.125 kilómetros al este de Moscú, que tendría capacidad de suministrar la energía barata que tanto necesitaban los países del bloque soviético en un plazo de unos cinco años, con oleoductos más pequeños que podrían adentrarse más en Europa. Todos seguían luchando por recuperarse de la devastación de la Segunda Guerra Mundial.

Kennedy fue el primer presidente estadounidense que intentó frustrar el envío de petróleo y gas soviético a Europa

Kennedy respondió a través de la OTAN en un esfuerzo inútil por imponer un embargo a las importaciones procedentes de Europa Occidental a Rusia de los materiales para construir el oleoducto. En un estudio de 2018, Nikos Tsafos, un experto que fue nombrado el año pasado asesor energético del primer ministro de Grecia, describió lo que ocurrió a continuación: “El objetivo de Kennedy era retrasar o incluso detener el (…) oleoducto que aumentaría las exportaciones de petróleo soviético. El embargo dividió a la alianza [OTAN], y el Reino Unido fue el que más se opuso; el oleoducto se completó con un ligero retraso y el embargo se levantó en 1966”. Tsafos citó a un colega que señaló que “se podría argumentar que el embargo del oleoducto causó más daño a las relaciones entre Estados Unidos y Europa que a la economía soviética”. Esa valoración, señaló Tsafos, “se aplica a casi todos los esfuerzos transatlánticos contra los hidrocarburos soviéticos y, más tarde, rusos”.

El presidente Ronald Reagan llegó al poder en 1981 decidido a enfrentarse a lo que llegaría a llamar el “imperio del mal” y no tardó en intensificar las tensiones entre Washington y Moscú. Reactivó el programa de bombarderos B-1 que había sido cancelado por la Administración Carter; anunció que su gobierno invertiría miles de millones en un sistema de defensa antimisiles balísticos; y en Alemania Occidental desplegó misiles Pershing II, capaces de transportar una cabeza nuclear. En un discurso de 1982 habló de relegar a la Unión Soviética al «cajón del olvido”.

Reagan intentó bloquear un segundo oleoducto soviético que iría de Siberia Occidental a Europa Occidental

Reagan también intentó bloquear un segundo oleoducto soviético que iría de Siberia Occidental a Europa Occidental. El gobierno de Alemania Occidental había aprobado la idea y en principio había acordado prestar 4.750 millones de dólares para ayudar a financiarlo. Reagan ofreció suministrar carbón y energía nuclear al gobierno de Alemania Occidental si rescindía su acuerdo con Moscú. Los alemanes dijeron que no. Posteriormente, Francia firmó un contrato multimillonario con la Unión Soviética para la compra del gas siberiano. La Administración Reagan respondió aumentando las sanciones existentes contra el apoyo empresarial estadounidense al gasoducto, que incluía a todas las empresas extranjeras que hicieran negocios con Rusia. A todas esas empresas se les prohibiría hacer negocios con Estados Unidos.

De nuevo aparece George Ball, recién jubilado tras muchos años de tranquilidad como socio directivo de Lehman Brothers en Nueva York. En otoño de 1982 publicó un ensayo en The New York Times Magazine, “The Case Against Sanctions”, que presagia, de un modo inquietante, las opiniones antirrusas repetidamente expresadas hoy por el presidente Biden, el secretario de Estado Tony Blinken, el asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan y la subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos Victoria Nuland.

“La Administración Reagan”, escribió Ball, “ha introducido en la toma de decisiones gubernamentales un sesgo ideológico que podría denominarse la Herejía Maniquea. Los maniqueos actuales defienden el concepto doctrinario de que el comunismo soviético es el Anticristo: un elemento maligno que debe ser extirpado si queremos que haya paz en el mundo… Los intelectuales neoconservadores comparten este punto de vista… Como principal táctica operativa, los maniqueos harían que Estados Unidos aprovechara cualquier pretexto para acosar a los rusos. La economía soviética es enorme, la Unión Soviética posee vastos recursos de materias primas dentro de sus fronteras… Las sanciones constantes, por persistentes que sean, nunca podrían ser más que un incordio insignificante… Con una arrogancia inversamente proporcional a su propia experiencia acreditada, los líderes de la Administración están utilizando métodos burdos para intentar pasar por encima de los juicios e intereses ponderados de los gobiernos aliados al actuar como si Estados Unidos tuviera el monopolio de la sabiduría”.

Tres décadas más tarde, en 2014, el vicepresidente Joe Biden retomaría el lenguaje de Reagan y sus temores sobre las reservas de gas y petróleo de Rusia en un discurso pronunciado en la Cumbre Energética y Económica del Consejo Atlántico que tuvo lugar en Estambul. El uso que Rusia hacía de su energía era “un arma que socava la seguridad de las naciones”, advirtió. “Aquí, en Europa, la seguridad energética adquiere un interés de seguridad regional especialmente vital debido al historial de Rusia en el uso del suministro de energía como arma de política exterior”.

Biden optó por ignorar a los aliados europeos de Estados Unidos

“Mi mensaje aquí”, continuó Biden, “no es que Europa pueda o deba prescindir de las importaciones rusas. No se trata de eso en absoluto. No tengo ninguna duda de que Rusia seguirá y debe seguir siendo una fuente importante de suministro energético para Europa y el mundo… pero tiene que seguir las reglas del juego. No debería poder utilizar la política energética para jugar”. Biden estaba advirtiendo a Rusia de que debía jugar según las reglas de Estados Unidos. Ahí está el germen de la desaparición de los gasoductos Nord Stream ocho años después.

En su ensayo de 1982, Ball ofreció a los Estados Unidos del futuro lo que sería una guía ignorada sobre la forma de hacer frente a un oleoducto ruso no deseado: “Si nuestro Gobierno piensa, por las razones que sean, que el oleoducto no es una buena idea, debería insistir discretamente en esa opinión a sus aliados e intentar persuadirles para que sigan un rumbo diferente; en eso consisten las alianzas”.

El pasado mes de septiembre el presidente Biden optó por ignorar a los aliados europeos de Estados Unidos. Es más, al aprobar la destrucción de los oleoductos Nord Stream, puso a esos aliados en riesgo de no poder calentar los hogares de sus ciudadanos. Ni él ni su equipo de seguridad nacional tuvieron el valor o la integridad de decir qué se había hecho y por qué. A estas alturas, salvo que se produzca una deserción importante entre los pocos que lo saben, es probable que Biden y sus ayudantes nunca admitan la verdad.

Es imposible saber, a la espera de las revelaciones del gobierno, por qué Biden eligió ese día para destruir el gasoducto, pero es un hecho del que, diez días antes, Vladimir Putin se había burlado indirectamente durante una conferencia de prensa tras una cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai patrocinada por Rusia en Uzbekistán. A Putin se le preguntó por el aumento del precio del gas natural en toda Europa, que se describió como una consecuencia de la guerra que decidió iniciar con Ucrania. Putin afirmó que la crisis energética en Europa no había sido provocada por la guerra, sino que era el resultado de lo que denominó “la agenda verde” y del cierre de instalaciones de gas y petróleo en respuesta a las protestas ecologistas.

El presidente ruso dijo entonces que si Occidente necesita más gas “urgentemente… si las cosas están tan mal… basta con levantar las sanciones [que había aplicado el gobierno alemán, con el visto bueno estadounidense] contra Nord Stream 2 con sus 55.000 millones de metros cúbicos anuales. Todo lo que tienen que hacer es pulsar el botón y ponerlo en marcha. Pero optaron por cerrarlo ellos mismos… impusieron sanciones contra el nuevo Nord Stream 2 y no lo abrirán. ¿Es culpa nuestra? Que piensen bien [en Occidente] quién tiene la culpa y que ninguno de ellos nos culpe a nosotros de sus errores”.

Las críticas de Ball a las sanciones se recuerdan poco ahora, pero su valentía al enfrentarse a Kennedy al principio de la Guerra de Vietnam ha perdurado en la mente de algunos altos responsables políticos de Washington. Una tarde, mientras informaba para el New Yorker sobre las perniciosas y secretas intrigas en política exterior del vicepresidente Dick Cheney en los años posteriores al 11-S, me llamó la secretaria del parlamentario David Obey. El demócrata de Wisconsin era presidente del Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes y sin duda uno de los miembros más importantes, y solitarios, del Congreso. Llevaba en la Cámara desde 1969 y era uno de esos representantes casi invisibles que lograba que el Congreso no te defraudara. Obey era también uno de los cuatro miembros de un subcomité, formado por dos demócratas y dos republicanos, con acceso a los secretos de la CIA: los hallazgos sobre todas las operaciones encubiertas que la agencia, según la ley, tiene que facilitar al Congreso. El mensaje que me envió Obey fue muy directo: leía en mis artículos supuestas operaciones encubiertas que él desconocía. Lo que ocurrió a continuación sigue siendo un asunto privado, pero después de que Obey se jubilara en 2011, en el segundo año del primer mandato de Barack Obama, hice un esfuerzo por ponerme en contacto con él.

Obey me contó una historia sobre George Ball. Resultó que el recuerdo de la voluntad de Ball de enfrentarse a Kennedy con una verdad no deseada sobre la Guerra de Vietnam seguía ardiendo con fuerza en algunos. Obey dijo que, como miembro demócrata de mayor rango de la Cámara de Representantes, había sido invitado por Obama a una pequeña reunión, convocada al principio del nuevo gobierno, para hablar de la guerra que se estaba librando en Afganistán. Obey me dijo que había permanecido callado mientras los generales y los legisladores discutían cuántas tropas debía añadir el nuevo presidente en ese momento. Su preocupación era presupuestaria. (El único atisbo de desacuerdo expresado en la reunión, recordaba Obey, procedía de Joe Biden. Esa cautela de entonces presagiaba la decisión que tomó Biden el año pasado de admitir la derrota y retirar al ejército estadounidense de Afganistán. Fue una decisión marcada por la mala planificación, la falta de fuerzas suficientes y un atentado suicida que mató a trece soldados estadounidenses en el proceso de evacuación).

Al terminar la reunión, dijo Obey, le preguntó al presidente si tenía un momento para una charla rápida. Obey advirtió a Obama de que la ampliación de la guerra afgana “desplazaría [del presupuesto] gran parte de su programa nacional, excepto quizá la sanidad”. Le preguntó al nuevo presidente si recordaba las grabaciones que hizo Lyndon Johnson en la Casa Blanca en los días posteriores al asesinato de Kennedy, que se habían hecho públicas unos años antes y que se habían convertido en tema constante de la radio pública los sábados por la mañana. Obama lo recordaba. ¿Recordaba el presidente la conversación que mantuvo Johnson, pocos meses después de tomar posesión de su cargo, con el senador Richard Russell, de Georgia, el conservador jefe del Comité de Servicios Armados, en la que ambos hombres reconocían que añadir más efectivos en Vietnam, lo que entonces pretendían los comandantes estadounidenses en Saigón, no ayudaría al esfuerzo bélico sino que incluso podría conducir a una desastrosa guerra con China? A Johnson también le preocupaba, le dijo a Russell, que muchos miles de soldados estadounidenses murieran en las selvas del sudeste asiático. De nuevo Obama dijo que sí, que recordaba esos diálogos. Obey preguntó entonces a Obama: “¿Quién es tu George Ball?” Se hizo el silencio. “O el presidente decidió no contestar”, me dijo el decepcionado Obey, “o no tenía ninguno”. Con esa pregunta se acabó la conversación. Posteriormente, Obama autorizó un aumento de 30.000 soldados para la guerra.

Seymour Hersh

Artículo original en inglés se publicó en la newsletter de Seymour Hersh en Substack.

Traducido al Español por Paloma Farré.

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