Bolivia: La insostenible careta de la dictadura

El miércoles, el Tribunal Constitucional de Bolivia otorgó una ampliación de mandato a la autoproclamada presidenta, Jeanine Áñez, así como a los senadores, diputados, alcaldes y gobernadores cuyos periodos vencen este 22 de enero. Con dicho fallo, los funcionarios podrán mantenerse en sus cargos hasta la instalación de un nuevo gobierno tras los comicios que el régimen de facto fijó para el próximo 3 de mayo.

El jueves, el viceministro de Seguridad Ciudadana, Wilson Santamaría, anunció la militarización del país con el despliegue permanente de 70 mil elementos del ejército y la policía en las calles de las principales ciudades. Por su parte, el ministro de Defensa, Luis Fernando López, sostuvo que la medida estará vigente hasta el viernes 24, una admisión tácita de que el despliegue tiene como propósito inmediato disuadir y reprimir cualquier manifestación ciudadana en el contexto del Día del Estado Plurinacional, que desde 2010 conmemora el 22 de enero el fin de la República criolla. Esta intención represora –eufemísticamente llamada prevención de alteraciones por las autoridades golpistas– queda refrendada con el envío de tanquetas y otros vehículos militares a la región de El Chapare, bastión histórico de la resistencia indígena y plaza fuerte del presidente exiliado Evo Morales.

La sincronía entre los actos referidos supone la ratificación del golpe de Estado del 10 de noviembre, y de que el gobierno instalado desde entonces en La Paz constituye una dictadura, pese a los malabares verbales emprendidos por gobiernos de derecha y medios de comunicación afines para dotar de un barniz de legitimidad al régimen autoritario. Así fue desde un principio, como muestra el hecho de que Áñez fuera aupada al poder mediante una conspiración cívico-militar reconocida de manera abierta por uno de sus principales líderes, Luis Fernando Camacho; y así se ha confirmado con el asesinato de manifestantes, el cierre de medios de comunicación opositores, la instauración de las detenciones arbitrarias como práctica cotidiana de ejercicio del poder, la proscripción de líderes opositores de cara a los comicios venideros, la negación de salvoconductos a los asilados, y los actos de hostigamiento contra cualquier persona o entidad que la dictadura considere non gratos, una de cuyas víctimas ha sido el cuerpo diplomático mexicano en Bolivia.

Tan preocupante es la situación en el país andino como sorprendente el silencio de la comunidad internacional ante la conformación de un régimen violento que da pasos acelerados hacia la prohibición absoluta de cualquier disidencia. Más sorprendente resulta este cerrado mutismo, si se considera la desenvoltura con que esa misma comunidad emite opiniones e incluso sentencias acerca de la manera en que deberían conducir sus asuntos internos otros Estados.

La Jornada

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