Catalanes: ¡No es España, es el euro!

Imaginemos el siguiente escenario hipotético tras el 1-O: de una forma o de otra, Cataluña se ha separado de España, ha obtenido el reconocimiento internacional y se ha integrado dentro de Zona Euro, es decir, se ha independizado parcialmente. Aprovechando el mercado común, así como su potencial económico y exportador, los capitalistas catalanes han seguido maximizando sus beneficios con la connivencia de la élite política del nuevo Estado, una élite a la que la sobrevenida independencia la ha liberado de los procesos judiciales por los desmanes cometidos en el opresor “régimen del 78”.

La eliminación de todos los mecanismos de redistribución hacia las antaño comunidades hermanas ha permitido a Cataluña bajar los impuestos con la excusa de ganar competitividad con respecto a sus socios europeos. Los capitalistas catalanes han logrado asegurarse una magra cuota de mercado en unos momentos difíciles, en los que el haberse desprendido de la siempre incómoda convergencia interregional les ha facilitado atraerse para sí nuevas inversiones y concentrar sectores de alto valor añadido, en una Cataluña también fuertemente desindustrializada, como nación que sigue figurando en el sur de Europa.

Lo han conseguido: hay que reconocerles el mérito. Para sortear la siempre fratricida competencia entre tiburones empresariales y financieros ha bastado el argumento del “peso” y “opresión” que los “suyos” soportaban por la imposición de tener contribuir “más que el resto” a la financiación autonómica. El mito insuflado a la población es el siguiente: Cataluña pierde anualmente décimas de su PIB por esta política “confiscatoria”. Es lo que ocurre por ser más emprendedores y trabajadores que los perezosos y pasivos pueblos del sur.

Con un gasto público raquítico que no ayuda a hacer crecer los beneficios empresariales, estancados en su conjunto, la competencia entre capitalistas se agudiza, y el pueblo catalán, envuelto en sus símbolos y escudándose en su identidad, se habría movilizado tomando partido por sus capitalistas, creyendo que las migajas que se reparten debían llevárselas ellos y no “los otros”. Confundiendo el sol con el dedo que apunta a este, dedujeron que el reparto efectuado con las demás autonomías debía acabar cuanto antes, cuando en realidad con lo que había que acabar era con estas migajas y coger la barra de pan entera. Al convertirse en una colonia alemana en plenitud, soltando “lastre”, han evitado construir una patria para sus trabajadores, pero han conseguido optimizar lo único que realmente estaba en juego: los beneficios de las élites catalanas. La soberanía estaba en Europa, no en España, y el resultado de la “independencia” solo ha servido para dividir, aún más, a las desorganizadas clases populares, enfrentándolas y replegando a una parte de estas a posiciones nacionalistas.

La falta de diálogo y de razonamientos que atendiesen a la justicia social y la preferencia por azuzar, en su lugar, las pasiones y los sentimientos particulares, ha impedido vislumbrar hacia dónde se iba. No es lo mismo salir de la Unión Europea y buscar el pleno empleo gracias a la soberanía monetaria, que pretender quedarse para maximizar los beneficios privados, aprovechándose de una balanza comercial muy favorable y, de paso, engañar a casi todo el mundo.

La ficción arriba descrita, sin ser segura, es muy probable. Resulta fácil buscar enemigos cuando la crisis golpea con saña las condiciones de vida de las clases populares y cuando el Estado es débil en su obligación de servir a la mayoría social. El discurso de señalar “al de fuera” funciona, sobre todo, para que los de abajo se peleen entre ellos. Se ha dado con el complejo brexit y con la ultraderecha representada por Trump en los Estados Unidos, así como con otros monstruos políticos que acechan esperando su oportunidad en Europa. La distorsión manifiesta del “derecho a decidir” pretende hacer pasar por democrático un clarísimo sufragio censitario e identitario, aludiendo a una supuesta opresión que no consta en estadística alguna y que constituye un fraude contra la justicia social, que debería ser, para todos, la finalidad de todo sistema democrático.

Cierta izquierda ha decidido jugarse todo a una República de Cataluña socialista y solidaria, confiando en que el proceso se desborde y produzca en España el advenimiento de la Tercera. Otro delirio. El tan mentado derecho a decidir abre un camino sin retorno que solo aceptará el “sí” como única respuesta, el 1-O o cualquier fecha futura, y que abrirá la vía a otras regiones o, peor, a partes de ellas. Que no nos engañen más: los conflictos identitarios esconden una lucha fratricida entre capitalistas por hacerse con una mayor parte de unos beneficios que se tornan escasos y a unos políticos mayoritariamente corruptos que pretenden tapar sus miserias. ¿En qué posición deja esto la defensa y la lucha de los derechos sociales y a los partidos de izquierda? Encuadrando el conflicto en un marco histórico determinado, ¿podemos pensar que la hipotética situación expuesta aquí sobre el futuro de Cataluña dentro de la Unión Europea es coherente con una posición de izquierdas y revolucionaria? Atendiendo a las disfuncionales instituciones existentes ¿es coherente apoyar una salida de Cataluña enfrentando a las clases populares entre sí? ¿Cómo explicaría la izquierda a las clases populares españolas los recortes que los servicios públicos sufrirían para ajustarse a una situación en la que casi una cuarta parte del PIB se ha esfumado de la noche a la mañana?

El problema de las clases populares de todo el Estado español es el euro, la subordinación a unas instituciones que limitan el gasto público necesario para que exista pleno empleo, abriendo con el malestar social resultante la puerta a este tipo de conflictos. En este asfixiante marco en el que se obliga a los de abajo a enfrentarse entre ellos por las migajas que este sistema reparte, no hay espacio para políticas económicas progresistas. Sin soberanía monetaria, la política fiscal está atada de pies y manos a la disciplina de “los mercados”, del gran capital financiero, contra el que no existe derecho a decidir alguno. La soberanía que la izquierda reclama está en Europa y no en España, y si mañana Cataluña se independiza dentro de las mismas reglas del juego, dejará huérfanas a las clases populares catalanas y españolas. La independencia, la autonomía real, llegará cuando apuntemos a Bruselas y no tanto a Madrid. El sol y el dedo que lo apunta. Esperemos que no nos ciegue.

Esteban Cruz Hidalgo

Andrés Villena Oliver

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