Cataluña

Si la institucionalidad española no se hubiera empeñado en impedir a toda costa la realización del referendo independentista del primero de octubre en Cataluña, tal vez el porcentaje por el no habría resultado minoritario, pero significativo. Pero al empecinarse en negar el derecho al sufragio a todos los habitantes de esa región y declarar ilegal la votación, Madrid dejó sin voz a quienes se oponen al proceso independentista y ofreció en bandeja de plata una mayoría abrumadora al separatismo. Más aun: al lanzar una agresión policial injustificada y bárbara a la ciudadanía que acudió a las urnas e incluso a la que iba pasando frente a ellas, el gobierno de Mariano Rajoy regaló a los secesionistas catalanes un argumento ineludible: no queremos formar parte de un Estado con modales tan violentos y autoritarios.

Después el rey Felipe VI, desde su cargo nominal de jefe de Estado, formuló el ofrecimiento implícito de más garrotazos, proliferaron de parte de la clase política españolista las amenazas de recrudecimiento de la persecución policial del independentismo y, para rematar, Pablo Casado, subsecretario de Comunicación del Partido Popular (en el poder), advirtió a Carles Puigdemont, el presidente de la rebelde Generalitat, que de seguir sus afanes independentistas podría terminar como Lluís Companys.

Hay que recordarlo: el 6 de octubre de 1934 Companys, político catalán que vivió la Segunda República atrapado en los conflictos entre las distintas fuerzas políticas –socialistas, comunistas, catalanistas, anarquistas–, proclamó el Estado Catalán dentro de la República. Tras haber sido presidente de la Generalitat, al término de la Guerra Civil se exilió en Francia, donde los nazis lo capturaron y lo entregaron a la dictadura de Franco. Torturado durante más de un mes en la sede de la Dirección General de Seguridad, en Madrid, fue posteriormente trasladado a Barcelona, donde el franquismo lo sometió a una farsa de juicio y lo fusiló el 15 de octubre de 1940.

Si se considera que proviene del portavoz de un partido fundado por ex funcionarios franquistas, como lo es el PP, semejante amago contra Puigdemont resulta ilustrativo de la fobia irracional y furiosa que el proceso independentista catalán suscita en el bando españolista y de las corrientes cavernarias que predominan en una institucionalidad acosada por la perspectiva cercana de una secesión y, en consecuencia, de su propio derrumbe, y no sólo por la fragmentación territorial sino porque si Cataluña se va, la Constitución de 1978 sólo servirá para exhibirla en un museo. Desde luego, la exhibición de semejantes estilos por parte de Rajoy, Pedro Sánchez –máximo jefe del Partido Socialista Obrero Español–, Felipe de Borbón y otros prominentes partidarios de la unión de España a toda costa, no puede sino acelerar y fortalecer el momento de la independencia catalana.

En la circunstancia actual ha perdido toda significación el debate historicista de si Cataluña puede considerarse o no un territorio conquistado. Independientemente de qué bando los esgrima, el Corpus de Sangre, el asesinato del conde de Santa Coloma, los Decretos de Nueva Planta y el complot de Prats de Molló resultan irrelevantes para considerar la cuestión de una sociedad que, en octubre de 2017, y de acuerdo con los sondeos de opinión, es mayoritariamente partidaria de irse del Estado español. En cambio, a la vista de esos sondeos, la infinita torpeza de Madrid al enviar a sus cuerpos represivos a golpear a los ciudadanos catalanes que votaban en paz da pie para empezar a hablar de fuerzas de ocupación, por más que Cataluña no haya sido nunca, propiamente, una colonia.

Salvando las diferencias de tiempo, lugar e historia, desde cualquier república americana la causa catalana ante lo que sigue siendo el reino genera simpatía social mayoritaria. Aquí las princesas, príncipes y reyes son historias propias de Disneylandia o, a lo sumo, un asunto de la ostentosa pornografía sentimental de revistas especializadas en el género y el hábito de la República es cosa asimilada. Pero, lo más importante –y salvando, como queda dicho, las diferencias de historia, lugar y tiempo–, independizarse de España es una aventura nacional que valió sobradamente la pena, así se haya debido pagar por ella un precio altísimo de sufrimiento, destrucción y muerte.

Pedro Miguel

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