COP26: Mentiras verdes

La vigesimosexta Conferencia de las Partes (COP, por sus siglas en inglés) termina hoy en Glasgow, Escocia. Para entender de qué trata esta gran reunión internacional, identificar correctamente a las “partes” en disputa y qué buscan, debemos remontarnos casi un siglo en el tiempo y mirar hacia Europa y, más específicamente, hacia el moribundo imperio británico.

Una de las entidades más importantes en la historia de la conservación del medioambiente es la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), fundada en 1948 por Sir Julian Huxley, hermano del gran ensayista Aldous Huxley y caballero del Imperio Británico. Sir Huxley y otros elementos prominentes en la creación de la IUCN provenían de la muy inglesa Sociedad para la Preservación de la Fauna del Imperio, fundada en 1903.

Como bien sabemos, la COP se realiza cada año desde 1995, aunque la temperatura siga subiendo, el plástico inunde hasta nuestra sangre y nunca se llegue a nada realmente sustancial. Los convenios firmados no son vinculantes –cuando llegan a firmarse–, debido en buena medida a la incapacidad de los más grandes contaminadores, como EE.UU. y China, para ponerse de acuerdo.

Al mismo tiempo, los líderes globales reunidos para pedirle al mundo que contamine menos no parecen ver contradicción alguna entre ello y arribar a la reunión en favor del clima en 400 aviones privados y haciéndose acompañar por enormes comitivas motorizadas, como la de Joe Biden. Pero la incoherencia raya también con la hipocresía, pues mientras se lleva a cabo la reunión en Glasgow, el gobierno anfitrión pacta sin asco con gobiernos dedicados a petardear la lucha contra el calentamiento global.

Hace un mes, una investigación de Greenpeace dio a conocer que varios gobiernos –como los de Arabia Saudí, Brasil, India, Japón y Noruega–, estaban intentando neutralizar un reporte científico sobre el clima preparado por Naciones Unidas. Luego, el 2 de noviembre, Declassified UK reveló que el gobierno de Reino Unido estaba haciendo esfuerzos diplomáticos para incrementar sus inversiones en gas y petróleo en casi todos los países señalados en la investigación de Greenpeace. Los documentos de las oficinas de comercio británicas revisados dicen, por ejemplo, que las más grandes oportunidades de inversión para el país se encuentran en “expandir el sector petrolero” saudí.

Cotos de caza

No exageramos al asegurar que la UICN viene definiendo el significado de la conservación medioambiental y dirigiendo sus esfuerzos a nivel global. Un especialista salido de sus propias filas, Kenneth MacDonald, explica que la misión y objetivos de esta gran oenegé no son ideológicamente neutrales, ni tampoco se arribó a ellos por consenso. Como una organización basada en el conocimiento: “se desarrolló en concordancia con las comunidades epistémicas dominantes en su interior”, explica.

Según MacDonald, las condiciones para el desarrollo sostenible: “han sido definidas dentro del marco de la economía neoliberal en el que están inmersas las instituciones de las que la IUCN depende para su subsistencia”. Esta dependencia económica ha convertido a la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, de acuerdo con su exasesor, en una organización “incapaz de reflexionar” sobre sus propios métodos y objetivos.

El juego burocrático de quienes dirigen la organización, similar al jugado por la mayoría de oenegés de peso, consiste en hacer de cuenta –en fingir– que ese marco referencial, el del neoliberalismo, contiene todo el universo de posibilidades disponibles para detener la degeneración ambiental o, por lo menos, las mejores de ellas, de manera que no es necesario reflexionar sobre la lógica que alimenta sus propuestas. Lo cierto es que esa lógica neoliberal viene impuesta por la ideología y objetivos político-económicos de sus financistas, por lo que no es negociable.

Como explica MacDonald, en su inicio, dos posiciones ideológicas primaban entre Sir Julian Huxley y los otros británicos que crearon la UICN como una suerte de continuación internacional, como ya dijimos, de la Sociedad para la Conservación de la Fauna del Imperio. La primera veía la necesidad de proteger a ciertas especies animales consideradas en peligro a causa de la cacería por parte de nativos. La segunda línea consideraba importante la protección de esas especies como una forma de asegurar la continuidad de la cacería por parte de los europeos, una importante costumbre aristocrática ligada a la virilidad. Estas visiones se beneficiarían del prestigio público ganado por la ciencia y, más importante aún, ambas tomarían como modelo la experiencia norteamericana de los parques nacionales. Su propuesta sería esa: cerrar enormes áreas naturales.

“Este mecanismo de exclusión contenía un sesgo racial implícito, común a otros esfuerzos colonialistas, (según el cual) las poblaciones nativas eran las responsables por la declinación de la vida salvaje y, al mismo tiempo, eran incapaces de llevar a cabo el tipo de administración necesario para su supervivencia”, comenta MacDonald.

Para entender la prominencia de la UICN hay que anotar que Julian Huxley –su fundador y a la sazón presidente de la Sociedad Eugenésica–, también se convertiría en Secretario General de la UNESCO. La relación entre la oenegé medioambiental y el brazo de Naciones Unidas dedicado a la cultura, la ciencia y la educación, sería consultiva pero fundamental. Así, por ejemplo, la primera conferencia técnica sobre la conservación de la naturaleza organizada por la UNESCO en 1949, sería preparada por la UICN. En 1969, la Fundación Ford empezaría a aportarle dinero. Varias de las convenciones asumidas durante la conferencia climática de Naciones Unidas de 1972, realizada en Estocolmo –que llevaría a la creación del Programa Medioambiental de Naciones Unidas– saldrían de la UICN y sus especialistas, granjeándole un enorme prestigio.

Conceptos ideológicamente cargados como “población rural”, “comunidad”, “biodiversidad” o “desarrollo”, serían astutamente presentados como neutrales o desligados de cualquier sesgo y usados para indicarle a las poblaciones autóctonas –ajenas a la cultura occidental–, qué es lo que deben hacer y cómo deben manejar sus espacios y recursos naturales.

La preferencia por soluciones “de mercado”, impuesta por los mecenas de esta y otras grandes oenegés para todos nuestros problemas, ha resultado en la creación y popularización de figuras como los “créditos de carbono”, permisos para contaminar que pueden ser negociados, comprados o vendidos. Este mecanismo ha sido duramente cuestionado. Entre otros problemas graves, aún no se ha logrado determinar una forma confiable de medir la cantidad de contaminación por carbono que esta figura financiera permitiría reducir. Sin embargo, ya se anuncia a los cuatro vientos como la gran solución para un futuro “verde”.

De acuerdo con el Observatorio Corporativo de Europa, la COP26 gozó de la presencia de 500 lobistas del petróleo y el gas. “Durante los próximos 10 años –refiere el Observatorio–, las compañías productoras de combustible fósil planean incrementar la producción… recientemente han firmado acuerdos para perforar más de 800 nuevos yacimientos alrededor del globo” (Al Jazeera, 9/11/21).

Los más grandes especuladores del carbono seguramente estarán entre esas corporaciones. Pero las suspicacias no acaban ahí, pues toda la idea de que el crecimiento económico puede continuar mientras se reduce la intensidad del uso de los recursos naturales –crecimiento “verde”–, no cuenta con ningún sustento científico, sino que es eminentemente un “artículo de fe” (Insurge Intelligence, 6/7/20).

Mezquindad relativa

En 2014, un par de politólogos se dispuso a estudiar el archivo de WikiLeaks para entender qué prioridades guiaban a la diplomacia estadounidense en cuanto al cambio climático, hallando que este era un asunto secundario frente a las relaciones de poder internacionales. La enorme dificultad para llegar a acuerdos vinculantes –recordemos que EE.UU. nunca los firma–, proviene de una percepción negativa de las “ganancias relativas” que conseguirían sus competidores geopolíticos, como China o India, si acaso se comprometiera de verdad.

Como explican Lisa Tuck y Benjamin Habib, de la Universidad La Trobe (Australia): “Los realistas argumentan que las negociaciones multilaterales son otra avenida para la competición… los Estados usan las negociaciones para conseguir el mejor trato para sí mismos usando su prestigio y poder militar y económico. Los acuerdos multilaterales son el producto de un regateo estratégico que refleja los intereses geopolíticos de los participantes, comprendidos de manera estrecha… en consecuencia, los Estados se preocupan con la distribución relativa de los beneficios –ganancias relativas–, incluso ahí donde todas las partes ganan”.

Desgraciadamente, la depredación y contaminación del medioambiente siempre ha tenido claros ganadores y perdedores, más allá de las convenciones climáticas que igual nadie respeta. Los 20 contaminadores más grandes del mundo son responsables de más del 80% de las emisiones globales y se encuentran mayoritariamente entre los países desarrollados. Por eso, la Convención para el Cambio Climático de Naciones Unidas –del cual la COP es parte– se instaló sobre la base de un concepto que puede resultar controversial, el de las “responsabilidades comunes pero diferenciadas”. En esa línea, el rol histórico de los países del mundo desarrollado ha llevado a los países del Sur Global a demandar que sean aquellos quienes lideren la reducción de emisiones contaminantes, corriendo con el grueso de los gastos, mientras al mundo en vías de desarrollo se le permite alcanzar estándares de vida como los del primer mundo.

Pero los “realistas” sabemos a ciencia cierta que eso jamás sucederá, al menos mientras los gobiernos más poderosos del planeta se encuentren firmemente controlados por las élites corporativas que el neoliberalismo ha enriquecido y empoderado. Esas élites no comparten las preocupaciones de la gente de a pie, pero, desgraciadamente, han logrado secuestrar la toma de decisiones de sus gobiernos.

Daniel Espinosa Winder

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