Coronavirus, una mirada historicista
Los apologistas del capitalismo niegan los condicionamientos sociales, económicos, políticos, sistémicos de la pandemia de COVID-19
Disímiles maneras hay de afrontar psicológicamente la actual pandemia. Uno se ha topado, por ejemplo, con desaprensivos que, a diferencia de los paranoides, de los hipocondríacos resistidos siquiera a asomarse a la puerta –si se ven obligados, remedan entonces a los cosmonautas hasta en las “escafandras” que se gastan, sin dejar resquicio corporal al sol, al aire–, se creen inmunes, y tratan de escabullirse de los agentes del orden, “empecinados” en el uso de mascarillas y en la observancia del distanciamiento físico.
Durante alguno de nuestros esporádicos rompimientos del autoconfinamiento, sobre todo en busca de pitanza, hemos presenciado incluso la escena de dos jóvenes amantes que, al despedirse, han unido sus bocas en un beso asaz peligroso; ella, con un barbijo en cuya faz externa quizás ya se había asentado el virus; él, desembarazado de ese resguardo para consumar el “romántico” acto. Al menos a los cubanos, latinísimos que somos, nos cuesta ímprobo esfuerzo renunciar a la mano en el hombro del interlocutor y mantenernos a más de un metro de los “amigos” que hacemos a diario. En las colas –últimamente tan largas como una pesadilla–, por doquier.
Otros hay que, filósofos de esquina en pose fatalista, discurren sobre la supuesta naturaleza depredadora del ser humano, dada de una vez y para siempre, como la culpa fundamental, si no la única, del gran “estropicio”, lo cual demuestra la falacia de estimar vencida la enraizada visión ahistoricista, metafísica, desnudada y rebatida con sumo acierto teórico por Marx y Engels. Y sin saberlo, los más de estos ingenuos estarían resultando víctimas propicias de la cruzada cultural del sistema-mundo, “autoexonerado” de responsabilidades mediante mensajes explícitos y subliminales que, querámoslo o no, han calado hondamente en la llamada conciencia cotidiana (espontánea, acientífica) de una apreciable porción de los terrícolas, muchos de los cuales, aun sufriéndolo, no atinan a (o no se proponen) arremeter contra el presente estado de cosas.
El origen por antonomasia
Claudio Katz, colaborador del concurrido sitio digital Rebelión, no admite medias tintas. El SARS-COV-2 resulta “una calamidad natural potenciada por el capitalismo”. Si desde hace tiempo se esperaba un cataclismo semejante, como consecuencia del cambio climático, del calentamiento global, de las inundaciones o las sequías, este irrumpió en andas de una explayada epidemia, en “un sistema económico-social que deteriora la naturaleza, corroe la salud y desprotege a los vulnerables”.
El articulista repara en que el megacontagio se ha trasladado siguiendo los circuitos del capital. “Hay 51.000 empresas de todo el mundo con proveedores en Wuhan y la infección ha transitado por un mapa de concentraciones fabriles y centros de almacenamiento […] También la urbanización ha potenciado la diseminación de infecciones, a través de aglomeraciones y hacinamientos de la fuerza de trabajo, que deprimen las respuestas inmunitarias. Pero los especialistas atribuyen mayor incidencia en la generación de la pandemia actual a la creciente destrucción del hábitat de las especies silvestres. Esa demolición es un resultado de la enceguecida industrialización de actividades agropecuarias. Ese proceso multiplica la irradiación de bacterias y la expansión de enfermedades derivadas del quebranto de la biodiversidad. La deforestación ha incrementado en forma exponencial la transmisión de virus por el creciente contacto de los seres humanos con animales encerrados”.
Concretamente, añade, los estudiosos ponen énfasis en un patrón de industrialización ganadera que enriquece a las multinacionales. Las que han impuesto la reducción de las inspecciones de salubridad y transfieren a la población los costos de su “mortífero modelo de diseminación de enfermedades”. Así que todos terminamos solventando con graves padecimientos los astronómicos dividendos de la agro-industria. Sector que, en su opinión, ha exacerbado una dinámica de la formación socio-económica, experta en lucrativas modalidades de la cría de animales, con el abaratamiento de su alimentación y de la fuerza de trabajo.
Si bien la calamidad posee “determinantes inmediatos” (financiarización y sobreproducción), para nuestra fuente la causa subyacente es la ausencia de correlato higiénico al avance registrado en la mundialización de la producción y el consumo, en un ámbito de estructuras de salud invariablemente territoriales. Desconexión que expresa la principal contradicción del período: “Un segmento estratégico de la economía se ha globalizado en el viejo marco de los estados nacionales. Por esa razón el capitalismo no pudo anticipar, evitar o manejar el torbellino del coronavirus. Una gestión preventiva (y efectiva) de la pandemia hubiera requerido el comando sanitario de la OMS, coordinando todos los test y cuarentenas a escala global. Pero ese organismo no cuenta con un status equivalente a las estructuras que manejan las empresas o los bancos transnacionales. Nunca fue el epicentro de las conferencias de Davos, ni despertó la atención del G 20. Tampoco actuó como un verdadero dispositivo interestatal. Por esa desconexión, todos los estados nacionales actúan por su cuenta frente a la pandemia”.
Aunque los gobiernos occidentales tuvieron a su disposición la experiencia de China y el tiempo suficiente para organizar aislamientos y pruebas con los reactivos, postergaron ambas medidas “para no afectar las ganancias de las empresas. En Italia esa demora condujo a un crimen social. En el área más devastada de Bérgamo no se declaró la cuarentena por presiones de los empresarios, que desconsideraban el peligro forzando la continuidad del trabajo. Esta actitud se mantuvo cuando setenta camiones militares cruzaron la región transportando cadáveres. Sólo las protestas de los trabajadores indujeron al cese de las actividades. También en Estados Unidos la patronal ha presionado por la continuidad del trabajo. Con ese objetivo impuso que cualquier limitación laboral sea definida por el Departamento de Seguridad Nacional y no por el Centro de Control de Enfermedades”.
Mil y una justificaciones del sistema
Fernando Buen Abad Domínguez nos devela, en apasionado texto publicado en Rebelión, que ante la preocupación por el futuro postCOVID-19 ha surgido todo género de “audacias imaginativas”. Unos claman por “volver a la normalidad”, como si antes la disfrutáramos. “Otros alientan la ilusión de que ‘muerto el virus se acabó la rabia’ del capitalismo”. Algunos más dan tono verde ecologista a sus lucubraciones, y, desde luego, no faltan los “predicadores” que entienden el conjuro del mal gracias a providencias extraterrestres –no es broma, no–. En la lista, figuran igualmente los think tanks, los asesores, los académicos y los “gurús” para toda circunstancia. “Ya despliegan las artes del oportunismo, y el menú completo del reformismo, para instalar los dispositivos de la falsa conciencia convertida en sentido común” –el mismo de que blasona nuestro filósofo de esquina–, “actualizados con estadísticas e infografías. Les urge entretenernos con la ilusión de un ‘nuevo capitalismo’ humano y progresista, redimido de sus horrores por gracia de la pandemia”.
Conforme al analista, están tratando de maquillar el régimen económico dominante, sus salas de tortura laboral, sus refinamientos de usura bancaria, sus estrategias de despojo y privatización en educación, salud, cultura; intentan solapar las monstruosidades de la industria bélica, de los adláteres financieros y mediáticos… ¿El objetivo? Anestesiar la rebeldía, “convencernos de que nada puede ser cambiado, que ‘la cosa es así’ y que debemos resignarnos… que alguna migaja caerá de la mesa del capitalismo ‘renovado’”.
Óptica reforzada por Katz, para quien deviene innegable que, en el plano objetivo, la extendida dolencia ha generado efectos coyunturalmente adversos a las organizaciones populares. “Con las calles vacías se ha obturado el principal canal de las protestas”, después de un año de impetuosas acciones que tendían a converger a escala planetaria. Luchas callejeras transitoriamente neutralizadas por el encierro que exige la cuarentena. Mientras, apunta, el enemigo de las masas se esmera en una suerte de ideología del pánico. El compresible temor de las muchedumbres ha sido aprovechado por Falsimedia, que potencia el sentimiento ocultando las raíces de los problemas. (Escritas estas líneas, ha renacido la insubordinación, dirigida fundamentalmente contra el racismo).
Mas, como apostilla el entendido, el pensamiento de la clase dominante no exhibe directrices nítidas. Porque, bajo el impacto del mayúsculo shock, diversos liberales simplemente manifiestan su propio terror, sensación inconveniente de apuntalar desde la izquierda, pues “los mensajes formalmente realistas de un próximo colapso son contraproducentes si intensifican el pesimismo”. Pábulo para el optimismo, el ejemplo de Cuba, país pequeño y asediado, con magros recursos, que ha logrado el control del morbo mediante la conjunción de elementos tales un alto nivel científico, una salud pública y una medicina preventiva por excelencia, una reconocida vocación humanística, un verdadero Estado de bienestar. ¿No significa eso, junto con la validación del socialismo, prueba fehaciente de las características de la formación contraria como contribuidora de la expansión del nuevo coronavirus?
Por supuesto. En entrevista para Observatorio de la Crisis, reproducida por Kaos en la Red, Bellamy Foster reafirma que “tanto las causas como las consecuencias están estrechamente [vinculadas] con las relaciones sociales capitalistas”. Y esto, que a alguien podría parecer una perogrullada, exige decidida y renovada proclamación en un orbe con elevado grado de enajenación y de proverbial desconocimiento. Quizás por ello el sociólogo exalta del Prometeo de Tréveris la “forma de ver las relaciones ecológicas o metabólicas. En particular las complejas relaciones interdependientes de la naturaleza y la sociedad, desde un enfoque sistémico mucho antes [de] que se desarrollara la moderna ecología y que de hecho surgió sobre bases similares. Marx, basándose en el trabajo de un químico alemán, se centró en la ruptura del metabolismo del suelo. El transporte de alimentos a cientos e incluso miles de kilómetros del campo –a la ciudad– provocó la pérdida de nutrientes esenciales del suelo, como el nitrógeno, el fósforo y el potasio. La investigación de Justus von Liebig demostró que los nutrientes no se devolvieron al suelo sino que terminaron contaminando las ciudades.
“Este proceso se intensificó con la producción y acumulación capitalista generando rupturas en el intercambio de los seres humanos con la naturaleza, que Marx llamó ‘el metabolismo universal de la naturaleza’. El punto de vista de la ‘ruptura metabólica’ es en realidad un punto de vista ecológico radical en lo que se refiere a las relaciones sociales capitalistas y es fundamental para comprender la actual pandemia de coronavirus”.
He ahí el criminal. “Hoy en día, no cabe duda en el Antropoceno, el capitalismo está creando grietas antropogénicas en las especies, los ecosistemas y la atmósfera, generando una crisis socio-ecológica, que en última instancia se debe a las contradicciones propias del sistema de acumulación. El régimen capitalista crea amplias disparidades de clase e imperiales, ocasionando que los peligros ambientales recaigan sobre los más pobres y vulnerables, mientras que los ricos están relativamente seguros: dando un nuevo significado a la acusación de Engels de ‘asesinato social’”.
Pero el comentador no queda en lo expuesto. Puntualiza el “argumento central” de que “en la medida que la economía mundial sigue creciendo, los procesos económicos humanos comienzan a rivalizar con los ciclos ecológicos del planeta, abriendo como nunca antes la posibilidad de un desastre ecológico planetario. Esto ha empeorado dramáticamente por la producción de desechos y sintéticos (tóxicos)”. En el fondo, insiste, “está la lógica de la acumulación del capital, porque esta constituye la realidad estructural del capitalismo monopolista. La colisión entre el capitalismo y el medio ambiente no significa otra cosa que una catástrofe en el siglo XXI, a menos que la humanidad cambie repentinamente de rumbo”.
¿Qué hacer?
No en balde más de un experto apuesta por el decrecimiento en calidad de conditio sine qua non para la supervivencia. De acuerdo con Iosu Perales (Rebelión), “a todos los niveles de la sociedad nos estamos volviendo locos. El desarrollismo o maldesarrollo reactiva obras faraónicas, el consumo y el endeudamiento”. La solución sería “pararse y pensar que si el único objetivo de la vida es producir y consumir, todo es un absurdo, una humillante idea que debe ser abandonada, según Cornéluis Castoriadis (filósofo, sociólogo, economista y psicoanalista greco-francés). Una idea patética que por cierto es muy utilizada en la política cuando se dice ‘a la gente lo que le importa son las cosas de comer’”.
¿Disparatada, la propugnada salida? Creemos que progresista, pues incluye, entre otras normativas, compartir el trabajo reduciendo la jornada laboral y aumentando la población empleada; una renta básica mínima para garantizar que toda persona tenga un ingreso digno. Y que, frente a la absolutización existencial de la producción y el consumo, se precise descolonizar el imaginario colectivo. Ocurre que habitamos un planeta “de cinco o más velocidades”, que cataloga países, regiones y continentes en consonancia con su poderío y con su pobreza. “Unos pocos arriba corriendo desbocados hacia un crecimiento infinito que no es posible, otros muchos abajo sufriendo enfermedades […] crónicas. Hay que rescatar la toma de conciencia de que somos UNA especie, y que nos salvamos todos o nadie, es fundamental”. Y para salvarse, agregamos, se erige en menester la lucha.
Lucha nada utópica si nos atenemos a los juicios de Walden Bello, Premio Nobel Alternativo que describió a Eduardo Febbro, para Página 12, su visión de las posibilidades tangibles del instante. “Mi sensación es que la crisis financiera mundial de 2008 fue una profunda crisis del capitalismo, pero el elemento subjetivo aún no había alcanzado una masa crítica. Debido al crecimiento impulsado por los gastos del consumidor y financiado con deuda, la crisis sorprendió a la gente, pero no creo que se hayan alejado tanto del sistema. Hoy es diferente […] La pandemia del covid-19 surgió a través de un sistema económico global ya desestabilizado que sufría una profunda crisis de legitimidad. La gente tenía la sensación de que las cosas estaban realmente fuera de control […] Es este torbellino, es precisamente este elemento subjetivo el que debe ser aprovechado por las fuerzas políticas […]”.
En aras de lo cual revisitemos una cita de Bellamy Foster, quien, aludiendo al pensador militante Samir Amin, clamaba por “audacia, más audacia, siempre audacia”, con que reconstruir la sociedad sobre una base radicalmente nueva. La elección “es descarnada: la ruina o la revolución”. ¿Lejana, esta? Quién sabe. Al menos hemos adelantado en la práctica antisistema –recordemos a los “chalecos amarillos”, verbigracia– y en “detalles” como orear en público los condicionamientos históricos de la debacle de hoy. Ello, a pesar de los intelectuales pagados por el establishment. Y de algún que otro filósofo de esquina.
Eduardo Montes de Oca
Comentario sobre artículos de Globalización en nuestra página de Facebook
Conviértase en miembro de Globalización