COVID-19, caos sistémico y Brasil en la geopolítica de América Latina
En 2020 la economía mundial entra en su mayor crisis de los últimos 100 años. La planetarización de la pandemia de COVID-19 representa el fin de la globalización neoliberal y la transición a un nuevo período de caos sistémico, que ya se había anunciado desde la elección de Donald Trump y el giro de Estados Unidos de un imperialismo informal a uno unilateral.
La globalización neoliberal que se ha prolongado desde la década de 2010 con la débil recuperación de Estados Unidos y la Unión Europea, bajo el dinamismo del comercio internacional, de los flujos internacionales de capital y de la crisis del liberalismo político, sufre una contundente derrota ideológica con el reclamo que se vuelve dominante en la opinión pública de las políticas de intervención estatal para mantener los empleos y salarios de los trabajadores y la liquidez y los activos del sector productivo.
En Globalización, dependencia y neoliberalismo en América Latina, publicado por Boitempo (2011) y en versión en inglés actualizada y ampliada por Brill (2019), Carlos Eduardo Martins predice para 2015-2020 el fin de la globalización neoliberal y la apertura de un período caótico de desorganización sistémica, revoluciones y contrarrevoluciones. La crisis actual puede ser definida principalmente como una crisis civilizadora del modo de producción capitalista y se caracteriza por la combinación de tres grandes movimientos: el fin de la fase expansiva de Kondratiev que comenzó en 1994, el establecimiento de nuevas etapas del declive del poder estadounidense y de contradicciones entre el capitalismo y la revolución científico-técnica.
La pandemia de COVID-19 está asociada con la profunda incapacidad de la globalización neoliberal y del modo de producción capitalista para asimilar el paradigma biotecnológico emergente y sus implicaciones sociales y ambientales. Los crecientes volúmenes de circulación de bienes y personas, el aumento de las escalas de producción geoespaciales y el incremento de la desigualdad mundial, impulsando el consumo superfluo y el mantenimiento de altos niveles de escasez y pobreza, presionan el equilibrio de los ecosistemas, tornan vulnerable la salud pública y se suman limitaciones del gasto social impuestas por las políticas neoliberales. La transición al paradigma biotecnológico requiere una fuerte inversión en ciencia, educación y salud pública, infraestructura social y nuevas fuentes de energía, diversificación de los patrones de consumo y un alto nivel de coordinación nacional e internacional de la planificación estatal.
La crisis tiene afectado principalmente a Estados Unidos y las más destacadas potencias de Europa (excluyendo Alemania), que en conjunto representan el 73,6% de las muertes de esta pandemia en el mundo, desde su inicio hasta el 5 de abril. El dislocamiento del epicentro de la crisis mundial para Estados Unidos acentúa la vulnerabilidad productiva, financiera, tecnológica y social de su Estado frente a China, que no apenas controla con enorme eficacia una epidemia en su territorio, más se coloca al lado de Cuba y delante del mundo, como proveedora de ayuda y asistencia internacional. La superioridad de los sistemas socialistas para la gestión de paradigma tecnológico intensivo en bienes públicos se torna de notoria evidencia mundial. Eso tiende a acentuarse por las dificultades de las políticas keynesianas clásicas que funcionaron en periodos recesivos de larga duración como es lo que probablemente a lo que estamos ingresando.
El COVID-19 acelera la larga crisis de la hegemonía estadounidense y las reacciones imperiales para contenerla. El declive de la hegemonía estadounidense abrió el espacio para la proyección de poderes de dimensión continental en la economía mundial, como China y Rusia, y para una nueva ola de surgimiento de la izquierda en América Latina, alterando profundamente la geopolítica de esa región. Estados Unidos se ha visto amenazado en el territorio que considera su principal espacio vital, perdiendo su status en él de único gran poder con influencia. Luego abandonaron gradualmente el apoyo a los procesos de re-democratización iniciados desde la administración de Jimmy Carter – con la excepción de las intervenciones en Granada, Panamá y Haití y el apoyo a la guerrilla hondureña contra el gobierno sandinista – y patrocinaron los golpes de estado en Paraguay (2012), en Brasil (2016), Bolivia (2019) e intentos de poner fin a la República Bolivariana en Venezuela. Este proceso alcanza su forma más aguda en la Administración de Trump, que expande significativamente el gasto militar – reducido durante el segundo mandato de Obama – y fortalece el Comando Sur, trasladando gran parte del conflicto a la región, apoyándose en fuerzas locales para guerras híbridas. Él instala bases militares en Brasil y Argentina, subordina a México a una política exterior agresiva, reanuda y profundiza la política de bloqueo de Cuba, extiende sanciones y amenazas al Gobierno de Maduro, organiza el Grupo de Lima con el quien busca preparar una intervención para derrocarlo y articula la extrema derecha internacional para llevar a cabo golpes de Estado y acciones subimperialistas serviles al liderazgo estadounidense. La crisis en la producción de gas de esquisto en los Estados Unidos, debido a la caída de los precios del petróleo impulsada por Rusia, aumenta la agresividad del imperialismo territorial de Estados Unidos hacia Venezuela y América del Sur.
Se crea una importante polarización geopolítica en la región: por un lado, el imperialismo estadounidense, el gran capital internacional y las burguesías internas latinoamericanas, cada vez más intermediarias, apoyadas en la sobreexplotación de los trabajadores y entrega de la riqueza nacional al capital extranjero, y por el otro, la izquierda, los movimientos sociales y el embrión de un proyecto multipolar del Sur Global, articulado por China y Rusia. Este escenario de bifurcación impulsa la alianza entre neoliberales y neofascistas, socialistas y demócratas radicales y las posibilidades de revoluciones, contrarrevoluciones y guerras.
El gobierno del presidente Jair Bolsonaro se articula a este contexto, buscando ejercer un subimperialismo vasallo de los Estados Unidos. Representa el protagonismo político de una lumpenburguesia que con el apoyo mayoritario de la burguesía interna, temerosa de la organización de las clases trabajadoras impone la recesión estructural, altos niveles de desempleo, la aceleración de la desindustrialización y la transición a una nueva etapa de dependencia. El proyecto económico neocolonial, dirigido por el Ministro de Economía Paulo Guedes, es internacionalizar el sistema financiero brasileño, destruir los bancos públicos y dolarizar a Brasil, atándolo a la dominación estadounidense, de modo que arrastre a Sudamérica, aislándola de la influencia china y rusa o del resurgimiento de las políticas de integración soberana. Para eso se apoya en las políticas combinadas de reducción de las tasas de interés de la deuda pública, estrangulamiento de la financiación pública al sector productivo y recortes en el gasto público primario, que impulsan la fuga de capitales, la fuerte devaluación del real y la preferencia por la liquidez en dólares, así como en la aprobación futura del Proyecto de Ley de Liberalización Cambial (5387/19).
A pesar del alto nivel de reservas, el COVID-19 golpea una economía vulnerable dirigida por grupos que resisten a flexibilizar las políticas de recesión estructural. Los intentos fallidos del presidente Bolsonaro de minimizar los riesgos humanos de la pandemia, evitar restricciones en el movimiento de personas y colocar la actividad económica por encima de la vida humana han erosionado su popularidad, que, sin embargo, sigue sostenida por el 30% de la población. Las políticas anticrisis que representan el 10% del PIB se han orientado a garantizar la rentabilidad y los activos de los sectores financiero y empresarial. Encuentran en PL 10/2020, que permite que el Banco Central intervenga sin límites en el mercado secundario de capital, financiero y de pagos, su principal expresión. Al mismo tiempo, el gobierno permite a los empresarios despedir o «negociar» la suspensión de los contratos de trabajo y recortar salario/jornada de trabajo hasta 70%, ofreciendo como compensación a los trabajadores proporcionalmente el monto del seguro de desempleo, cuyo valor máximo es de aproximadamente $340. A los trabajadores informales se les ofrece $112, alrededor de 57% del salario mínimo.
La crisis económica, social y política brasileña continuará avanzando con fuertes implicaciones geopolíticas regionales. Un proyecto tan subordinado al imperialismo estadunidense produce alto nivel de centralización y concentración de capitales, restricciones ideológicas al comercio exterior y choques en el proceso de reacomodación burguesa. Las izquierdas deberán aprovechar desde una perspectiva propia, socialista y democrática, las energías liberadas por estas fracturas, sin subordinarse a ellas.
Carlos Eduardo Martins
Carlos Serrano Ferreira
Nota del Editor: El presente artículo forma parte del boletín «Integración regional: Una mirada crítica», número 8, publicado por el Grupo de Trabajo Integración y Unidad Latinoamericana del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
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