Cuando el capitalismo conoció al coronavirus

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La enfermedad de coronavirus desencadenó una emergencia en la salud pública que rápidamente se transformó en una crisis económica mundial. Esto sucedió principalmente por dos motivos. El primero es que a comienzos del año 2020, antes de la pandemia, la economía mundial ya se encontraba en un estado precario. El segundo es que los Estados nacionales tomaron acciones extraordinarias para confrontar la pandemia, trastocando la producción, el comercio y las finanzas.

La crisis ha sido comparada de forma justificada con una guerra, dado que ha implicado algunos toques de queda, la perturbación sistemática y general de la actividad económica y la intervención estatal directa en la producción, en las finanzas y en el mercado de trabajo. Pero la analogía también tiene un costado engañoso cuando se tiene en cuenta que las alteraciones que se produjeron en la economía tienen muchos rasgos en común con las crisis regulares del capitalismo neoliberal financiarizado.

El desempleo en muchos países creció de forma abrupta luego de se imponga el confinamiento, una tendencia que en general no se observa cuando los Estados se lanzan a la guerra. Además, es incuestionable que la crisis es global, motivo por el cual afecta tanto a los países desarrollados como a los países en vías de desarrollo, dificultando a su vez las perspectivas de recuperación. Sin embargo, debe decirse también que la crisis del coronavirus es única en la historia del capitalismo aun teniendo en cuenta solo los períodos de paz.

Los aspectos epidemiológicos de la crisis y la efectividad médica de las respuestas estatales seguirán siendo objeto de debate durante mucho tiempo. En el momento en que escribo estas líneas no está claro que la atenuación de la propagación de la enfermedad a través del confinamiento habrá sido una medida efectiva en el largo plazo.

La estrategia del confinamiento reflejó tanto la vulnerabilidad como el poder de los Estados contemporáneos. Por un lado, fueron incapaces de confrontar la epidemia a través del testeo intensivo y del aislamiento, en gran medida porque los sistemas de salud, incluso en los países más ricos, no estaban equipados para lidiar con la situación. Pero, por otro lado, fueron capaces de imponer con éxito toques de queda durante tiempos de paz, restringiendo hasta cierto punto la vida social en grandes metrópolis y paralizando la actividad económica.

El confinamiento restringió los derechos civiles y las libertades forzando o atemorizando a poblaciones enteras para que cumplan con restricciones considerables. El uso que se hizo de internet y de las nuevas tecnologías apunta a una nueva relación entre los Estados nacionales y las grandes empresas, que tiene implicaciones inquietantes sobre las libertades y los derechos democráticos.

Una vez que la magnitud del desastre económico estuvo clara, los Estados nacionales tomaron medidas sin precedentes para enfrentarlo, violando directamente los dogmas ideológicos del capitalismo neoliberal. Los costos e implicaciones de estas medidas se sentirán durante muchos años e incluso tal vez cambien el equilibrio de fuerzas de la economía mundial.

China, primer país en el que irrumpió la pandemia, fue también el primer país en imponer el confinamiento estricto de grandes áreas. En contraste, Estados Unidos, que todavía mantiene su hegemonía a nivel mundial, tardó mucho en reaccionar y lo hizo de forma mucho menos coordinada. La falta de servicios de salud universales, la profunda desigualdad y la falta de una coordinación efectiva de la maquinaria estatal terminaron convirtiendo a la pandemia en un gran trauma social. La economía más grande del mundo —y el principal país imperial— terminó beneficiándose de la ayuda sanitaria de China, Turquía y otros países.

Divergencias más agudas surgieron entre los países del centro y de la periferia de la economía mundial. En muchos casos, en los países del Sur global fue prácticamente imposible imponer el aislamiento social estricto o el distanciamiento entre los estratos más pobres de la población. Las respuestas fueron muy distintas en Asia, América Latina y África, lo cual reflejó los distintos modos de integración de los países en la economía mundial, la estructura de los sistemas de salud, las capacidades institucionales de los Estados nacionales y la cultura pública dominante.

Sin embargo, fue más impactante la evidencia de nuevas divisiones entre centro y periferia que pudo observarse en Europa. La periferia de la Unión Europea impuso un confinamiento muy estricto y sufrió un martillazo económico. El norte de Europa mostró mayor capacidad para lidiar con el impacto del confinamiento, lo cual renovó las tensiones en la Unión Europea. Mientras tanto, el Reino Unido —luego de errar desesperadamente durante varias semanas— impuso el confinamiento estricto afrontando enormes costos económicos.

A pesar de estas diferencias, no caben dudas acerca de que el Estado-nación ocupó el centro de la escena durante la crisis. Luego de cuatro décadas de una charlatanería incesante acerca del triunfo del mercado, el enorme poder del Estado se volvió crudamente evidente. Al mismo tiempo, también demostró ser profundamente débil, incluso en los principales países de la economía mundial. La lucha por la hegemonía se agudizó y emergieron nuevas divisiones entre los países del centro y de la periferia, sobre todo en Europa.

Será necesario que pase el tiempo para comprender completamente las consecuencias de la pandemia sobre el capitalismo mundial. Pero hay una pregunta que ya está planteada: ¿quién pagará los costos de esta enorme crisis? La respuesta tiene una importancia crucial para quienes reivindican el socialismo porque dará forma a las demandas de políticas económicas que defiendan la vida de los trabajadores y de las trabajadoras y que cambien el equilibrio social de fuerzas en contra del capital. Por este motivo, la respuesta debe tener plena conciencia del rol extraordinario del Estado nación, tanto en lo que respecta a las causas de la crisis como a las formas de confrontarla.

Los mecanismos de la crisis

Puede decirse que el confinamiento impuesto por los Estados disparó la crisis en tres sentidos que están relacionados entre sí. En primer lugar, dio un golpe a la manufactura al perturbar las cadenas de suministro en todo el mundo, con mayor impacto en los sectores de servicios como el transporte, el turismo, el entretenimiento y los restaurantes. En segundo lugar, afectó inmediatamente la demanda agregada en la medida en que el consumo decreció y el ahorro doméstico incrementó.

A medida que las empresas dejaron de lado los planes frente a la extrema incertidumbre, las inversiones colapsaron en los países desarrollados y en los países en vías de desarrollo. En tercer lugar, el confinamiento afectó a las finanzas al reventar la burbuja que se había generado en el mercado de valores, especialmente a partir de 2018, pero también al restringir los flujos de las carteras hacia los países en vías de desarrollo, abriendo la perspectiva de una verdadera crisis financiera a nivel mundial.

Este triple impacto inmediato fue seguido de una serie de golpes secundarios. El colapso de la demanda agregada conllevó el aumento del desempleo y la presión bajista sobre el ingreso. Al mismo tiempo, se observó que las mercancías que podían ser distribuidas de forma remota gozaron de una demanda mucho mayor. A pesar de que algunos proveedores de servicios, como los hoteles y los restaurantes, fueron devastados, otros que implican un contacto físico limitado, como Amazon, se beneficiaron enormemente. La provisión de servicios —incluso en el caso de la manufactura— también se vio afectada por el boom de la infraestructura de videoconferencias, que benefició a gigantes de la tecnología avanzados como Microsoft. El coronavirus vino a favorecer a los grandes monopolios de la era de la financierización, cuyo poder deriva de las nuevas tecnologías.

Para marzo de 2020 podía percibirse que el confinamiento había inducido una crisis económica gigante a nivel mundial, lo cual forzó a los Estados nación a responder. Sus respuestas también fueron inéditas. Se implementaron políticas monetarias para proveer liquidez y se llevó las tasas de interés a niveles cercanos a cero. El monopolio de los Estados nacionales sobre el dinero fiduciario —medio de pago final— mostró nuevamente ser el fundamento del poder económico en el capitalismo financiarizado. Los bancos centrales expandieron sus balances a un ritmo vertiginoso, proveyendo liquidez a los bancos de un modo similar a como lo habían hecho mediante la expansión cuantitativa que siguió a la crisis financiera de 2008.

Sin embargo, en 2020 los bancos no atesoraron liquidez en concepto de reservas sino que expandieron enormemente el préstamo, proveyendo crédito a empresas industriales y comerciales con garantías explícitas por parte de los gobiernos. El resultado fue un crecimiento extraordinario y veloz de la oferta de dinero, especialmente en EE. UU., que facilitó una fuerte recuperación del mercado de valores y la renovación de los flujos de capital hacia los países en vías de desarrollo. De esta manera parece haberse evitado por el momento una crisis financiera.

La política fiscal también se desarrolló de formas extraordinarias, dando por tierra con algunas de las máximas del neoliberalismo. Algunos gobiernos pagaron salarios para limitar el aumento del desempleo, nacionalizando efectivamente los costos salariales en un amplio espectro de empresas. Otros estimularon el ingreso disponible de las familias aplicando subvenciones directas y garantizando un ingreso básico universal para millones de personas.

También hubo otros gobiernos que apoyaron a las empresas privadas postergando impuestos y contribuciones a la seguridad social, brindando al mismo tiempo garantías de crédito y exportación, es decir, nacionalizando en la práctica las cuentas de las empresas. Las sumas fueron enormes y, teniendo en cuenta la inevitable caída de los ingresos fiscales que se produjo a medida que las economías entraron en recesión, el déficit fiscal proyectado es comparable al nivel de los períodos de guerra.

Por último, en el caso de EE. UU., el rol de cuasi dinero mundial del dólar fue defendido con mucho cuidado. Enfrentada a la escasez de liquidez internacional a medida que los flujos de capital se agotaban y el comercio se interrumpía, la Reserva Federal intervino y proveyó liquidez en dólares a través de swaps con otros bancos centrales. EE. UU. mostró su determinación para prevenir cualquier desafío al dólar en el mercado mundial.

El rol crucial del Estado reflejó la gran desigualdad que siempre caracterizó a la economía mundial. Es difícil decir en esta etapa cuáles serán los sectores de la economía mundial más golpeados a largo plazo, especialmente cuando el rápido crecimiento de la deuda pública y privada realza el riesgo de una nueva crisis de deuda en el futuro cercano. Sin embargo, está claro que el confinamiento ha catalizado una gran recesión y que las políticas estatales son semejantes a las medidas de guerra, en la medida en que se han puesto grandes áreas de la vida económica bajo un control nacional temporario. De nuevo, la pregunta es: ¿quién pagará los costos de estas acciones?

Pagando por el coronavirus

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, John Maynard Keynes escribió un panfleto indicando cómo Inglaterra podría pagar los enormes costos del conflicto, es decir, cómo podría proveer los recursos reales que debían ser comandados por el gobierno y dirigidos hacia la producción militar. Señaló que la guerra otorgaría un gran estímulo a la demanda agregada a través del gasto estatal en equipamiento militar, lo cual llevaría al pleno empleo y a mucho más. Sin embargo, la oferta agregada de los bienes de consumo típicos de la época de paz se restringiría fuertemente, a medida que los recursos reales se destinaran hacia la producción militar.

El balance de la demanda y de la oferta agregadas generó inmediatamente perspectivas inflacionarias, en las cuales también podía estar la respuesta a la pregunta de cómo pagar los costos de la guerra. Dado que no existía un sistema establecido de indexación salarial, el ingreso de los trabajadores y de las trabajadoras no mantendría el ritmo del aumento de los precios. Los trabajadores y las trabajadoras consumirían menos, lo cual liberaría recursos reales que el gobierno dirigiría hacia la campaña militar. Al mismo tiempo, a medida que los precios crecían, también crecerían las ganancias capitalistas.

En efecto, la inflación implicaría una reducción directa del ingreso de los trabajadores y de las trabajadoras —un ahorro forzado— que serviría para costear la guerra, pero que implicaría al mismo tiempo una transferencia de ingresos del trabajo al capital. Por este motivo, Keynes pensaba que había que combatirla.

Además, estaba claro que tomar prestado de los estratos ricos y medios de la población no bastaría para cubrir los costos reales de la guerra. Lo que es peor, crearía derechos sobre el ingreso nacional futuro que alterarían sustancialmente la distribución del ingreso a favor de los estratos más ricos. Para Keynes el mejor método para pagar el costo de la guerra era un plan nacional de ahorro directo forzado, es decir, cobrar impuestos sobre el ingreso de los trabajadores y las trabajadoras para colocarlo en una cuenta nacional especial que estaría disponible después de la guerra.

La respuesta que permitiría garantizar los recursos necesarios para costear la guerra todavía provendría de la reducción del consumo obrero, pero se trataría de un impuesto planificado y no conllevaría un incremento de las ganancias del capital. No es sorprendente que el movimiento obrero en Gran Bretaña se haya opuesto al plan de Keynes a causa del calculado efecto contractivo que tenía sobre los ingresos de los trabajadores y de las trabajadoras.

El análisis de Keynes sigue siendo instructivo en la actualidad. Pero, aun si tienen alguna semejanza con el período de guerra, las condiciones de la presente crisis son muy distintas. Sobre todo, el coronavirus ha deprimido la demanda agregada, lo cual llevó a un rápido aumento del desempleo y a un incremento de la capacidad ociosa.

Lejos de confrontar un exceso de demanda —de productos militares y típicos de los períodos de paz— los países capitalistas avanzados enfrentan la restricción del consumo de los trabajadores y de las trabajadoras y el aplazo de la inversión de las empresas. Sin el extraordinario impulso fiscal que se realiza desde marzo de 2020, el desempleo y la capacidad ociosa de las empresas hubiesen alcanzado niveles sin precedentes en muchos países desarrollados. Es imperativo, por lo tanto, que el Estado continúe apoyando la demanda agregada a través de los métodos adoptados.

Las perspectivas de la oferta agregada también son muy diferentes de las que surgían de las condiciones en las que pensó Keynes. El problema británico en 1940 era que la capacidad productiva tocaría sus límites cuando se expandiera enormemente la producción militar, lo cual haría imposible incrementar la oferta de bienes de consumo típicos de los períodos de paz a un ritmo que satisficiera la demanda agregada. Pero durante la pandemia se observó cómo el lado de la oferta cayó rápidamente debajo de su capacidad y emergió una gran cantidad de recursos ociosos, la mayoría bajo la forma de trabajadores y trabajadoras despedidos. En la actualidad hay una amplia capacidad subutilizada del lado de la oferta.

Sin embargo, hay dos factores que militan en contra de que la capacidad de producción esté a la altura de responder durante el período que se abre. En primer lugar, todo dependerá en gran medida del ritmo de la pandemia. Si la emergencia en la salud pública no cede suficientemente, entonces seguirán produciéndose restricciones estatales significativas sobre la vida económica y social, aun si no alcanzan la magnitud de los confinamientos masivos. La trayectoria de las economías en 2021, y tal vez durante más tiempo, dependerá directamente del coronavirus.

En segundo lugar, el crecimiento de la productividad y la tasa de ganancia en los países desarrollados se encuentran en niveles bajos desde hace mucho tiempo, especialmente en el caso de EE. UU. Esta debilidad refleja en parte la existencia de un gran número de empresas «zombis» que sobreviven desde 2008 gracias al crédito barato y a las bajas tasas de interés. La condiciones extraordinariamente flexibles del crédito y el enorme incremento de la deuda de las empresas que siguió a la irrupción de la pandemia diferirá todavía más la racionalización de estas empresas. En síntesis, el lado de la oferta del capitalismo financierizado es estructuralmente débil.

Dejando de lado la oferta y la demanda agregadas, está claro también que los costos reales de la crisis no son análogos a los de la guerra. El incremento en el gasto de salud —que es necesario, tanto en países desarrollados como en países en vías de desarrollo para fortalecer sistemas de salud inadecuados— representa una fracción pequeña del costo fiscal de los gobiernos.

El costo real de los recursos durante la pandemia es similar al de una crisis común del capitalismo financiarizado, a saber, trabajadores y trabajadoras inactivos y degradación de la capacidad productiva. Algunos de estos costos se han impuesto sobre la sociedad a medida que el desempleo crecía y la producción se debilitaba desde comienzos de 2020, aunque la situación mejoró a través de los amplios impulsos monetarios y fiscales de las políticas estatales.

Es improbable que los costos de estas políticas logren sortearse a través de la inflación. A pesar del extraordinario incremento de dinero de los bancos centrales y el crecimiento del crédito de los bancos comerciales, el estado de depresión de la demanda agregada y la subutilización de la oferta agregada hacen que el riesgo inflacionario sea bajo. En gran medida todo dependerá del comportamiento de los salarios reales y nominales.

Hace mucho que la clase obrera organizada en muchos países avanzados no tiene éxito al exigir aumentos del salario nominal. Por otro lado, los salarios reales han sido contenidos en la medida en la que el capital logró sacar ventaja del aumento de la productividad del trabajo en los países en vías de desarrollo —tales como China y otros países de Asia— importando bienes de consumo baratos. Es posible que, si el balance de fuerzas que determina el salario nominal y el salario real cambia a favor del trabajo, el nivel general de precios empiece a crecer en el futuro. No puede subestimarse esta posibilidad, aunque en el presente hay poca evidencia contundente para verificarla.

Además, hay otra razón crucial por la cual la inflación probablemente no servirá para cubrir los costos de la pandemia. La inflación implicaría una pérdida de recursos reales para los acreedores que sean incapaces de obtener el retorno completo del valor adelantado. Los propietarios del capital de préstamo están enfrentando en la actualidad algunos de los costos de la flexibilización de las políticas monetarias en la medida en que las tasas de interés equivalentes a cero —o incluso tasas de interés negativas— ejercieron presión sobre las ganancias financieras y redujeron los ingresos de los préstamos.

Pero el aumento de la inflación implica también una amenaza de otro orden. En parte destruiría el volumen de la deuda y socavaría directamente la preeminencia que tuvieron las finanzas durante las últimas cuatro décadas. Esto representaría la sentencia de muerte de la financiarización, y ciertamente no sucederá sin oposición por parte de las clases dominantes.

Por lo tanto, es probable que los gobiernos opten por sus métodos de eficacia probada, es decir, imponer la austeridad, restringiendo el impulso fiscal para limitar el déficit y poner un freno a la deuda nacional, lidiando con los costos mediante la reducción del consumo obrero a través de recortes en los gastos de bienestar, incrementos de impuestos y posiblemente contracción salarial.

Estas políticas deben ser resistidas a cualquier costo. La naturaleza extraordinaria de la crisis hace que sea necesario mantener el impulso a la demanda y a la oferta hasta que se logre estabilizar la actividad económica. El costo real de los recursos debería ser afrontado mediante incrementos en el ingreso generado a futuro, mientras se sostienen el producto total y el empleo a través de la intervención estatal.

Parte de los costos también debería afrontarse mediante el aumento de los impuestos a los sectores más ricos de la población, incluyendo la aplicación de importantes impuestos sobre el patrimonio. Por último, otra parte de los costos debería recaer sobre los acreedores del capital de préstamo mediante la cancelación selectiva de deuda pública y privada en base a criterios sociales explícitos.

La crisis no es una guerra y lidiar con sus costos no implica que se restrinja el consumo obrero. Fue inducida por las respuestas estatales a una emergencia de salud que se desarrolla en un capitalismo financiarizado debilitado. Sus costos deberían ser pagados por la gente rica y por los acreedores que se han beneficiado en mayor medida de este sistema social enfermo. También debería haber una intervención pública sostenida para reestructurar el lado de la oferta.

La debilidad de la producción luego de años de financiarización neoliberal requiere que se tomen medidas audaces que no se agotan meramente en brindar crédito barato a las empresas privadas. Enfrentados con la pandemia, los gobiernos tomaron medidas increíbles al nacionalizar la masa salarial y las cuentas de las empresas. Es tiempo de que también se nacionalice el capital de las empresas interviniendo sobre la propiedad y sobre los recursos productivos.

En el período que viene, probablemente asistiremos a una ola de quiebras de empresas privadas abrumadas por las deudas. La cuestión de la propiedad pública planteada en términos colectivos y democráticos estará en el centro de la escena. Esta oportunidad debería ser aprovechada en conjunto con una ola de inversión pública.

El tejido productivo debilitado podría ser renovado sentando las bases para una producción ecológica y socialmente responsable. Con este propósito será vital mejorar las capacidades financieras y ejecutivas de las administraciones locales y regionales. Estas serían formas realmente radicales de abordar la crisis de la pandemia, inclinando al mismo tiempo el balance social de fuerzas a favor de la gente pobre y trabajadora.

Costas Lapavitsas

Costas Lapavitsas: Profesor de economía de la Universidad de Londres.

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