Cuba: La rebeldía permanente que nos salva

Ante la amenaza y el egoísmo grave de los enemigos de siempre, de los que apuestan, dispuestos al saqueo, al sueño inútil de la caída de la Revolución Cubana, pongamos en zafarrancho, junto al fusil cargado, las armas de las ideas, del trabajo y de los valores humanos.

¿Cuántos Moncadas precisó asaltar, después del triunfo, la Revolución Cubana, para escribir esta historia inédita que sobrepasa los 60 años? ¿Cuántas veces necesitó movilizar su espíritu rebelde, para vencer los muros que levantan, contra ella, los enemigos obstinados que no toleran verla victoriosa?

De las herencias libertarias, la rebeldía es intrínseca condición que fundamenta la resistencia colosal del pueblo cubano. No hay respuesta para cada nuevo desafío que no convoque esa inconformidad galopante ante las dificultades; esa intolerancia brava a «quedar con los brazos cruzados» cuando se empeñan sus detractores en perseguir, asfixiar, maniatar, subvertir y desmembrar, hasta extinguirlo.

El parteaguas que significó el 1ro. de enero de 1959 fue resultado, precisamente, de la llama rebelde que prendió el grito de La Demajagua, y que, por casi un siglo, se estuvo alzando contra los yugos distintos, a lomo de caballo, en las cargas al machete, en la agitación clandestina de las ciudades, en el apoyo articulado desde el exilio, en las expediciones que arribaron en silencio, en la Sierra levantisca que estremeció al país hipotecado, expulsó al tirano y puso, en las manos del pueblo, las soberanas riendas de su destino.

En el currículo largo de hitos emancipadores, el del 26 de Julio marcó una pauta sinigual, cuando un puñado de jóvenes heroicos, hijos de una generación que honró al Apóstol en la encarnación de las ideas más profundas del bien y de la Patria, asaltó los muros de la fortaleza militar Moncada y del cuartel de Bayamo, para comenzar, con la clarinada que representó la acción, la última etapa de la gesta independentista nacional.

El arrojo libertario de la fecha costó ríos de sangre, pues una vez abortada la sorpresa, la impotencia de los esbirros cobró vidas valiosas cuyo testimonio gráfico, junto al acento del líder de la acción en su alegato de defensa, pusieron en mayores evidencias al régimen putrefacto al que, con el asalto, la hornada bisoña declaró la guerra.

Cual carbón de leña buena, la «asonada» que los bárbaros creyeron fracasada, prendió de llama rebelde el alma del pueblo humilde, y como eso eran los jóvenes –pueblo en sí–, no tardó en estallar cuando ellos mismos, entonces más maduros, volvieron sobre las olas, a hacer la Revolución en los picos de la Sierra.

Cinco años, cinco meses y cinco días después de la alborada de julio, brotó en frutos la libertad sembrada con tanto heroísmo en el Moncada; cosecha vigorosa que recogemos todavía, puestos aún a la orden de los nombres vitales, de Fidel, de Raúl, de aquella generación que asaltó el cielo.

¿Quién cuestiona que no hay continuidad, sino aquellos que pretenden quebrarnos la unidad? ¿Quién, sino los que se empeñan en desmontar con falsedades la historia, a sabiendas de que está en ella el crisol del carácter nacional, intransigente, del sentido cabal de la justicia, de la confianza en el pueblo, de la fe inamovible en el triunfo, del sentir solidario por el otro, que es capaz de llevar a este país por todo el mundo con el fardo de lo que tiene –aunque sea poco–, a darlo en compartir, para sanar y salvar?

Tales valores y no otros, son las razones que argumentan nuestro ayer y nuestro hoy. No hay diferencia grande entre lo que, con la Revolución, terminó siendo el triunfo milagroso de un puñado de rebeldes, hecho todo un pueblo después, y lo que por estos días permite a Cuba ir venciendo este reto sanitario que tiene el mundo a merced.

Su rebeldía, justamente, es la que mantiene erguida a esta Isla en medio del mar, incólume ante los vientos de la tormenta cercana, que la bloquea, que la ataca, que la injuria, mientras paga con migajas la carroñera vocería mercenaria a la cual, en el fondo, desprecia.

Cuba sigue siendo rebelde; por tanto, hay continuidad. A la cabeza de la insurrección, junto a los héroes del Moncada, de la Sierra y del llano, nombres y rostros jóvenes; eso es continuidad. Las conquistas que fundaron el camino inédito de nuestra base social son las mismas que defendemos hoy; es continuidad. Incluso, el reconocimiento de la sociedad perfectible que somos, pero en la senda que señalan el avance hacia la «dignidad plena del hombre», sin desvíos, nos hace continuidad.

No habrá concentración, ni abrazos colectivos, ni puños de conjunto alzados en las plazas este 26 de julio; pero la rebeldía que celebramos nos convoca en otros sitios.

Vamos salvando la urgencia por la vida ante la oscura enfermedad; salvémonos ahora en el hacer productivo que nos invita a cambiar el mármol de las plazas por la tierra roturada, que nos pone en una mano la bandera y en la otra la azada o el machete, que nos convoca a la fábrica, a la escuela, al taller, a ofrecernos al otro en servicios de excelencia; rigurosos, eso sí, con la disciplina sanitaria que nos dicta la nueva normalidad, pero todavía mejores en el ejercicio de ser útiles a la recuperación de la nación, con derroche de eso que a la hora dura demostramos: ser cívicos, decentes, espirituales, sensibles y hondamente solidarios.

Ante la amenaza y el egoísmo grave de los enemigos de siempre, de los que apuestan, dispuestos al saqueo, al sueño inútil de la caída de la Revolución Cubana, pongamos en zafarrancho, junto al fusil cargado, las armas de las ideas, del trabajo y de los valores humanos.

Tal es la rebeldía que nos convoca, y que conmemoramos.

Dilbert Reyes Rodríguez

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