Cuba y Estados Unidos: ¿Por qué y para qué los intercambios educativos y culturales? (I)

Las relaciones entre Cuba y Estados Unidos son como el béisbol y los ciclones. Nos tocan tan de cerca que todos tenemos algo que decir. De ahí que sigamos tan a pie juntillas sus elecciones y demás avatares de la política norteamericana, saquemos nuestras propias conclusiones y nos pronunciemos sobre lo que vendrá.

Contar con ciudadanos tan atentos a lo que pasa entre los dos países, ya lo que significa para el nuestro, habla de una cultura cívica que representa un activo para la política. Por eso importa fomentarla e informarla, y ponerla al tanto de sus complejidades y matices.

Como se sabe, las relaciones entre dos países fronterizos como los nuestros no transcurren solo entre los órganos de política exterior, sino en una red de canales paralelos, entre los cuales, los de la educación y la cultura resultan clave. Como con cualquier otra dimensión de las relaciones, para entenderlas hay que conocer su historia y antecedentes;  apreciar su crecimiento y desarrollo en las más adversas circunstancias; tener claro el balance de sus resultados; identificar a sus principales actores de ambos lados; y muy especialmente, comprender la lógica que ha inspirado a la política cubana hacia los intercambios y la cooperación desde fines de los 70 hasta hoy. En la perspectiva de cambio que se avecina con la nueva administración, un abordaje educado y culto que los facilite contribuiría decisivamente al interés nacional.

A diferencia de los organismos y agencias que lidian con los temas en la agenda de seguridad nacional, la mayoría de las instituciones educacionales y culturales que han protagonizado los intercambios del lado de allá no son agencias del estado norteamericano. En contraste con el bloqueo y la lógica de aislamiento que ha articulado el eje de la política de Estados Unidos durante 60 años, los académicos y artistas, y muchas de sus instituciones, han construido puentes de cooperación y entendimiento, con la activa participación del lado cubano. Esos puentes han bregado con una contracorriente peor que el bloqueo y las amenazas, consistente en el legado de desconfianza acumulado. Si se han podido construir no ha sido solo por la persistente voluntad y paciencia de los involucrados, sino por haber contado, desde el principio, con el apoyo de nuestras instituciones, en primer lugar, el Partido.

Luis Maira, el académico chileno que fundó los estudios norteamericanos en el CIDE de México, durante los años de exilio de los militantes de la Unidad Popular, suele decir que el único otro país donde se establecieron estudios sobre Estados Unidos a ese nivel fue el nuestro. Esas instituciones de investigación fueron el Centro de Estudios sobre América (CEA) del CC del PCC (1978), y el Departamento de Investigaciones sobre EEUU (DISEU) de la Universidad de La Habana (1980), donde también se fundaría, en 1986, el Centro de Alternativas Políticas (CEAP). La articulación en red de estos estudios involucraba a otras instituciones académicas, como el Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI), el Centro de Investigaciones de Economía Internacional (CIEI), el Centro de Economía Mundial (CIEM), facultades de la UH, como las de Filosofía e Historia, y Economía, así como las áreas de análisis de organismos estatales y políticos que se ocupaban de problemas norteamericanos. El primer evento nacional que los reunió, en mayo de 1981, incluyó a más de treinta instituciones y a un centenar de participantes.[1]

Ese despegue de nuestros estudios norteamericanos exigió la cooperación académica y cultural con el Norte, y propició la realización de eventos internacionales, que contribuyeron a darle fundamento y solidez intelectual. Apenas como botón de muestra sobre su impulso y carácter de partida, recuerdo dos que trajeron a Cuba a algunos notables académicos y representantes de instituciones culturales norteamericanas.

Uno fue el Seminario sobre la situación de las comunidades negra, chicana, cubana, india y puertorriqueña en EEUU (noviembre, 1981), celebrado con el coauspicio del CEA y Casa de las Américas, al que asistieron no menos de cien académicos y líderes de movimientos sociales. En aquel encuentro se reunían, en la mayoría de los casos por primera vez, estudiosos y participantes de esos movimientos, que analizaban y contrastaban sus problemas, y debatían sus diferentes visiones. Allí estuvieron prestigiosas instituciones como el Schomburg Center de Nueva York, dedicada a preservar la cultura afronorteamericana, el National Hispanic Cultural Center, el Center for Constitutional Rights, y destacados intelectuales, como la promotora de salud y derechos femeninos puertorriqueñas Helen Rodriguez-Trias, la investigadora cubanoamericana Yolanda Prieto, el representante chicano José Medina, fundadores del Black Power como el pastor Herbert Daughtry y el lider estudiantil Kwame Turé, más conocido entre nosotros por su nombre de los 60, Stokely Carmichael. Nuestra contraparte incluía a Manuel Moreno Fraginals, Rogelio Martínez Furé, Fernando Martínez, junto a jóvenes de las instituciones mencionadas arriba, que también compartían aquel espacio nuevo para la cultura y la academia cubanas.[2]

El otro encuentro que refleja aquella etapa inicial fue la Mesa Redonda Internacional EEUU en los 80 (1983), celebrada en el Palacio de Convenciones, con la asistencia de académicos como Philip Brenner, analistas de negocios como Kirby Jones, estudiosos latinoamericanos sobre EEUU como Luis Maira y José Miguel Insulza, de la URSS y Puerto Rico, además de académicos y especialistas cubanos de diversas instituciones, como Miguel Alfonso, Esteban Morales, José Luis Rodríguez. Aquel evento tuvo un singular panel de clausura, dedicado a las relaciones entre Cuba y EEUU, donde presentó una ponencia el entonces Jefe de la Sección de Intereses de EEUU en La Habana, John Ferch. Mientras Ferch leía su larguísima ponencia, más bien un alegato sobre las guerras en Centroamérica elaborada por el Departamento de Estado y probablemente recién recibida de Washington, en aquella sala del plenario del Palacio con lleno completo, muchos teníamos la sensación de que el aire se habría podido cortar con un cuchillo. Naturalmente, aquel panel suscitó un amplio debate de ideas.

Estos eventos ilustran el estrecho vínculo entre estudios norteamericanos, intercambio cultural y política.  Recuerdo como si fuera hoy el momento en que Jesús Montané, entonces Secretario de Relaciones Exteriores del CC del PCC, aprobó la participación sistemática de cubanos en los congresos de Latin American Studies Association (LASA) de EEUU, a partir de 1983. Desde entonces, la incesante lucha por las visas para un número creciente de intelectuales y artistas, en medio del cerco no solo económico, sino educativo y cultural, que aplicaba rigurosamente la administración Reagan en los días de las guerras centroamericanas, pudo avanzar gracias al apoyo de diversas instituciones norteamericanas. Además de LASA, entre ellas estaban universidades públicas como la City University de New York, las de Massachusetts, Carolina del Norte, Nuevo México, y privadas, como Johns Hopkins, American University, Harvard, Columbia, incluso algunas del mismísimo estado de la Florida.

La visita de la antropóloga Helen Safa, presidenta de LASA (1983-85), al frente de una delegación de la organización, marcó un hito en nuestras relaciones. Helen era a la sazón directora de Estudios Latinoamecanos en la Universidad de la Florida en Gainesville, la más importante institución pública de educación superior del estado, y cuyo presupuesto provenía íntegramente de fondos gubernamentales floridanos. Conocida en los medios académicos como the Red Queen of Latin American Studies por sus conocidas posiciones políticas, la apertura de relaciones con instituciones cubanas era un desafío frontal a la derecha cubanoamericana, cuya influencia en las propias organizaciones estudiantiles de su universidad era predominante.

Pongo el ejemplo de Helen, como podría mencionar al historiador Louis Pérez, el profesor de literatura Emilio Bejel, el economista agrario William Messina, la profesora María Cristina Herrera, el sociólogo Lisandro Pérez, a quienes defender los intercambios con Cuba en la meca del anticastrismo les costó presiones, pugnas con los poderes establecidos, amenazas, visitas del FBI, y hasta bombazos, o cuando menos, forcejeos con la burocracia de sus propias instituciones, de las que dependían sus empleos, y la subsistencia de ellos y de sus familias.

En este largo camino de intercambios, los escollos derivados de las contingencias políticas bilaterales han sido múltiples. Cuando la llamada Ley Torricelli fue aprobada en 1992, como consecuencia directa de la pugna electoral entre George H. Bush y Bill Clinton, apareció por primera vez en escena un término que contaminó el clima del intercambio: el Carril dos. El texto de la ley no utilizaba esa expresión, pero sí se refería, en su segunda parte,  a “apoyar al pueblo cubano” mediante la autorización de donaciones de comida y venta de medicinas a organizaciones no gubernamentales e individuos, así como servicios de telecomunicaciones, y específicamente, a “proveer asistencia, mediante ONG apropiadas, para el apoyo de individuos y organizaciones que promuevan el cambio democrático no violento en Cuba”.

En ninguna parte del texto se mencionaban los intercambios académicos y culturales, ni una palabra sobre sectores de la sociedad cubana como los jóvenes, los artistas, los académicos, los científicos, los periodistas o los militares. Pero la vieja idea de desestabilizar o crearle turbulencias al gobierno cubano mediante el apoyo a grupos anticomunistas beligerantes, violentos o no, hacía reverberar la imagen de los disidentes de Europa del Este y la URSS, agitaba el reciente escenario del derrumbe del Muro, y condicionaba un efecto psicológico tan dañino como el propio garrote, por la reacción inmune que suscitaba entre nosotros. En efecto, en la resaca de la perestroika, algunos acuñaron y pusieron a circular entonces el término “partes blandas,” para identificar a sectores supuestamente más vulnerables a la política de seducción del enemigo. Digo supuestamente, porque como se sabe, los que desencadenaron la debacle del socialismo soviético no fueron precisamente estos sectores.

La circunstancia política del Periodo especial, sin embargo, renovó el diálogo entre el liderazgo, muy en particular, el de Fidel, con intelectuales y artistas. “La cultura es lo primero que hay que salvar,” dijo en 1993. Pero la cultura no se refería solo al arte y la literatura, sino a los problemas de la sociedad, y dió lugar a un diálogo sostenido que revisó las nociones heredadas sobre la marginalidad, el prejuicio racial, la emigración, la cultura cubana afuera, los espacios de debate dentro de las instituciones. Aquel diálogo que la crisis de los 90 propició, también abordó las carencias culturales de la educación, los medios de difusión, el turismo, la necesidad de proyectos comunitarios en los barrios, el rol de la cultura en las relaciones internacionales, y otros tópicos de mayor interés. No era un diálogo sindical o gremial, sino político. En el sector de la cultura se había empezado a aplicar una política migratoria y de autoempleo que anticipaba las reformas de años después. Muchos artistas que salieron de Cuba, incluso para EEUU, en esos años, no perdieron sus atribuciones y vínculos institucionales, ni su condición de residentes aquí.

Así, especialmente desde la mitad de los 90, el intercambio cultural y académico contaría con cada vez más instituciones cubanas, como correspondía al principal puente de comunicación con EEUU, su sociedad e instituciones no gubernamentales, en medio del aislamiento provocado por el abrupto fin del campo socialista europeo, y la otra vuelta de tuerca del bloqueo llamada Ley Helms-Burton (1996).

Rafael Hernández

Rafael Hernández: Sociólogo cubano. Director de la revista “Temas”.

Notas:

[1]Seminario Nacional El Imperialismo Norteamericano Contemporáneo, Centro de Estudios sobre América, dos volúmenes, 5-6 de mayo, 1981.

[2]I Seminario sobre la situación de las comunidades negra, chicana, cubana, india y puertorriqueña en Estados Unidos. Memorias. Ed. Política. La Habana, 1984.

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