Del “Black Power” al “Black Lives Matter” (IV)

Julius Lester entrevió: “El sistema se dio cuenta de que mientras los negros hablaran de negritud, mientras maldijeran a los blancos y reclamaran su propio yo, no eran una amenaza […]. El potencial revolucionario de este país no será posible hasta que los blancos comprendan que son un pueblo oprimido” ( Notas revolucionarias, Ed. De la Flor, Buenos Aires, 1970, p. 118).

En efecto, el sistema de opresión, discriminación y explotación de Estados Unidos resultó, a la postre, más inteligente que la propuesta radical de los negros armados, y los objetores de conciencia. Porque el white power consintió en fortalecer y otorgar espacios políticos y económicos a la burguesía negra, delegando (así como Francia en Haití en el siglo XIX), el control social de los guetos negros.

En 1974, varios candidatos negros fueron elegidos en condados de California. Colorado y California tuvieron gobernadores negros adjuntos, y a mediados del decenio cerca de 4 mil negros alcanzaron cargos de elección popular. Cifra que representaba 0.8 por ciento, entre 500 mil funcionarios elegidos en todo el país.

Simultáneamente, Washington mordía el polvo de la derrota política y militar en Vietnam. Y luego de la renuncia de Richard Nixon a causa del escándalo de Watergate, el sillón de la Oficina Oval fue ocupado por el vice, Gerald Ford (agosto 1974/enero 1977). Un personaje que, según Lyndon Johnson, era incapaz de mascar un chicle y caminar al mismo tiempo.

Con todo, Ford nombró secretario de Trabajo al negro William Coleman, y trataba a los líderes de la comunidad con una frase propia de un imbécil genial: Soy un Ford, no un Lincoln (S. E. Morison, H. S. Commager y W. E. Leuchtenburg, Breve historia de los Estados Unidos, FCE, 2003, p. 834).

En un encuentro de teólogos celebrado en México, el pastor y líder negro James H. Cone observó: negros proyectados por blancos. Añadió: el propósito es que los negros no se unan ni organicen con otros. Y el modo como lo hacen es proporcionando una cierta cantidad de recursos, para que se peleen entre sí sobre qué le toca a cada quien ( Proceso, 50, 17/9/1977).

De su lado, el cacahuatero y candidato demócrata Jimmy Carter (ex gobernador de Georgia), sostenía en sus giras de campaña: La época de la discriminación racial ha terminado. Los negros le creyeron, y 90 por ciento votaron por él. Luego, en el auge del conservador y republicano Ronald Reagan, el ultrarracista gobernador de Alabama George Wallace (1983-87), quien había acuñado la consigna segregación para siempre, tuvo un asesor negro en su gabinete.

En el decenio de 1980, la causa del Black Power dejó de ser chic entre los negros asimilados y blancos progre. Fatiga, indiferencia, cinismo, olvido. Sin embargo, cualquier atisbo de rebelión era ahogada por una violencia institucional implacable. Alimentada, a su vez, por el miedo, el individualismo, el consumismo, y la complicidad de policías negros y blancos en la distribución de drogas duras y baratas, entre niños y jóvenes.

No obstante, ni siquiera Barack Obama pudo resolver el llamado problema negro. Y con los años, los negros más lúcidos y combativos entendieron que carecían de posibilidades para el repliegue cultural, lingüístico o geográfico, como los chicanos o puertorriqueños. El sistema sólo les concedía el derecho a comerse una parte minúscula del pastel, y ser tolerados (ya que no admitidos), siempre y cuando enseñaran la patita blanca del good guy, en posición de alerta y adoptando criterios de pensamiento y de consumo de los blancos (Gilbert Grellet y Pierre Lesourd, Afp, Excélsior, 24/5/75).

Sellos postales que evocan a Martin Luther King (1968). Películas tipo ¿Sabes quién viene a cenar esta noche? (Spencer Tracy, 1969). Interminables series de tv que alivian el complejo de culpa de los blancos ( Good Times, familia negra y pobre pero alegre, en medio de la adversidad, 1974-79). Encumbramiento de ídolos del deporte y el entertainment como Oprah Winfrey, la única de origen negro en el mundo de poseer más de mil millones de dólares durante tres años consecutivos, según la revista Forbes.

En los hechos, los académicos progres de Boston o Berkeley, o los granjeros de Wyoming, Tenesí y otros santuarios en los que se predica la religión estadounidense (base electoral de Donald Trump), han mostrado la menor intención de mezclarse con negros, chicanos, hispanos, o asiáticos, aunque sean ricos.

¿Qué lecciones nos deja, finalmente, la lucha de los negros estadounidenses por sus derechos? Si el balance no invita al optimismo, lo deseable sería que el movimiento Black Lives Matter (surgido en 2013, aunque no de un repollo), consiga aquello que faltó entre los militantes del Black Power: una estrategia política uniforme y coherente. Porque el problema negro es, antes que nada, un problema blanco (James Baldwin).

José Steinsleger

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