Del Síndrome de Estocolmo con Bolsonaro a la recuperación de la sociedad brasilera

A la espera del resultado de la segunda vuelta de las elecciones en Brasil, la pregunta que se hace es siempre por qué Bolsonaro crece entre aquellos y aquellas que supuestamente deberían repudiarlo: personas negras, LGBTs, mujeres, pobres.

No es sencillo comprender el bolsonarismo. Hay muchos análisis, todos intentando dar cuenta de una parte del fenómeno –un esfuerzo importantísimo para lograr construir un hilo de comprensión más amplio de lo que pasa en este momento histórico– sin embargo, entre todos los análisis, lo que realmente es repudiable es la idea de que el pueblo es idiota y no tiene capacidad de hacer un análisis crítico de la realidad.

Muchas de las personas que hoy hacen análisis de esta naturaleza son las mismas que elevan el “hacer política” o el “comprender la sociedad” a reflexiones alejadas de la realidad de la mayoría y desde la comodidad de la academia.

La izquierda iluminada se hace ver en muchos de los discursos vacíos de sensibilidad a la realidad concreta de quienes sufren con una de las más duras crisis del capitalismo y que, también por esto, incorporan una lógica neoliberal que tiene que ver con la meritocracia y el individualismo.

Las personas que van a votar el próximo 28 de octubre a Bolsonaro no son estúpidas, realmente buscan una respuesta lógica, una salida para su condición económica que les pueda garantizar sostener la vida, que les garantice un empleo, una mínima forma de cambiar sus realidades. La izquierda se ha convertido en una aparente amenaza, de un lado está el miedo de perder lo que fue conquistado: propiedad, estatus social, los mínimos privilegios alcanzados en el último período, incluyendo el empleo. De otro lado está el miedo de pérdida de las libertades individuales. Las crisis de representatividad, institucional y la pérdida de credibilidad en las formas tradicionales de hacer política, hacen con que figuras como las de Bolsonaro ganen fuerza.

Es en esa esfera donde vale la pena entender la información sobre las noticias falsas que abundan en estos momentos gracias al auge de redes sociales y servicios de mensajería como whatsapp: estas reflejan no la “realidad” que estudian los académicos o que buscan presentar los periodistas formales; presentan los profundos temores esperables de gente que quiere no solo sobrevivir sino mantener la esperanza. Aunque algunos crean que la esperanza obvia del oprimido es la liberación, lo que se observa es que muchas veces está en la ilusión de ser como el opresor, en la riqueza que no se tiene, en actos de profundo egoísmo liberal. Los momentos de ruptura a esa realidad solo llegan cuando la seguridad de arriesgarse para transformar colectivamente es mayor a la creencia de que se puede estar siempre ganando en soledad contra el mundo. Esa seguridad para arriesgarse hoy día ha perdido espacio no solo por la falta de creatividad política de la izquierda sino también por la fuerte hegemonía que el capital mantiene aun en nuestras vidas. Ese “sálvese quien pueda”, propio del mundo económico, ahora se expresa en el ámbito electoral como la negación del otro –a veces también la eliminación del otro–, reproducción del principio económico donde solo sobrevive el “más fuerte”.

La demanda anti-institucional es canalizada para lo que mejor responda a la necesidad del orden frente al caos social, y no interesa quien sea y cuales métodos proponga, el fin es lo más importante: la estabilidad. También es una repuesta a lo que fue, durante mucho tiempo, reconocido como violencia frente a una sociedad conservadora y que no era exteriorizado: el repudio al feminismo, al movimiento negro, indígena y LGBT. En este sentido, el sexismo, la homofobia, la xenofobia y el autoritarismo encuentra en la figura de Bolsonaro un punto en común. Al mismo tiempo esto resulta funcional para la resistencia, ya que queda nítido quienes defiendan la diversidad tienen que asociarse para enfrentar esta gigante amenaza.

En el aspecto religioso, Bolsonaro, que es católico, gana los votos tanto de evangelistas como de las personas católicas. En sus vídeos de campaña, el candidato afirma que evangélicas y católicas deben respetarse y que las personas de fe deben juntarse. Afirma que, siendo católico, muchas veces, frecuenta la iglesia de su esposa que es evangélica. Su defensa por los valores de la familia y de la moral se posiciona arriba de los dogmas religiosos. En este caso, una vez más, se apuesta por la salida individual, representada en la familia monoparental, en donde el cuidado no se identifica como un ejercicio social sino solamente restringido a quienes comparten el vinculo sanguíneo inmediato. Es una derrota a la realidad colectiva en que vivimos, lo que tendrá consecuencias inclusive para las familias más tradicionales que no logren acumular lo mínimo de dinero para sobrevivir: la pobreza familiar será la consecuencia de olvidarse del apoyo mutuo comunitario.

La negación de la política es un elemento que no puede ser olvidado, está presente en varios procesos y, en los últimos años, parece ser una tendencia mundial. Frente a esto hay que cuestionar a la democracia burguesa, que es funcional al los intereses del capital, en lugar de insistir en mantener un Estado fallido. Con el objetivo de construir un nuevo sentido político que no sea la vieja política de la izquierda, que valida y reproduce la democracia representativa, se hace urgente frente a las amenazas del avance de un autoritarismo vía electoral y de la total fractura de los pactos dichos democráticos de la pos-dictadura cívico-eclesiástico-militar. Es hora de recuperar las sociedades que han sido colonizadas por el ideal de la individualidad autodestructora. Las elecciones no son la última instancia.

Vanessa Dourado

Óscar Vargas

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