Dependiente de los camiones, Brasil sufre otra maldición petrolera

Las crisis mundiales del petróleo en 1973 y 1979 acortaron la dictadura militar en Brasil (1964-1985), al acabar con su “milagro económico”. El escarmiento convirtió el país en exportador del crudo, pero no lo eximió de otras maldiciones.

El presidente Jair Bolsonaro provocó una conmoción nacional al destituir al presidente del conglomerado petrolero estatal Petrobras, Roberto Castello Branco, la noche del viernes 19 de febrero, cuando los mercados bursátiles ya habían cerrado, y poner en su reemplazo a un general retirado.

El lunes 22 las acciones de la empresa cayeron cerca de 21 por ciento en las bolsas de São Paulo y Nueva York, el equivalente a 13 000 millones de dólares en valor de mercado. Ello después de que ya habían caído 7,9 por ciento el mismo viernes, debido a que Bolsonaro amenazó en la víspera que “algo va a pasar en Petrobras”.

El motivo fue el aumento de 15,1 por ciento en el precio del diésel divulgado ese mismo día por Petrobras. Era el tercer alza desde el comienzo del año, en un total acumulado de 27,7 por ciento. La empresa tiene el monopolio de la refinación y  por eso determina los precios de los derivados petroleros.

El temor de Bolsonaro es la repetición de una huelga de los camioneros. Esos conductores responden por 61 por ciento del transporte de carga en el país y ya provocaron un caos nacional, con una huelga de 10 días al final de mayo de 2018, en protesta contra un alza similar del diésel.

Los precios del petróleo y sus derivados constituyen un factor frecuente de turbulencias en Brasil.

La economía nacional creció más de 10 por ciento al año entre 1968 y 1973, el período áureo de la dictadura militar y de la represión más brutal. Pero la total dependencia del petróleo importado decretó el fin del sueño, basado principalmente en una flamante industria automotriz.

El precio del crudo se cuadruplicó en el mercado internacional en fines de 1973 y comienzo de 1974 y volvió a triplicarse en 1979. Exacerbó la inflación y el endeudamiento del país agravado por un alza brutal de los intereses en Estados Unidos. Desde entonces se suceden las décadas perdidas en la economía nacional.

Ahora Brasil se beneficia de la recuperación de los precios petroleros en los últimos años, ya que su éxito en la extracción marítima, especialmente en la capa presal bajo aguas profundas, le permitió superar la dependencia importadora desde 2006 y producir excedentes exportables en los años siguientes.

Pero depende de los camioneros, muy sensibles al costo del diésel, que fracasaron en un nuevo intento de huelga el 1 de febrero, pero mantienen la presión que asusta un gobierno inestable.

La intervención de Bolsonaro, que nombró al general retirado Joaquim Silva e Luna para la presidencia de Petrobras, violó los principios y las promesas liberales de su gobierno, de no injerencia política en las compañías estatales.

El temor a nuevas interferencias gubernamentales más allá de las empresas públicas, como en las agencias reguladoras y otros entes autónomos, se justifica por las experiencias militares anteriores y la numerosa presencia castrense en el actual gobierno de extrema derecha.

En el gobierno se cuentan más de 6000 funcionarios provenientes de las Fuerzas Armadas en distintos ministerios y un peso creciente en el alto estamento de la gestión del Estado, porque ante cualquier crisis, sea sanitaria o energética, la salida de Bolsonaro es colocar un miliar a cargo.

Las consecuencias negativas de las interferencias no se limitarán a las económicas, que se extienden a varios sectores y a las inversiones financieras y productivas.

En la política, resta apoyo a Bolsonaro en el sector privado y fulmina la credibilidad del ministro de Economía, Paulo Guedes, como supuesto garante del liberalismo económico en el gobierno.

Además, pone en cuestión la logística nacional en que predomina el transporte por carretera. Los ferrocarriles solo mueven poco más de 20 por ciento de las cargas y otros medios, como el fluvial, el cabotaje y el aéreo, tienen una participación muy limitada, pese a los grandes ríos del país y la población concentrada en el litoral.

Con 2,3 millones de camiones autorizados, más de 220 000 empresas y 724 000 camioneros autónomos registrados, según datos de 2019 de la gubernamental Agencia Nacional de Transportes Terrestres (ANTT), el sector tiene un exceso de estos vehículos de carga, según especialistas.

En los últimos 15 años variados incentivos al sector generaron ese desequilibrio que exagera la competencia y abarata los fletes. Esa situación hace el camionero más vulnerable al costo del combustible.

Por eso una de las medidas que pretende adoptar el gobierno, para neutralizar la amenaza de huelga, es reducir la flota. Otra, anunciada por Bolsonaro, es eximir al diésel de impuestos internos, lo que depende de una compensación en el presupuesto nacional, como la creación de otra fuente de ingresos o la reducción de gastos.

En Brasil operan rígidas leyes de responsabilidad fiscal que vetan el incremento de gastos más allá del presupuestado el año anterior, con la suma de la inflación anual y desequilibrios no previstos en el presupuesto.

Otro problema del que se quejan los camioneros es la proliferación de peajes que acompaña la privatización de las carreteras en las tres últimas décadas. Descuentos que beneficien al transporte de carga, en desmedro de vehículos turísticos, podría aliviar el peso de los aumentos del combustible.

La cuestión involucra también requerimientos ambientales, especialmente climáticos, vinculados a alternativas energéticas más baratas. Camiones eléctricos o impulsados a gas natural podrían reducir costos y emisiones de gases del efecto invernadero.

La Asociación Brasileña de Biogás sostiene que Brasil tiene potencial para producir biometano suficiente para sustituir 70 por ciento de su consumo de diésel. Y arguye que reducir la tributación o subsidiar a combustibles fósiles contraría las necesidades globales de combatir la contaminación y el desastre climático.

El biometano se produce por la conversión del biogás, generado por residuos agrícolas y urbanos: excrementos animales y desechos alimentarios. Y sustituye a la perfección el gas natural usado para la propulsión vehicular.

Tiene además la ventaja de producirse principalmente en el interior del país. El gas natural brasileño proviene casi todo de yacimientos marítimos y por ello la infraestructura de gaseoductos también se concentra cerca del litoral. El biometano cubriría por ello un vacío.

Mientras no se concretan las alternativas, que demandan tiempo, el petróleo varía sus maldiciones.

En Brasil, a partir de 2014 fue la fuente del mayor escándalo de corrupción, con centenares de políticos y empresarios enjuiciados o detenidos por desviación de recursos de Petrobras. Uno de los presos fue el mismo expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010).

El descubrimiento de gigantescos yacimientos en la capa pre sal del mar brasileño en 2004 estimuló megaproyectos frustrados que en que se perdieron miles de millones de dólares perdidos. Una refinería con una planta petroquímica abandonadas a medio construir cerca de Río de Janeiro son un ejemplo.

Además se construyó otra refinería con partes desechadas de otras plantas en el nororiental estado de Pernambuco y otras dos fueron paralizadas con el terreno ya en preparación en la región del Nordeste.

La intervención del presidente Bolsonaro en Petrobras intenta neutralizar una trampa difícil de desarmar. Desde 2016 se adoptó una política de precios que vincula las cotizaciones internacionales del petróleo y el tipo de cambio del real con el dólar.

La recuperación de los precios tiende a intensificarse en el actual proceso de control de la covid-19 por la vacunación y las incertidumbres que generan las acciones sorpresivas de Bolsonaro, fomentan depreciaciones del real.

No parece posible en ese contexto frenar el alza del diésel en Brasil en el futuro próximo.

Y mantener la política de precios es prácticamente inevitable ante el hecho de que Petrobras es controlada por el Estado brasileño, pero es de capital abierto, con cerca de un tercio de sus acciones en manos de inversionistas extranjeros, con derechos que suelen ser reconocidos en la justicia.

Mario Osava

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