Desmantelando Latinoamérica

La élite latinoamericana sigue viéndose a sí misma como un grupo de colonos en tierras de indios peligrosos y levantiscos a los que, tradicionalmente, había que “meter bala”

Jair Bolsonaro fue colocado en la presidencia de Brasil con una misión: devolver a su país a su lugar en el patio trasero yanqui. No tiene nada de raro que para tan ruin empresa se haya empleado a un exmilitar y supuesto “patriota” brasileño, a un fantoche que, como sus antecesores en las dictaduras que tanto ensalza, es capaz de envolverse en la bandera de su país mientras inclina la cabeza ante la de las barras y las estrellas.

Poco después de hacerse del poder gracias al juez Moro y quienes lo dirigen y financian desde el Departamento de Justicia de Estados Unidos, Bolsonaro visitó la sede de la CIA en Langley, Virginia, donde saludó a la bandera estadounidense y se paseó por las instalaciones con el entusiasmo de un niño que ha sido llevado por primera vez a Disneylandia.

Pero esos gestos son lo de menos, pues lo realmente importante es que Bolsonaro está permitiendo que Chevron, Cargill y Bayer-Monsanto, entre otras megacorporaciones, hagan su agosto en Brasil, depredando y abriendo enormes tramos de la selva amazónica para plantar su soya transgénica, trasgrediendo cualquier límite para el uso de agrotóxicos comprobadamente cancerígenos y alentando a los ganaderos a invadir zonas antes protegidas, el hogar de pueblos indígenas desde hace miles de años.

Bolsonaro desea armarlos de escopetas para que puedan asesinar a esos “enemigos del progreso”. O peor, puede que intenten “civilizarlos”.

A todo ese saqueo ilegal, un poderoso lobby llamando Council of the Americas (COA) le llama “desarrollo económico”. COA está ligado al gobierno de EE.UU., que suele destinar un agente de la CIA exclusivamente para coordinar con las cabezas, los dueños de las corporaciones trasnacionales más grandes de Estados Unidos con intereses en la región. COA, fundado en la década del 60 por Nelson Rockefeller –siguiendo un mandato de John F. Kennedy–, ha estado involucrado en infinidad de golpes de Estado en la región. Un ejemplo de ello se encuentra en “The Price of Power”, una investigación que el notable periodista estadounidense Seymour Hersh llevó a cabo sobre el golpe contra Salvador Allende. En él se vieron involucrados varios ejecutivos de compañías integrantes de COA, como Anaconda Copper y la ITT, quienes intentaron comprar a senadores y congresistas chilenos en 1970 con la finalidad de impedir la confirmación de la victoria electoral del socialista.

Poco ha cambiado desde entonces, pero a la repetición de ese pasado nefasto, en el presente siglo, los medios masivos le llaman “teoría de conspiración”.

El tío Sam siempre recompensó a los “patriotas” latinoamericanos proveyéndolos de armas, entrenamiento y hasta de un credo, el anticomunismo. Esa palabra requiere traducción, pues tiene un significado formal y otro “doctrinal”. En su acepción doctrinal, el anticomunismo consiste en el compromiso, por parte de los beneficiarios de esas recompensas, de librar una guerra contra los enemigos de Estados Unidos dentro de sus propios países. El resto es propaganda y la historia así lo demuestra.

Sobra decir que el rol de la prensa corporativa es absolutamente indispensable para sostener todo el tinglado de farsas y embustes con los que el poder hegemónico nos mantiene bajo la bota desde hace más de un siglo. Bolivia nos dio un ejemplo clarísimo de que la gran prensa ocultará la mano de la OEA cuando ella facilite golpes de Estado siguiendo las órdenes de algún aspirante a la Cosa Nostra de la ralea de Mike Pompeo, el tipo que una vez se jactó de “robar, mentir y hacer trampa” mientras dirigía la CIA.

En suma, los favores del poderoso “tío” han convertido a miles de latinoamericanos y a muchas instituciones de la región en orgullosos servidores de una agenda foránea a todas luces criminal que se mostró, además, abiertamente lesiva hacia connacionales que esos mismos colaboradores no suelen reconocer como iguales. El racismo, pues, es parte fundamental de la doctrina militar conservadora y no hay mejores representantes de ese patético sistema de antivalores que Jair Bolsonaro o Jeanine Áñez, expresidenta de facto de Bolivia y otra orgullosa representante de intereses foráneos en la región.

Todo esto subsiste debido a la ignorancia de la historia por parte de la mayoría, víctima del aparato de propaganda corporativo.

Proyecto Imperial

Las relaciones entre el gobierno de EE.UU. y los militares latinoamericanos se llevan a cabo a través del Instituto para la Cooperación en Seguridad del Hemisferio Occidental del gobierno estadounidense (WHINSEC, por sus siglas en inglés), antes conocido como la Escuela de las Américas y, coloquialmente, como la escuela de torturadores y dictadores latinoamericanos al servicio del dólar.

Lesley Gill, antropóloga especializada en violencia política, describe así al instituto:

“(WHINSEC) …forma parte de un aparato represivo de múltiples cabezas –que incluye ejércitos, fuerzas policiacas, paramilitares, fabricantes de armas y “think tanks”– …más que proveer de instrucción militar, la escuela imparte una particular orientación política y culturiza a sus entrenados en un universo particular de valores que define como “americanos”. Los privilegios asociados (al entrenamiento) aseguran un suministro estable de nuevos reclutas buscando movilidad social y poder político…

“…estos privilegios aseguran la colusión entre oficiales y el proyecto imperial estadounidense”, concluye la norteamericana. Los mejores críticos del imperialismo yanqui suelen ser sus propios ciudadanos, lo que es sin duda muy loable.

Qué mejor ejemplo para ilustrar lo que explica Gill que Vladimiro Montesinos, el “espía imperfecto” y colaborador de la CIA que tan bien describieron las periodistas Sally Bowen y Jane Holligan. Pero hay, de hecho, algunos ejemplos mejores: los militares hondureños que planificaron el golpe de Estado contra Manuel Zelaya, en 2009, eran exalumnos de la escuelita. Uno de ellos explicó –con alarmante ignorancia de cualquier principio democrático– que el ejército hondureño simplemente no era compatible con un gobierno de izquierda. Hoy, Honduras es un narcoestado represivo y nadie se entera de lo que ahí sucede porque los crímenes cometidos por los regímenes alineados son concienzudamente omitidos por la gran prensa.

El general boliviano Williams Kaliman, el mismo que “invitó” a Evo Morales a dejar la presidencia de su país meses antes de que acabara su mandato, el 10 de noviembre de 2019, es otro exalumno de la escuelita que se siente “incompatible” cuando sus compatriotas eligen gobiernos de izquierda.

Pero volvamos a los dueños del circo, a la élite para la cual toda esta corrupción es conveniente, a esa aristocracia tradicionalmente racista que hoy disimula por puro decoro y esconde su riqueza en paraísos fiscales. Lo que podríamos llamar la mentalidad “Kuczynski” fue explicada así por un exministro de defensa y relaciones exteriores de Lula da Silva, Celso Amorim, al referirse a las relaciones entre su país y el gobierno de Barack Obama:

“Hay que ver este asunto como parte de un movimiento (basado en) dos ejes: por un lado, tienes al estado profundo de Estados Unidos, que obviamente tiene lazos con el capital financiero que, a su vez, enlaza con el establishment militar y, por supuesto, con las agencias de inteligencia… Hay que verlo a la luz de una enormemente pasiva, incluso sumisa, actitud por parte de la élite brasileña, que no desea un Brasil asertivo en cuestiones internacionales. Que prefiere ver a Brasil como un buen subordinado de Estados Unidos. Siempre ha sido así en Sudamérica” (el énfasis es nuestro).

Y así será hasta que tomemos conciencia de esa realidad y entendamos que no existe motivo alguno para la deferencia hacia ninguna aristocracia.

Como confesó alguna vez el archimillonario Warren Buffett:

“Hay una lucha de clases, sí, pero es mi clase, los ricos, la que la está llevando a cabo… y está ganando”. Esa contienda se gana educando a las masas para que vean tal lucha como una “teoría de conspiración”, para que crean que todo es casual y que la pobreza de Latinoamérica es el producto de la mala suerte o una peculiar idiosincrasia. Hoy llueve, mañana sale el sol, pasado mañana caemos en la pobreza.

Lo que sucede, en realidad, dista mucho de ser complicado: la élite sigue viéndose a sí misma como un grupo de colonos en tierras de indios peligrosos y levantiscos a los que, tradicionalmente, había que “meter bala”. El tiempo ha pasado en vano y sin dejar lecciones que vayan más allá de la retórica vacía de lo políticamente correcto, pues ellos siguen identificándose con todo lo extranjero y despreciando lo autóctono. Es obvio que esa mentalidad solo puede hacer de Latinoamérica un conjunto de haciendas y un reducto de mano de obra semiesclava para las grandes trasnacionales.

El pasado se repite una y otra vez en Latinoamérica –y el mundo entero– porque los medios de comunicación masiva de las élites existen justamente para que no entendamos nada y, consiguientemente, tampoco aprendamos nada. La enorme seguridad y autosuficiencia con la que los peruanos hablamos de política y economía, en estos tiempos de elecciones –y en muchos casos, sin haber abierto un libro jamás– es una consecuencia del éxito más importante de la propaganda moderna: hacer creer a sus víctimas que, para comprender el mundo, no necesitan más información que la que ella les provee.

Daniel Espinosa Winder

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