El golpe electoral de Donald Trump

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Los golpes de Estado son una de las formas de transmisión del poder y de cambio estratégico de rumbo en las políticas de una nación. En Estados Unidos a veces han implicado asesinatos en serie, desatando escándalos, y en otras ocasiones golpes silenciosos, perceptibles únicamente para una mínima parte de la población. Ambos modelos se caracterizan porque una vez consumados resulta imposible revertirlos.

Se diferencian de los golpes de Estado en países subdesarrollados, en que no son espectaculares, con una camarilla militar asumiendo el mando nacional y cancelando las garantías individuales o restringiendo derechos humanos, es decir, tienen poco que ver con los gol-pes de Estado latinoamericanos en los que sus oligarquías nativas se especializaron desde el siglo XlX.

En el caso estadounidense la sofisticación es una de las cualidades a cuidar. Dos ejemplos ilustran cómo proceden los poderes fácticos de Estados Unidos: uno fue el asesinato de John F. Kennedy, en 1963, mediante una conspiración de agencias gubernamentales, agrupaciones y el crimen organizado, para terminar con el gobierno que despertó grandes expectativas con el proyecto de ley sobre derechos civiles que atacaba la discriminación racial en las instituciones públicas, y mostraba inclinación por negociaciones de paz con la entonces Unión Soviética.

Al asesinato del presidente en Dallas siguió un proceso de eliminación de testigos y de personas relacionadas con el crimen, incluyendo al principal sospechoso, Lee Harvey Oswald, muerto a quemarropa por un tipo ligado a los bajos fondos de Dallas, Jack Ruby, delante de policías que custodiaban a Lee. Convenientemente, años después Ruby murió de cáncer. Al mero estilo texano, eso no impidió que fueran desapareciendo personas con algún tipo de información sobre el magnicidio.

En años recientes, después de los dramáticos episodios de la crisis de 2008, e inmediatamente después de las elecciones de ese año, cuando Barack Obama subió al poder como el primer afroamericano en la Casa Blanca, se produjo un golpe de Estado silencioso, sin necesidad de remplazarlo; únicamente se trató de echar atrás el proyecto de control sobre la industria financiera que había sido igualmente culpable de la gran depresión de 2008, así como lo fue de la crisis de 1929. En un brillante ensayo, The Quiet Coup (El golpe silencioso) Simon Johnson, ex economista en jefe del FMI, analizó cómo el gobierno de Obama fue capturado por la industria financiera, viéndose obligado a proveer una legislación que prácticamente dejó libres a Wall Street y la banca usurera de continuar como casinos de juego y la especulación en una economía que hasta la fecha muestra las secuelas de la depresión de 2008, https://www.theatlantic.com/magazine/ archive/2009/05/the-quiet-coup/307364/ .

No hubo en este caso un crimen que habría escandalizado a la opinión pública mundial, sino una operación sin ruido, excluyendo el asesinato. En este caso, el golpe estuvo a cargo de la oligarquía financiera estadounidense para impedirle a Obama la reforma a la ley de la banca comercial y de inversión, la peor de las herencias de Bill Clinton al derogar la Ley Glass Steagal de 1933, firmada por Franklyn Roosevelt que había puesto freno a las especulaciones y excesos de la banca y de las corporaciones de inversión y seguros. Ahora Trump intenta un golpe electoral –retomo este concepto en el sentido utilizado por William Robinson– y de lograrlo, colocaría a Estados Unidos en los prolegómenos de un golpe de Estado.

Si nos atenemos a la forma en la cual los medios estadounidenses han construido la relatoría de los acontecimientos, Trump tiene pocas probabilidades de salirse con la suya. Pero dado que tanto republicanos como demócratas se han mostrado en el pasado proclives a los fraudes pequeños y grandes en materia electoral, todavía hay que esperar los recuentos faltantes y la posibilidad remota, pero al fin posibilidad, de que en efecto, Trump presente evidencias de sus declaraciones, lo cual daría un vuelco de 180 grados al drama. Lo que sí parece inevitable es el alargamiento del proceso y las repercusiones internas dependiendo de qué tanto se extienda, pues Estados Unidos está ahora dividido como en la Guerra de Secesión. Pero con Biden o con Trump, o con una presidencia interina, para México se avecinan tiempos difíciles. Paradójicamente como sucede a veces con algunas situaciones producto de decisiones impopulares, al ubicar la Guardia Nacional en los límites de México y Estados Unidos para perseguir centroamericanos, la buena noticia es que contamos con esa guardia en la frontera norte, frontera que la situación actual obliga a vigilar segundo a segundo.

Leopoldo Santos Ramírez

Leopoldo Santos Samírez: Investigador de El Colegio de Sonora.

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