El mundo tras la pandemia

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Cinco meses han pasado desde la detección del Coronavirus, se lo ha declarado pandemia, pero no podemos prever sus efectos definitivos. Sabemos que su tasa de mutación es baja, por lo cual es poco probable que mute hacia una variedad inofensiva. Sin embargo, esa estabilidad implica que se podría desarrollar contra él una vacuna de eficacia perdurable. Su destino y el nuestro dependen de las políticas sanitarias, vale decir, de la respuesta humana. O de las respuestas humanas, porque a pesar de que la pandemia es una sola, se han planteado maneras antagónicas de enfrentarla.

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Dos concepciones sobre la sociedad y la economía se disputan el mundo. La primera sostiene que la economía existe para servir a la sociedad y que por tanto en alguna medida debe estar bajo control social. La segunda afirma que la sociedad existe para servir a la economía y que por tanto la debe dejar hacer, dejar pasar. Las posiciones ante la economía se traducen en estrategias ante la pandemia. Las naciones que intentan controlar la economía –China, Cuba, Venezuela- controlan el contagio. Las naciones que dejan hacer y pasar a la economía también dejan hacer y pasar al coronavirus.

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En los países donde la sociedad ejerce algún grado de control sobre la economía se garantizó asistencia médica a todos; se adoptó la cuarentena para impedir el contagio personal, se prefirió la pérdida de dividendos a la de vidas. En los países que dicen dejar hacer y dejar pasar, se prefirió la pérdida de vidas a la de dividendos: no se adoptó cuarentena; se reservó la asistencia médica sólo para quienes pudieran pagarla. En Estados Unidos, por ejemplo, no hay política nacional de cuarentena; sólo se puede solicitar licencias de enfermedad por dos semanas en empresas de más de quinientos empleados; más del 40% de la población carece de seguro médico, el cual por cierto incluye cláusulas que lo exoneran de cubrir casos de pandemia, y tampoco existe pago extra ni seguro para trabajo de alto riesgo, como el de enfermeros, camilleros o conductores de ambulancias. Quizá por ello sea el país que encabeza las estadísticas mundiales de la pandemia para el 15 de abril, con 636.350 casos confirmados, 28.326 fallecidos, a una cadencia de 9 por día y una proporción de 195 por 100.000 habitantes. España, país neoliberal si los hay, ocupa un honroso tercer lugar mundial en la pandemia, con 182.616 casos, 19.130 víctimas, 41 muertes diarias y 391 por 100.000 habitantes. Mientras que China, donde se localizaron los primeros casos, a pesar de su enorme población presenta sólo 83.356 casos confirmados, con 3.346 fallecidos, en proporción de 6 por 100.000 habitantes. Cuba, país bloqueado y agredido, presenta sólo 814 enfermos, con 24 fallecidos, 7 por cada 100.000 habitantes. Tomamos estas cifras de El País, diario español que se ocupa obsesivamente de cuanto ocurre en Venezuela, y que curiosamente omite informar sobre la salud en nuestro bloqueado, calumniado y agredido país, donde apenas se han presentado 204 casos, con 111 recuperados y 9 fallecidos. A tal globalización, tal pandemia informativa. El País tampoco informará que China, Cuba y Venezuela cooperan con otros países enviándoles medicinas, personal y equipos médicos, mientras que  Estados Unidos bloquea a Venezuela para que no pueda recibir alimentos ni medicinas, con agresivo despliegue de guardacostas, destructores, barcazas de desembarco, aviones de reconocimiento Awacs, de apoyo y batalla F-8, Joint Stars, aeronaves de vigilancia, helicópteros, guardacostas, Marines, efectivos de la Fuerza Aérea y fuerzas de Operaciones Especiales en números y equipamientos no determinados.

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Los números citados invitan a la rectificación, los poderes dominantes convocan a la obstinación. Como de costumbre, sólo piensan cómo sacarle provecho al desastre. Henry Kissinger afirmó en el Wall Street Journal que “Los líderes están lidiando con la crisis desde una perspectiva principalmente nacional, pero los efectos corrosivos que el virus tiene en las sociedades no conocen fronteras. Si bien el ataque a la salud humana será —esperemos— temporal, la agitación política y económica que ha desencadenado podría durar generaciones”. Concluye el planificador de los genocidios de Chile y de Indonesia que es indispensable “salvaguardar los principios del orden mundial liberal”, y para ello  enfrentar la crisis como un problema internacional o más bien globalizador, con medidas que asimismo podrían “durar generaciones”. Más de lo mismo por los siglos de los siglos.

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Pues la pandemia ha servido como cortina de humo mediática para distraer la atención sobre la paralela patología del sistema económico.  No sabemos el porcentaje de la población del planeta que perecerá por causa del morbo. Hemos indicado que, en los primeros dos meses de este año, causó 2.360 muertes, mientras en el mismo lapso fallecían 69.602 personas por resfriado común; 140.584 por malaria. 153.696 por suicidio, 193.479 por accidentes de tráfico, 358.471 por abuso del alcohol. Estas hecatombes perfectamente evitables no parecen haber tenido efectos en el mundo tal como lo conocemos. Pero la dificultad de controlar un patógeno nuevo podría permitir su propagación exponencial. Ya en 1980 el Departamento de Estado en el Informe Global 2000 para el Presidente, preparado conjuntamente con el Consejo de la Casa Blanca y la Comisión Trilateral, afirmaba que a la vuelta del siglo habría un excedente de 2.400 millones de personas. Para el neoliberalismo es insoluble problema la enorme masa de excluidos a los cuales no puede ofrecer trabajo ni integración a la producción ni al consumo, sumado al de una deuda pública impagable, una moneda sin respaldo y una economía de casino cuyo principal producto son dividendos especulativos. Nada más cómodo que culpar al coronavirus y a la cuarentena de la crisis que sacude al mundo. Pero las crisis económicas, siguiendo la profecía de Marx, se han hecho cada vez más continuas, graves y devastadoras sin necesidad de un solo estornudo. Bastaría una significativa ausencia de trabajadores en las maquilas y de compradores en los mercados para que el sistema se desplome.

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Aunque ninguna epidemia eliminará por sí sola el capitalismo, salvo que sea tan destructiva que aniquile el sistema económico en su casi totalidad. Pero recordemos que guerras cuyo costo material y demográfico debilitaron a los imperios abrieron paso a las grandes revoluciones del siglo pasado. La primera Guerra Mundial desbarató a tal punto las estructuras del zarismo, que el pequeño partido bolchevique pudo declarar la primera gran revolución socialista en el país más extenso del planeta. La Segunda Guerra Mundial, con su costo humano de 60 millones de vidas, no sólo barrió al Imperio del Sol Naciente, facilitando el triunfo del Partido Comunista Chino: también dio paso a una oleada de descolonización que sacudió a los imperios británico, francés, italiano, holandés y belga. Una catástrofe a la vez económica y demográfica podría terminar de debilitar a los imperios actuales y crear oportunidades revolucionarias. Pero esto no culminará por sí solo. Durante el siglo pasado, el capitalismo aprendió a utilizar las crisis para forjar los más perfectos instrumentos contrarrevolucionarios: los fascismos. Una crisis de postguerra fue pedestal de Benito Mussolini y escalinata de Adolfo Hitler; sucesivas depresiones fueron campos de cultivo de los votos que elevaron a Margaret Thatcher, a Nixon, a Bush padre e hijo, a Donald Trump. Ni la dialéctica ni los virus se llevarán al capitalismo. A sus víctimas nos toca pensar las estrategias, crear las organizaciones, dinamizar los movimientos que lo aniquilen. O hacemos prevalecer la sociedad sobre la economía, o no tendremos economía ni sociedad.

Luis Britto García

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