El peligro de confiar en la CIA
El veterano, sagaz y brillante Leonel Brizola, figura emblemática de la izquierda brasileña, solía decir que uno –uno– de los problemas de los golpistas latino-americanos era su confianza en Washington y, muy especialmente, en la CIA. ‘No saben, o parecen no saber’, decía Brizola, ‘que luego se pasan los años y ellos abren sus archivos. Y entonces todo lo podrido que armaron salta a la luz del día’.
Es exactamente lo que se pasa en Brasil en estos días de tumulto e incertidumbre. Un investigador de la muy prestigiada y prestigiosa Fundación Getulio Vargas, Matias Spektor, examinó archivos de la CIA que, en realidad, habían sido desclasificados en 2015. Y entre otras preciosidades descubrió un telegrama enviado en 1974 por el entonces director-general de la CIA, William Colby, al todopoderoso secretario de Estado, Henry Kissinger.
“Ha sido el documento más perturbador que he encontrado en veinte años de investigación”, dijo Spektor, que también es periodista. La razón de ser tan perturbador: en el informe, Colby dice que el entonces general dictador, Ernesto Geisel, no solo sabía de las ejecuciones y asesinatos ocurridos en los sótanos de la dictadura, sino que los autorizó. Y más: puso la decisión de aprobar los asesinatos en manos de otro general, João Baptista Figueiredo, que lo sucedería y sería la figura que saldría por los fondos del palacio de gobierno para no entregar la presidencia a un civil, como ocurrió en 1985. El penúltimo y el último dictador, ambos fallecidos, tenían la palabra final sobre el destino de los opositores. Geisel, además, fue claro: solo se podría autorizar la muerte de “subversivos efectivamente peligrosos”. ¿A quién le tocaría la responsabilidad de determinar quién era y quién no? Al entonces jefe de inteligencia, Figueiredo.
Se derrumba, así, la farsa de que Geisel era un ‘legalista’, y que ‘eventuales abusos y desviaciones’ eran debidos a los cuadros medios o inferiores de las fuerzas armadas.
La verdad verdadera es que, para los que vivieron aquellos años de horror y barbarie, de terrorismo de Estado y de noches sin luz, lo que ahora se comprueba no llega a ser exactamente una novedad. La novedad es que nunca hubo ninguna confirmación concreta. Dicen los militares brasileños que todas las ‘comunicaciones sigilosas’ de la dictadura fueron destruidas, ‘acorde a las instrucciones entonces vigentes’. Pero informes del director de la CIA al poderosísimo Kissinger fueron preservados.
Los grandes y hegemónicos medios de comunicación brasileños, todos cómplices y beneficiarios de la dictadura, trabajaron en conjunto para construir la imagen de Geisel como un general austero, determinado a terminar con los tiempos de horror y abrir camino para una transición pacífica a la democracia. Figueiredo, el sucesor, sería un tipo campechano, dado a explosiones de humor pero en el fondo un buen tipo, que cumplía con responsabilidad la misión recibida por Geisel, es decir, la transición.
Nada. Fueron dos canallas perversos, a ejemplo de sus antecesores. Luego de la determinación de Geisel, al menos 89 brasileños fueron muertos o desaparecidos. Es decir, muertos o muertos.
La gran farsa alimentada por la prensa encargada de anestesiar e idiotizar a las clases medias de mi país, a las generaciones que vinieron después de la mía, persistió y persiste.
Hubo una ley de amnistía, decretada en 1979 por el entonces dictador, el general Figueiredo. Siempre se dijo que era lo posible de alcanzar en aquel periodo conturbado. Que Figueiredo, al amnistiar los dos lados –es decir, los que se oponían a la dictadura y a los terroristas de Estado– trataba de calmar a sus colegas de uniforme.
Nada: trataba de amnistiarse a sí mismo.
Lo más brutal de todo eso es que Brasil sigue siendo el único –el único– país de nuestras comarcas que jamás castigó a los que cometieron crímenes de lesa humanidad. Ninguno de los violadores, torturadores, secuestradores, asesinos, fue punido. Ninguno.
Hace algunos años, en plena democracia, la corte suprema de mi país, en un gesto de extrema cobardía e indecencia, convalidó la ley de amnistía, asegurando impunidad a los represores que siguen vivos.
Mucha razón, también en eso, tenía Brizola. No se debe confiar en la CIA. Para empeorar el cuadro, Spektor avisa que hay mucho, mucho más en los archivos que serán abiertos en los próximos meses.
Ninguna farsa dura eternamente. Lo tenebroso es saber que, en Brasil, la impunidad permanecerá intacta.
Eric Nepomuceno
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