El rescate del espíritu y de la naturaleza

El mundo llegó a su límite. La humanidad no resiste más. ¿Quién se atreve a defender este orden pletórico de injusticias, oprobios, catástrofes, depredaciones? ¿En nombre de quién o qué? ¿Qué ismo puede hoy reivindicar? Sólo queda hurgar la historia natural y la historia humana en busca de la esencia de la especie. Trazar los caminos de la degradación que condujeron a este presente para intentar remontarlo.

Dos son los atributos que el proceso civilizatorio buscó desaparecer y que hoy son causa de la crisis terminal que se padece. La negación del espíritu y la destrucción de la naturaleza. Ambos fenómenos yacen en el fondo del malestar de la modernidad.

Todo ser humano, tarde o temprano, se enfrenta al desafío de reconocer su propio espíritu. La espiritualidad no aparece, sino como resultado de su enfrentamiento, no de su fuga, con el mundo. Es la respuesta del ser frente al abismo. Frente al no sentido o significado de la existencia, frente a la inconmensurabilidad del universo.

Este acto intuitivo, al que se lle­ga no por la exploración o la in­ves­ti­ga­ción, sino por la revelación o la iluminación, surge de la idea de la existencia de conexiones misteriosas entre las partes de la naturaleza que forman una unidad dirigida por un proceso inteligente. De aquí nace el reconocimiento de una fuerza vital que todo lo mueve y al que todos los miembros de la especie humana se deben. Esta cosmovisión estuvo presente sin excepción en todas las culturas que conformaron a la humanidad durante sus casi 300 mil años de existencia, y fue la que permitió su supervivencia y la que dio continuidad al impulso ya trazado por otros grupos de organismos en la evolución: corales, medusas, sifonóforos, briozoarios, hormigas, termes, abejas, avispas, vertebrados y primates. Como especie social, el Homo sapiens eligió la cooperación (la ayuda mutua de I. Kropotkin) como el acto supremo, como el atributo superior, para impulsar su propia evolución. Y ello supuso vivir en un mundo encantado, en una envoltura viva, donde cada elemento natural encarnó en una deidad. Lo humano aceptó vivir en equilibrio permanente con ese impulso natural. Espiritualidad, humildad, hermandad, comunalidad, fueron valores en acción y conexión permanentes. Los mismos que aún perviven en los 7 mil pueblos indígenas del mundo distinguidos por la lengua y que, según se ha descubierto recientemente, poseen territorios equivalentes a 25 por ciento del total del planeta en 87 países (Garnett, S.T., Nature Sustainability, 2018).

La espiritualidad de los seres humanos y su consiguiente reconocimiento de esa fuerza natural fueron los dos elementos a destruir durante al menos los últimos 4 mil años de historia. Un proceso que hoy alcanza su máxima expresión en la civilización moderna, industrial, capitalista, tecnocrática y patriarcal, para la cual espíritu y naturaleza son un estorbo. El primer embate fue la conversión de la espiritualidad en religiosidad, en instituciones de poder que usaron al espíritu como pretexto. Las deidades de siempre se transformaron en dioses, luego se pasó del politeísmo al monoteísmo, hasta llegar a dioses masculinos, prepotentes e intolerantes. El politeísmo enamorado de la vida dio paso al monoteísmo fascinado con la muerte (Michel Onfray, Cosmos, 2016: 55). Las grandes masacres y los tremendos genocidios sufridos por la especie humana fueron convalidados o auspiciados por los mayores monoteísmos durante los colonialismos, fascismos, comunismos e imperialismos, y con las recientes guerras santas.

La destrucción de la naturaleza, el desencantamiento del mundo, corrió a manos de la ciencia, la nueva forma de conocer la realidad por medio de la razón, el materialismo, el análisis y la técnica. El dominio de la naturaleza fue glorificado por el científico Francis Bacon en nombre de Dios. La ciencia negó la existencia de la Madre Tierra, venerada y respetada, y en vez introdujo la idea de un sistema mecánico inanimado, la visión de una máquina (eco-sistema) a ser escudriñada, controlada, dominada y finalmente explotada. Convertida en fábrica, recurso natural o capital natural, la naturaleza hoy es permanentemente violada o violentada por las acciones orientadas por la lógica del capital. Un acto patriarcal que según J. M. Naredo lo ejecuta el trabajo, la categoría masculina de la economía neoclásica.

Hoy, el panorama a la vista es la mayor desigualdad social de la historia y el mayor desequilibrio ecológico conocido de escala global (la crisis climática). Rescatar la espiritualidad y su (re)conexión de respeto hacia la naturaleza son las dos tareas centrales de todo individuo consciente. En ello están jugando un rol estratégico tres sectores: los ambientalistas, las mujeres y los pueblos indígenas. En ellos se encuentran las fuentes de inspiración y de subversión para edificar una civilización diferente.

Víctor M. Toledo

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