¿En qué momento degenera en fascismo una democracia formal?

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Puede ocurrir aquí. «Aquí» es cualquier país en el que gobierne el capitalismo. ¿En qué momento se convierte en fascismo una democracia formal burguesa? Esa es una pregunta que es preciso responder en muchos lugares, y desde luego en Estados Unidos, que ya ha experimentado un intento de autogolpe con inconfundibles tintes fascistas.

Nos referimos al intento de autogolpe de Donald Trump, por usar la expresión latinoamericana, en enero de 2021. Mucha gente, incluso en la izquierda, se ríe de los acontecimientos de ese día, señalando que el intento de golpe de Estado no tenía ninguna posibilidad de éxito. Claro que no tenía posibilidad de éxito. Pero eso no significa que haya que quitarle importancia, sino todo lo contrario: hay que tomárselo muy en serio. El intento de golpe de Estado de Hitler en la cervecería de Múnich en 1923 tampoco tuvo ninguna posibilidad de éxito, y su violento movimiento permaneció en el limbo durante varios años más. Pero ya sabemos cómo acabaría esa historia alemana.

No voy a hacer una comparación fácil de los Estados Unidos contemporáneos con la Alemania de Weimar. No vivimos en la época de Weimar. No hay camisas pardas organizadas campando a sus anchas, ni un ejército profundamente hostil a la democracia dispuesto a actuar de acuerdo con esa hostilidad, ni un número significativo de industriales financiando tropas de asalto. La historia no se repite de forma clara y precisa, ni como tragedia ni como farsa. No obstante, antes de hacer balance de las condiciones políticas contemporáneas podríamos aprender una lección de la historia.

Un mito que hay que desmentir es que Hitler fue elegido democráticamente. No lo fue. Le entregó el poder el presidente alemán, Paul von Hindenburg, quien le nombró canciller. Desgraciadamente, según la Constitución de Weimar eso era completamente legal, y suficiente para que el mayor partido de la oposición, los socialdemócratas, contuvieran la pólvora: se negaron a desplegar su milicia y se circunscribieron a un orden legal que iba a ser destruido de forma inminente. El otro gran partido de la oposición, los comunistas, declararon «Después de Hitler, nos toca a nosotros», un sentimiento público que contrastaba bastante con el de sus miembros, obligados a esconderse o exiliarse cuando los nazis, recién investidos de poder, empezaron a acorralar a los miembros del partido y a destruir sus oficinas.

Los líderes sindicales se plegaron dócilmente a Hitler cuando se hizo con el poder, aceptando participar en lo que ahora sería una celebración del Primero de Mayo dirigida por los nazis. A los dos días de ese Primero de Mayo, los nazis empezaron a detener a dirigentes sindicales y a prohibir los sindicatos existentes; los socialdemócratas correrían pronto la misma suerte. Hitler sólo tardó tres meses en barrer a toda la oposición y asumir el poder dictatorial. Con toda la oposición política suprimida, comenzaron las persecuciones de judíos, gitanos y comunidades LGTB, con resultados que el mundo no debería olvidar ni minimizar.

¿Por qué von Hindenburg nombró canciller a Hitler? En las últimas elecciones antes del nombramiento de enero de 1933, el voto nazi había disminuido con respecto a la votación anterior; el voto combinado comunista y socialdemócrata fue un millón y medios de votos superior al voto nazi, que totalizó el 33 por ciento, aunque el voto combinado de la izquierda se quedó a un millón del voto combinado de los nazis y el Partido Nacional, el vehículo restante de la derecha tradicional. La mayor parte del apoyo de la década de 1920 a los partidos de la derecha tradicional alemana se había transferido a los nazis, que dieron un salto gigantesco del 2,6 por ciento en mayo de 1928 al 18 por ciento (segundos entre 10 partidos) en septiembre de 1930. Los líderes de esos partidos tradicionales de derechas habían pensado que podrían controlar a Hitler haciéndole nombrar canciller (el equivalente a primer ministro) pero dando a los nazis sólo dos de los diez puestos del gabinete. Por desgracia, uno de esos puestos era el Ministerio del Interior, que controlaba la policía, lo que permitió a los nazis inundar dicha institución con sus matones de camisas pardas. El ministro del Interior, Wilhelm Frick, participó en el golpe de la cervecería, pero su sentencia no se hizo firme.

La violencia al servicio de los beneficios empresariales

Las historias de Italia y otros países que cayeron en manos del fascismo no son muy diferentes. A Mussolini también le dieron el poder. Mussolini era socialista hasta que empezó a recibir dinero de los fabricantes de armas y otros intereses empresariales. Aunque ahora estaba muy a la derecha, permitió cuidadosamente que se hiciera propaganda variada e incluso negó tener un programa, permitiendo que el fascismo pareciera lo que uno quisiera que fuese. Pero sus benefactores sabían lo que él y ellos querían. Los fascistas recibían regularmente subvenciones de las asociaciones de comerciantes y de la Confederación de Industria. Los socialistas quedaron primeros en las elecciones de noviembre de 1919, pero los conservadores empezaron a comprar el apoyo de las escuadras fascistas y la policía les permitió atacar sin impedimentos e incluso les prestó apoyo.

La Marcha sobre Roma de Mussolini no habría sido posible sin la financiación de los escuadrones fascistas por parte de los empresarios italianos. Pronto el rey Vittorio Manuel le nombró primer ministro. Las prohibiciones de sindicatos y huelgas no se hicieron esperar. En España, un ejército de mentalidad fascista derrocó al gobierno republicano; los golpes militares llevaron al poder a generales fascistas en Chile y Argentina en la década de 1970 con el apoyo de escuadrones fascistas que utilizaban tácticas violentas. En todos los casos se produjo una violenta represión de los trabajadores y sus organizaciones, así como una reducción de los salarios y las condiciones de trabajo.

En ninguno de estos casos históricos la toma del poder por los fascistas fue una irrupción repentina surgida de la nada. Hubo mucha violencia por parte de la derecha, ampliamente financiada por líderes empresariales y respaldada por el ejército y la policía. El punto de inflexión se produjo antes de las tomas del poder: no había, ni hay, un punto fácilmente definible en el que se cruza el Rubicón. Por lo tanto, la vigilancia y la lucha son siempre necesarias. Si parece fascismo y actúa como tal, debe tomarse en serio como movimiento fascista. La temporada de elecciones presidenciales de 2024 ya ha dado comienzo en Estados Unidos, donde todavía no hay industriales y banqueros financiando a matones callejeros y maniobrando para derrocar la democracia formal. Si bien es cierto que esos titanes corporativos apreciaron todo lo que la administración Trump -dotada de algunos de los ideólogos más virulentos de la burguesía y los empresarios- hizo por ellos y volvería a hacer por ellos si tuvieran la oportunidad, eso no equivale a respaldar un movimiento fascista declarado. Dado el gran control que los industriales y banqueros tienen sobre el proceso político estadounidense, apenas es necesario que derroquen un sistema que les funciona tan bien.

No obstante, los tiempos y las condiciones pueden cambiar y el mero hecho de que exista un movimiento fascista –encabezado actualmente por Trump pero que el gobernador de Florida, Ron DeSantis, desea dirigir- debería tomarse con la máxima seriedad, especialmente si dicho movimiento no muestra señal alguna de dispersión.

En Estados Unidos no hay un sistema parlamentario sino más bien un sistema bipartidista que aparenta ser inexpugnable y posee un ejército que a todas luces, a pesar de su utilización como un ariete en el extranjero a beneficio del saqueo empresarial, es no obstante un ente estrictamente constitucional sin ningún atisbo de agitación interna. Eso es cierto, pero deberíamos dejar de anteponer la forma a la función. La imagen clásica del fascismo es la de tropas de asalto merodeando por las calles, reprimiendo violentamente cualquier oposición. Pero la Sudamérica de los años setenta era diferente de la Europa de los años veinte y treinta. En Chile y Argentina había bandas fascistas haciendo de las suyas, pero el fascismo se impuso mediante golpes militares no disimulados.

Si en Estados Unidos llegara a producirse el fascismo, adoptaría formas diferentes a todas las anteriores, y los fundamentalistas cristianos formarían una proporción importante de cualquier base. Pero lo crucial es que un porcentaje significativo de los industriales y financieros del país –la clase capitalista dirigente- respalde la imposición de una dictadura con dinero y otro tipo de apoyos. Ese es elemento común crucial que prevalece en las diferentes formas de toma del poder por los fascistas.

Retórica vacía frente a intereses de clase

¿Por qué es tan crucial? Porque el fascismo es una dictadura impuesta para beneficio de los grandes industriales y financieros. En su nivel más básico, el fascismo es una dictadura establecida y mantenida por medio del terror en nombre de las grandes empresas. Posee una base social, que proporciona el apoyo y los escuadrones de la muerte, pero a la que se engaña de mala manera, pues la dictadura fascista actúa decisivamente contra los intereses de su base social. El militarismo, el nacionalismo extremo, la creación de enemigos y chivos expiatorios y, tal vez el componente más decisivo, una propaganda furibunda que crea intencionadamente el pánico y el odio mientras oculta su verdadera naturaleza e intenciones bajo el disfraz de un populismo hipócrita, son algunos de los elementos necesarios.

A pesar de las diferencias nacionales que producen las principales formas de fascismo, la naturaleza de clase es consistente. La gran empresa es invariablemente la mayor partidaria del fascismo, con independencia de cuál sea la retórica empleada por el movimiento fascista, y es, invariablemente, su beneficiaria. La institución de una dictadura fascista no es una decisión fácil, ni siquiera para los grandes industriales y banqueros, a quienes se les puede hacer la boca agua pensando en sus potenciales beneficios. Porque aunque su intención sea la de beneficiarles, estos grandes hombres de negocios estarán cediendo parte de su propia libertad, pues no controlarán directamente la dictadura; es una dictadura para ellos, pero no de ellos.

Las élites empresariales solo recurren al fascismo bajo determinadas condiciones; algún tipo de gobierno democrático bajo el cual los ciudadanos “consientan” la estructura de gobierno, es su forma preferida y mucha más sencilla de mantener. Que los trabajadores empiecen a retirar su consentimiento -que empiecen a desafiar seriamente el statu quo económico- es una «crisis» que puede provocar el fascismo. La incapacidad para mantener o aumentar los beneficios, como puede ocurrir durante un declive pronunciado del «ciclo económico», o una crisis estructural, es otra de esas «crisis».

Ningún movimiento fascista puede triunfar sin una base considerable convencida de que hay que detener a la Izquierda a cualquier precio*, que la única manera de que se produzca el místico retorno de la extrema derecha al pasado es que se imponga por la fuerza y que los que se opongan sean reprimidos con violencia. Por desgracia, esta parte de la ecuación está presente en gran medida en Estados Unidos, como tristemente demuestra el inquebrantable culto a Trump. El deseo de Trump de ser un dictador fascista es obvio – esto debería resultar inequívoco para cualquier persona de izquierdas, pero lamentablemente no lo es, ya que todavía hay demasiadas que no toman en serio a Trump y a su base o, peor aún, se dejan seducir por sus cantos de sirena.

En una ocasión fui invitado a participar en un respetado programa de radio sobre medio ambiente en el que se debatían los planes de la administración Trump de revisar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés). En determinado momento otro invitado, el destacado director de una organización no gubernamental de Washington, me interrumpió de malas maneras y se dirigió a mí del modo más condescendiente, pretendiendo “corregirme” al afirmar que los asesores comerciales de Trump querían acabar con los tribunales secretos que las corporaciones utilizan para revertir las leyes y regulaciones gubernamentales. En aquel entonces Trump llevaba más de un año en el poder y la guerra sin cuartel de su administración contra los trabajadores y sus denodados esfuerzos por permitir que las corporaciones saquearan y contaminaran sin cortapisas estaba en pleno apogeo. Por si fuera poco, su administración acababa de publicar el documento sobre política comercial (ese era el tema que yo estaba tratando) y no había ninguna ambigüedad sobre sus intenciones de desmantelar las normas laborales, de seguridad, sanitarias o de protección del medio ambiente promulgadas por otros países.

La retórica con vagas connotaciones izquierdistas de Trump no era sino una pantomima, una estratagema más que evidente para atraer a votantes que tenían muy buenas razones para deplorar los llamados tratados de “libre comercio” y todas las otras políticas que habían perjudicado a los trabajadores al permitir que miles de empleos se deslocalizaran en el extranjero. Los alemanes de la República de Weimar también tenían multitud de razones para estar hartos, pero esas obvias mentiras nazis se convirtieron en patrañas inequívocas cuando Hitler aniquiló a las tropas de asalto que se habían creído la retórica izquierdista en la «Noche de los cuchillos largos». Mussolini también utilizó ese tipo de tácticas.

El historial de Trump y de DeSantis debería ser inequívoco

Cuatro años de Trump en la Casa Blanca -cuatro años de ataques sin cuartel a los trabajadores y al medio ambiente, de torpezas y mentiras incompetentes sobre la pandemia del Covid-19 y de permitir que todos los misántropos lleven a cabo sus fantasías antisociales más detestables- no podrían ser más claros. Trump sigue siendo la encarnación de la amenaza del fascismo. Y ¿qué decir de su principal rival por la nominación presidencial del Partido Republicano? DeSantis -o DeSatán, como se le ha apodado- claramente también tiene aspiraciones de convertirse en un dictador fascista. El gobernador no posee un rabioso respaldo popular como Trump, pero parece probable que adquiera mayor respaldo de industriales y financieros que Trump, dado su éxito en reducir la Legislatura de Florida a su sello de aprobación. DeSantis bien podría gobernar por decreto teniendo en cuenta que los congresistas le dan todo lo que quiere.

Su historial no necesita presentación para quienes lo conocen. Pero «destaquemos» algunas de sus actuaciones. Está librando una guerra de tierra quemada contra las comunidades LGTBI, negando su humanidad y prohibiendo en la medida de lo posible incluso la discusión de los intereses de esas comunidades, imponiendo prohibiciones draconianas al aborto (las mujeres siempre son despojadas de derechos y reducidas a máquinas de hacer bebés bajo el fascismo), destituyendo unilateralmente a los cargos electos que se atreven a discrepar con él, prohibiendo libros, blanqueando la historia, utilizando a los inmigrantes como accesorios desechables al servicio del nacionalismo y ofreciendo bonificaciones a los agentes de policía para que se trasladen a Florida, muchos de los cuales han sido acusados de delitos como violencia doméstica, secuestro y asesinato. Tan despiadado es el estado policial que DeSantis se dispone a crear y tan hostil es el intento de borrar la esclavitud y el racismo de la historia que la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP, por sus siglas en inglés) ha emitido una advertencia para que los afroamericanos eviten viajar a ese Estado.

Aunque es indiscutiblemente que un partido fascista independiente no va a tomar el poder en Estados Unidos en un futuro previsible, no es necesario que surja uno. Los dos principales candidatos de uno de los dos partidos que se alternan en el poder, los republicanos, tienen la aspiración de ser dictadores fascistas y hay una base considerable de republicanos dispuestos a que así sea. El otro partido, los demócratas, apenas sirve de ayuda, ya que la oposición de «centro-izquierda» (en realidad la oposición de «centro-derecha» a la extrema derecha) es aplastada una y otra vez. Su incapacidad para enfrentarse a la derecha o para organizar una oposición eficaz no es sólo el resultado de estar en deuda con el dinero de las empresas y con la ideología del «excepcionalismo americano», sino también con el callejón sin salida intelectual del liberalismo. (Utilizo aquí terminología norteamericana; los lectores del resto del mundo pueden sustituir «liberal» por «socialdemócrata»).

El liberalismo norteamericano y la socialdemocracia europea están atrapados por un ferviente deseo de estabilizar un sistema capitalista inestable. Están atrapados por su adhesión al sistema capitalista, lo que hoy en día significa defender la austeridad para los trabajadores y las subvenciones para el saqueo empresarial y financiero, sin importar los bonitos discursos que puedan pronunciar. Cuando Bill Clinton, Barack Obama, Jean Chrétien, Justin Trudeau, Tony Blair, Gordon Brown, François Hollande, Gerhard Schröder, José Luis Rodríguez Zapatero y Romano Prodi hincan la rodilla ante los industriales y los financieros, cuando cada uno de ellos se apresura a aplicar políticas neoliberales de austeridad a pesar de encabezar la supuesta oposición de «centro-izquierda» a los partidos conservadores que defienden abiertamente la dominación corporativa, hay algo más que debilidad personal en juego. Y este lamentable historial -Bill Clinton fue el presidente republicano más eficaz que ha tenido Estados Unidos- ofrece una oportunidad a los demagogos de extrema derecha para ofrecer cantos de sirena que suenan a izquierda y que engañan a demasiadas personas.

No obstante, puedo entender perfectamente por qué tantos estadounidenses, no sólo liberales sino incluso de izquierdas, votan a los demócratas como un movimiento táctico, argumentando que un demócrata en el poder, especialmente en la Casa Blanca, proporciona más espacio para maniobrar. Aunque personalmente no tengo estómago para votar a los demócratas, desde luego comprendo este voto táctico como una cuestión de supervivencia, sobre todo porque cada administración republicana es peor que la anterior. Pero sería útil que los votantes demócratas presionaran a sus gobernantes para que intentaran poner en práctica algo de lo que quieren, en lugar de darles carta blanca. Y una estrategia diferente a la habitual del Partido Demócrata de encogerse y acobardarse no debería significar primero acobardarse y luego encogerse.

Dejando a un lado el voto -y votar debería ser lo mínimo que hagamos-, el fascismo solo puede ser detenido por un movimiento de masas, enfrentándonos a él directamente. Y eso significa tomarse en serio el peligro en lugar de reírse de la ignorancia de Trump y sus cegatos seguidores. El fascismo nunca es cosa de risa, como su número de muertos debería dejar claro.

*Ese parece ser el principal mensaje de elementos de la derecha española, como Isabel Díaz Ayuso, en las pasadas elecciones locales y autonómicas y en las próximas generales en España (N. del T.).

Peter Dolack

Peter Dolack: Tiene a cargo el blog Systemic Disorder y es activista de diversos grupos.

Traducido al Español para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo.

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