Estados Unidos, cambios y mitos
La plutocracia se lava la cara: del irascible Trump al benévolo y protector Biden. El asalto al edificio del Congreso norteamericano el 6 de enero ha conmovido profundamente a Estados Unidos. Las manifestaciones que precedieron la toma fueron alentadas por las declaraciones de Donald Trump.
Una fracción de esa manifestación, ante la pasividad de las fuerzas del orden, tomó sus instalaciones buscando evitar la proclamación de Joe Biden como ganador. La mayoría demócrata se paralizó de estupor y angustia frente al pisoteo de los símbolos de su sistema político, los destrozos y los muertos. La intensa minoría republicana sigue pensando que le han robado la elección. Mal comienzo para el gris y “políticamente correcto” Biden.
Mientras Trump es la personificación del mal para la prensa hegemónica norteamericana, Mark Zuckerberg (Facebook), erigido en árbitro político, lo borró de Twitter. Biden se propone dejar atrás los años de Trump retomando el civilizado balance de poderes que prevé la constitución norteamericana, diseñada para que ningún “populismo” pueda alterar las políticas fundantes que soportan el “destino manifiesto” de ese país para conducir el mundo.
Los medios, en mezcla difícil de discernir, suman las órdenes ejecutivas (decretos) firmadas con las que suponen se van a emitir. Es claro el intento de blindar al nuevo Presidente y marcar un antes y un después del vituperado Trump.
Las primeras directivas incluyen políticas tanto internas como internacionales. Entre las primeras destacan los cambios en el tratamiento del Covid, con el nombramiento de un coordinador nacional, la obligación de usar mascarilla “al menos por 100 días” en los edificios públicos y mantener las restricciones que Trump había descartado sobre el ingreso de extranjeros por la pandemia, entre otras. Mientras la vacunación avanza, los casos diarios retroceden, dentro de valores aún muy elevados.
En lo social apunta a eliminar el “racismo sistémico” (contra afroamericanos, hispanos, asiáticos, pueblos originarios) y la discriminación por orientación sexual, demandas de aquellos sectores que con su voto le permitieron ganar ajustadamente la elección.
En el campo económico se destaca la prórroga de la prohibición de desalojos de inquilinos y la ejecución de hipotecas de viviendas, y la ampliación de la pausa en el pago de intereses de los préstamos estudiantiles.
A nivel internacional se destacan los regresos a la Organización Mundial de la Salud (con el importante aporte de fondos que significa) y al Acuerdo del Clima de París, buscando mejorar las relaciones diplomáticas con países aliados. Suspende el veto de entrada a ciudadanos de once países musulmanes. Frena la construcción del muro con México. Revoca el permiso del oleoducto Keystone XL que enlazaría el estado de Nebraska con Canadá, haciéndose cargo de la fuerte oposición medioambiental. Declaró su repudio al golpe militar en Myanmar.
No es oro todo lo que reluce
Son medidas “políticamente correctas” pero no implican la parte central de la política exterior ni la orientación económica, que se pueden deducir de los nombramientos en áreas claves. El Departamento de Estado lo dirigirá Antony Blinken, un halcón con pesado prontuario en Medio Oriente. El general afroamericano Lloyd Austin ha sido propuesto para jefe del Pentágono. Biden espera que la heterogeneidad étnica de su gabinete permita superar las objeciones de conflicto de intereses por haber sido Austin hasta hace poco director de Raytheon, importante empresa en materia de defensa. En el área económica y financiera los nuevos funcionarios –en su mayoría de la era Obama– abrevan en las ideas neoliberales, nada de progresismo. La ex Fed Janet Yellen es la Secretaria del Tesoro, Brian Deese dirige el Consejo Económico y Social, la afroamericana Cecilia Rouse preside el Consejo de Asesores Económicos, la chinoamericana Katherine Tai es la principal negociadora comercial internacional.
Las definiciones de Biden durante la campaña no ofrecen muchos alicientes a deshielos con Rusia y China. Tampoco habrá cambios importantes en la relación con Latinoamérica, continuará la oposición a lo que no sea alineamiento en lo geopolítico y lo económico. El FMI y las embajadas están para presionar por esos intereses.
Las diferencias entre demócratas y republicanos son básicamente sobre políticas internas. Los dirigentes de ambos espacios son en general personas de gran fortuna personal. El gran capital ha colonizado ambos partidos, que terminan representando diferencias parciales de sus distintas fracciones. El apoyo popular se logra en base a una maquinaria de sofisticado marketing político con concesiones parciales a las clases subalternas y grupos especiales para lograr los apoyos que puedan volcar resultados. Las políticas centrales, en lo económico y en el plano internacional, siguen en manos de ese 1% de la población más rica. Se han ido produciendo diferenciaciones de las fracciones de capital que apoyan a uno u otro partido, con los globalistas del capital financiero apostando más fichas a los demócratas, y sectores de la fracción de la industria tradicional y de defensa apoyando al Partido Republicano en su versión Trump. Pero esta división es una simplificación y en realidad los sectores más concentrados imponen sus intereses a los representantes de ambos partidos, y ellos mismos son en lo fundamental la dirección efectiva de ambos. Nadie votó la concentración de riqueza que se ha producido en los últimos cuarenta años, producto de la desregulación financiera que comenzó con el republicano Reagan y se perfeccionó con el demócrata Clinton. Nadie votó la destrucción de los trabajos bien pagos en la industria, que como resultado de la globalización beneficia al capital concentrado en Estados Unidos y terminó potenciando el desarrollo de China en forma distinta a lo previsto por ellos.
El general Perón, con su estilo directo y campechano, definió así a estos partidos: “Los norteamericanos, dignos hijos de Gran Bretaña, han ido mucho más allá: han organizado dos partidos de derecha que les permiten mantener su sistema plutocrático y sostener una simulación democrática para engañar a los tontos que tanto abundan en la política o estimular a los sinvergüenzas, que también abundan” (La hora de los pueblos, capítulo 1, 1968).
Si la definición de plutocracia era válida en los años de Perón, mucho más lo es ahora, en especial desde la decisión de la Corte Suprema de 2010 que permitió el financiamiento de las campañas de los partidos políticos sin límites de aportes de personas y empresas. Con esa decisión la magnífica máquina de marketing que son las elecciones norteamericanas terminó de distorsionar la expresión real de los intereses de los ciudadanos. Sin dinero no se ganan elecciones. Con los aportes de entusiastas seguidores se puede avanzar en las primarias, se puede obtener algún representante, pero cuando se acaban los fondos terminan las ilusiones. Se votan slogans, cada vez más diseñados a medida del “cliente” por investigaciones con acceso al big data, y eso cuesta muchísimo dinero. Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortés hablaron de ideas socialistas y arrimaron los votos “progresistas” al candidato demócrata, pero no influyen en políticas que podrían revertir la concentración de riqueza y el estancamiento de los salarios reales del 50% de la población menos favorecida, y menos aún en la política exterior.
La verdadera política la decide el gran capital, sus lobbistas y representantes en ambos partidos, tanto en el Congreso Nacional como en el Ejecutivo, mientras el reaseguro del establishment está siempre en la conservadora Corte Suprema. ¿Cuál es la definición formal de corrupción? Obtener mediante sobornos medidas que benefician al corruptor. Pero si los fondos de aportes de campaña son legales, las resoluciones que benefician a los aportantes y a los funcionarios que la facilitan no son corrupción, todo está blanqueado. Para ellos los corruptos son los funcionarios de otros países, donde las coimas se pagan en mano porque los involucrados no forman parte de la puerta giratoria característica de los Estados Unidos. El control ideológico que los grandes medios y los economistas del capital tienen sobre la población es tal, que la mayoría cree que los crecientes beneficios que desde hace cuarenta años están teniendo los sectores concentrados –el sector tecnológico, el sistema privado de salud, los bancos y el sector financiero– son la correcta medida de su aporte social, su “valor agregado” a la creación de riqueza. No relacionan esos beneficios monopólicos y especulativos con el estancamiento de los salarios reales de los trabajadores y la creciente desigualdad de ingresos.
En cuanto a las políticas de derechos humanos, un capítulo tan cacareado en la política norteamericana, los cambios de Biden se concentrarán en lo interno, retribuyendo con medidas parciales los apoyos de las distintas minorías que lo llevaron al triunfo electoral. No eliminará el racismo ni las policías bravas con los negros pero buscará limitarlas. Muchas políticas sociales serán mejoradas o se intentará hacerlo, pero a nivel internacional no habrá cambios significativos en este capítulo, excepto una lavada de cara al accionar agresivo de Trump. Guante de seda cubriendo el puño de acero.
Biden participa del mito de todos los Presidentes americanos sobre el “excepcionalismo” y el “destino manifiesto” de Estados Unidos para conducir al mundo. Ahora quiere cambiar la imagen del padre irascible por la del padre benévolo y protector. Históricamente todas las potencias se han sentido obligadas a recubrir su dominio con justificaciones ante los pueblos que lo deben soportar. Los británicos argüían que estaban soportando “la carga del hombre blanco”, los colonialistas franceses justificaban su imperialismo en una supuesta mission civilisatrice.
El mito predica que Estados Unidos es la única nación virtuosa, que ama la libertad, respeta los derechos humanos y la paz bajo el imperio de la ley. Su historia lo desmiente. Es una potencia agresiva y expansionista. Comenzó como el asentamiento de 13 colonias en el este de su actual territorio y se expandió arrebatando Texas, Nuevo México, California y Arizona a México en 1846. Eliminó a la mayoría de la población originaria y los pocos sobrevivientes fueron arrumbados en míseras reservas. Compró barato Alaska a la Rusia zarista, “haciendo una oferta que no pudieron rehusar”. Arrebató a España el control de Florida, Puerto Rico y Cuba, para formalmente cambiar el poder colonial español por el propio en Filipinas, con la muerte de entre 200.000 y 400.000 habitantes, la mayoría civiles. En la Segunda Guerra sus bombardeos mataron civiles sin remordimientos en Alemania (300.000) y Japón (330.000). Tiró más de 6 millones de toneladas de bombas en Indochina, incluido napalm y el mortífero defoliante Agente Naranja, con más de un millón de civiles muertos.
En la pequeña Nicaragua, los Contra apoyados por Estados Unidos mataron a 30.000 personas. Sus acciones militares en Medio Oriente han dejado entre 300.000 y 500.000 muertos, incluyendo 100.000 en la invasión y ocupación de Irak en 2003. Son decenas de miles los muertos por los drones, en especial a partir de los gobiernos de Obama, quien inmerecidamente recibió el premio Nobel de la Paz. Los latinoamericanos conocemos de sobra las tropelías norteamericanas por estas latitudes. Tras la caída de las torres en 2001, la tortura volvió a ser desembozadamente la forma de interrogatorio. Miles de prisioneros han pasado por la base de Guantánamo, donde aún se mantienen sin derechos, en un limbo de extraterritorialidad por el cinismo de sus autoridades. Ello incluye la promesa incumplida de Obama de cerrar esa prisión, sin olvidar que Biden fue su Vicepresidente. Todos recordamos la revelación en 2004 de las torturas en la prisión de Abu Ghraib, Irak, en aquel momento con 7.000 detenidos.
El asalto al Congreso el 6 de enero ha conmovido al pueblo estadounidense, contribuyendo al desprestigio de sus valores morales. Esos valores son la base de su soft power, el poder ideológico que ayuda a controlar la conciencia social en su país y el mundo, manteniendo la fuerza bruta como argumento de última instancia. Pero ese velo ideológico no puede ocultar el pésimo récord de violación de los derechos humanos que ha practicado Estados Unidos sobre el mundo desde fines del siglo XIX.
Biden inaugura su gobierno pretendiendo revertir las políticas de Trump. Pero es difícil que elimine la profunda división que propició el expresidente, quien lejos está de abandonar el escenario político. Los valores morales que esgrime Biden son un mito para consumo interno y de sus principales aliados. El peso de esos mitos disminuye en la conciencia de los pueblos del mundo que soportan sus pesados condicionamientos.
Jorge Molinero
Comentario sobre artículos de Globalización en nuestra página de Facebook
Conviértase en miembro de Globalización