Estados Unidos: Democracia negada

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Hasta la noche de ayer, al candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Joe Biden, le faltaban entre seis y 17 de los 270 votos del Colegio Electoral necesarios para ganar. Sin embargo, lo apretado de los resultados en varias de las entidades cruciales y la escasa distancia con el mandatario que aspira a la relección –de apenas 2.4 puntos porcentuales– confirman un escenario previsto y temido: una larga espera por los resultados finales, aderezada con la judicialización de los comicios y los métodos de sufragio por parte del equipo legal de Donald Trump.

Por fortuna, hasta el momento la tensión poselectoral no ha dado paso al peor escenario, el de la violencia. Cabe recordar que desde semanas atrás grupos de ultraderecha vienen amagando con rechazar los resultados en caso de una derrota del magnate y tomar las armas en contra de lo que por descontado consideran un fraude demócrata, así como el hecho de que sus agresiones durante los actos multitudinarios contra el racismo oficial dejaron ver que sus amenazas vienen acompañadas de una disposición a convertir sus palabras en acciones criminales.

Sin importar hacia qué lado se incline el conteo final de los votos, el desarrollo del proceso electoral en curso ilustra de manera dramática la obsolescencia de una institucionalidad política que se ostenta como un modelo democrático digno de ser exportado a otras latitudes –incluso y no pocas veces, por la fuerza–, cuando su diseño responde a la intención de las élites de acotar severamente la capacidad popular para influir en la integración y el funcionamiento de las instituciones gubernamentales.

Como ya se ha reiterado, el fondo de esta disfuncionalidad se encuentra en el sistema de elección indirecta, por el cual es posible que quien gana la presidencia haya perdido el voto popular, como ocurrió con el propio Trump en 2016 y con George W. Bush en 2000; es decir, con los dos últimos mandatarios republicanos. Pero también se refleja en cuestiones logísticas básicas, como la dispersión y disparidad del manejo de las elecciones entre las 50 legislaciones estatales; la consiguiente ausencia de una autoridad electoral nacional o la inconcebible situación de que, en la mayor potencia tecnológica del mundo, no se hayan implementado mecanismos para dar a conocer los resultados el mismo día de la votación.

En conjunto, esas falencias suponen una inocultable negación de la democracia. Para colmo, esta negación –que no es coyuntural, sino estructural– se ve agravada por un personaje sumamente autoritario que pretende quedarse en la Casa Blanca otros cuatro años, y que no duda en echar mano de las maniobras más inescrupulosas para cumplir sus designios. Más allá de la urgencia de neutralizar los embates de Trump contra la legalidad, debe tenerse presente que la presencia del magnate en Washington es únicamente un síntoma de un mal mayor y más duradero: el empantanamiento de la institucionalidad política estadounidense.

La Jornada

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