Estados Unidos e Irán: Cuatro décadas de tensión contenida… y entonces llegó Trump

“Por la presente resolución el Congreso ordena al presidente que suspenda cualquier actividad de hostilidad de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos contra el Ejército o Gobierno de la República de Irán”.

Esa resolución, votada el pasado 9 de enero por la Cámara de Representantes estadounidense no tiene carácter vinculante; es una ‘resolución recurrente’, pero posiblemente sea la primera vez que los congresistas estadounidenses votan algo similar en los más de 40 años de hostigamiento a la revolución islámica que llegó al poder en Irán en 1979 con el ayatolá Jomeini.

Esta resolución se produce pocos días antes de que se inicie en el Senado una etapa clave en el proceso de impeachment contra Donald Trump, cuando se presenten formalmente las acusaciones contra el presidente, una vez conseguida ya la luz verde de la Cámara de Representantes.

La resolución del día 9 de enero fue aprobada por 224 votos a favor y 194 en contra, y evidenció discrepancias tanto en las filas del Partido Republicano como en el Demócrata, como ya viene siendo habitual.

Tres republicanos votaron a favor de la iniciativa de los demócratas, uno de ellos el congresista Justin Amash, que durante 2019 decidió abandonar su partido para pasar a ser un independiente.

Esos republicanos disidentes, al igual que la mayoría de los demócratas, dijeron no estar convencidos de las justificaciones oficiales dadas el día anterior por el Gobierno en una sesión informativa a puerta cerrada.

En ella se aseguró que el asesinato selectivo del poderoso general iraní Qassem Soleimani, comandante de la fuerza de élite Al Quds, la unidad responsable de las operaciones militares en el exterior de Irán, se llevó a cabo “ante el peligro real e inminente que representaba para fuerzas e intereses estadounidenses”. Junto con él murió también Abu Mahdi al-Muhandis, líder de la poderosa milicia chií iraquí Kata’ib Hezbolá.

La CIA acusaba a esta milicia de ser la responsable del ataque el pasado 27 de diciembre a una base militar iraquí en la ciudad de Kirkuk en la que, entre otros, murió un experimentado mercenario estadounidense de origen iraquí que trabajaba para el Pentágono, Nawres Hamid.

EE UU respondió poco después a ese ataque con operaciones de represalia contra dicha milicia golpeando dos de sus asentamientos en Iraq y Siria, matando a más de 20 de sus combatientes.

Estos ataques provocaron a su vez la ira de una multitud que asaltó la embajada estadounidense en Bagdad, que se vio obligada a evacuar a su personal y cerrar la legación diplomática.

Los asesinatos de Al Muhandis y Soleimani, a quien también se responsabilizó de estar detrás del asalto a la embajada y muchas otras operaciones contra las tropas estadounidenses en Iraq y Siria, es hasta el momento el último capítulo de esta escalada en Iraq, pero no fue la única.

El mismo día del asesinato del general más poderoso de Irán y hombre clave en la derrota del Estado Islámico en Iraq y Siria tenía lugar otro atentado con drones en Yemen contra el comandante en ese país de las fuerzas iraníes de Al Quds, Abdul Reza Shahlai.

Este comandante iraní, al que la CIA acusaba de planificar un atentado en 2011 contra el embajador saudí en Washington, salió ileso del atentado, en el que murieron otros de sus hombres.

En esa sesión especial que se celebró el 8 de enero el secretario de Estado, Mike Pence, y el secretario de Defensa, Mark Esper, se negaron a dar detalles de las ‘pruebas’ de esos peligros “inminentes” al considerarlas “material clasificado” que afectaba a “la seguridad nacional”.

Son los tradicionales eufemismos que siempre utiliza el Pentágono y la Casa Blanca para impedir dar cuenta de sus ejecuciones extrajudiciales.

Nancy Pelosi, la veterana presidenta de la Cámara de Representantes, hizo hincapié en la importancia de la resolución aprobada a pesar de su carácter no vinculante, sosteniendo que era una advertencia al presidente de que no se aceptaría que iniciara una escalada bélica de consecuencias imprevisibles.

“No es que tengamos confianza en la bondad o buenas intenciones del régimen iraní. Por mi experiencia en [el Comité de] Inteligencia sé lo brutal que era Soleimani. No esperamos cosas buenas de ellos, pero sí esperamos grandes cosas por parte nuestra”.

La vehemencia de Pelosi al defender la resolución que finalmente se aprobó no pudo evitar que ocho de los congresistas demócratas votaran en contra de ella, por razones diversas.

Rara vez en la historia de EE UU se ha dado una polémica parlamentaria como la suscitada ahora a raíz del asesinato del segundo hombre más poderoso de Irán y el frustrado asesinato también del comandante de la misma fuerza en Yemen, Reza Shahlai.

A pesar de ser EE UU un país con una larguísima tradición de ejecuciones extrajudiciales —“asesinatos selectivos” en la jerga del Pentágono al igual que en Israel— pocas veces se ha visto una polémica de la importancia de la actual.

De todos los presidentes demócratas y republicanos que han pasado antes de Trump por la Casa Blanca desde el derrocamiento del pro occidental sha Reza Pavhlevi en Irán en 1979 y el triunfo de la revolución islámica —Carter, Reagan, Bush senior, Clinton, Bush junior, Obama— sin duda fue este último el único que dio un paso, limitado pero importante, para distender la relación entre Washington y Teherán.

La decisión de Barack Obama de firmar el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC) con Irán, y también con Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania en 2015 —conocido como Plan Nuclear— no implicaba reconocer el derecho de Irán a formar parte del exclusivo club de las potencias nucleares ‘legales’ y con derecho a enriquecer uranio con fines militares, para fabricar la bomba atómica.

Solo suponía levantar las crueles sanciones económicas, financieras y comerciales a Irán a cambio de que este país se comprometiera a paralizar la mayoría de sus cerca de 20.000 centrifugadoras y limitar el enriquecimiento de uranio al 3,67%, un porcentaje suficiente para poder utilizarlo para actividades civiles pero no para actividades militares.

A pesar de las grandes limitaciones que esto suponía de hecho a la soberanía de Irán, los halcones del Pentágono y el Partido Republicano lo consideraron una “concesión suicida”, e Israel —un país que no forma parte del club oficial de potencias nucleares pero que posee un importante arsenal de ojivas nucleares no supervisado internacionalmente— y Arabia Saudí condenaron a Obama por romper el equilibrio geoestratégico en Oriente Medio y el Golfo.

Trump, acérrimo enemigo del multilateralismo, acabaría con esa postura pocos años después, en 2018, retirando a EE UU de ese acuerdo a pesar de las críticas del resto de firmantes del mismo, tras lo cual comenzó una escalada de acciones contra Irán cuyo último escalón hasta ahora ha sido el asesinato del general Soleimani.

Las principales argumentaciones de Trump contra el acuerdo fueron:

1) Que no prohibía taxativamente a Irán el enriquecimiento de uranio, fuera este para el uso que fuera.

2) Que beneficiaba económicamente a Teherán, dándole así un balón de oxígeno vital para la supervivencia de su régimen y para calmar las crecientes protestas callejeras de los últimos años contra su régimen teocrático.

3) Que el acuerdo firmado por las seis potencias no prohibía explícitamente a Irán seguir apoyando militar y económicamente al régimen de Al Assad en Siria, o a los rebeldes hutíes en Yemen, a Hamás en la Franja de Gaza, o a Hezbolá en el Líbano.

A pesar de que Obama demostró al firmar dicho acuerdo su pragmatismo para intentar distender parcialmente las relaciones con el régimen iraní al que ninguno de sus predecesores había logrado derrocar en las anteriores tres décadas, tampoco abandonó la política del palo y la zanahoria tan característica de los gobiernos de EE UU desde la época de la Doctrina Monroe.

Barack Obama, al tiempo que adoptaba esta postura sobre el acuerdo nuclear con Irán; que se presentaba también en los inicios de su mandato con el ramo de olivo al mundo musulmán con aquel célebre discurso en la Universidad Al-Azhar de El Cairo, o condenaba la cruzada de la Guerra contra el Terror de su predecesor, Bush junior, se convertía paradójicamente en el presidente que más ejecuciones extrajudiciales en el exterior autorizaba.

Los drones militares MQ9-Reaper como el que se utilizó días atrás para disparar sus misiles Hellfire R9X y asesinar al general Soleimani cerca del aeropuerto de Bagdad, o los RQ1-Predator u otros de los modelos de aviones sin piloto más utilizados por el Pentagóno y por la CIA, se convirtieron en las armas estrella de la Administración Obama para continuar la Guerra contra el Terror de Bush por medios menos visibles, más económicos y sin el riesgo de sufrir bajas propias.

Durante sus ocho años de gobierno, murieron cerca de 5.000 personas como consecuencia de los ataques de drones militares —operados muchas veces desde miles de kilómetros de distancia— en países como Afganistán, Pakistán, Yemen, Irak, Somalia o Libia.

A pesar de las numerosas denuncias y revelaciones periodísticas y a pesar también de las declaraciones que varios supervivientes hicieron ante la propia comisión de Inteligencia del Senado estadounidense y denuncias ante la ONU, el tema sólo logró provocar polémica y críticas al Gobierno cuando se conoció a de sus familiares que un puñado de las víctimas mortales eran yihadistas nacidos en Estados Unidos.

El fiscal general de EE UU, Erik Holder, reconoció por primera vez el 22 de mayo de 2013 en una carta dirigida al presidente del Comité de Asuntos Judiciales del Senado, Patrick J. Leahly, que efectivamente cuatro ciudadanos estadounidenses habían resultado muertos por ataques de drones militares.

Holder dijo que solo uno de ellos, Anwar al Awlaki, era un “objetivo legítimo”, al ser un líder de Al Qaeda en Yemen, mientras su hijo de 16 años habría muerto “accidentalmente” y los otros dos por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado.

El Partido Demócrata critica ahora y pide cuentas a Trump —con toda razón— por el asesinato de Soleimani y por la escalada bélica contra Irán, pero no lo hizo cuando Obama, su presidente, y Premio Nobel de la Paz 2009, ordenaba la ejecución sumaria de yihadistas, o sospechosos de serlo.

Como se reveló en su momento, en aquellas sesiones de los martes por la mañana en la Casa Blanca con los mandos militares y la comunidad de Inteligencia, Obama revisaba los distintos dosieres de aquellos hombres que integraban la que se llamó Kill List, la lista de los individuos propuestos para ser ejecutados, y aprobaba o rechazaba las operaciones cual César del siglo XXI.

En realidad, en las críticas actuales de los demócratas a Donald Trump por ordenar el asesinato del general Soleimani no se pone en cuestión la política de asesinatos selectivos de EE UU sino en su oportunidad y proporción.

En este caso hay un agravante: se trata, como dijo el titular de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, de “las acciones contra un Estado miembro de la ONU para eliminar a agentes de otro Estado miembro en territorio de un tercer Estado soberano sin su conocimiento”. Por ello, decía Lavrov, “constituyen una flagrante violación de los principios del Derecho Internacional”.

En su denuncia contra Trump la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, dijo: “No podemos poner en riesgo las vidas de militares, diplomáticos y otros, acometiendo acciones provocativas y desproporcionadas”. Ninguna mención a la ilegalidad de los asesinatos.

¿Cuáles son las preocupaciones e intereses de los demócratas sobre este tema?

Parece lógico pensar que el Partido Demócrata intentará rentabilizar políticamente al máximo la inesperada aventura belicista de Trump que ha hecho sentir por primera vez en mucho tiempo el No a la Guerra en las calles de varias ciudades de EE UU y ha provocado críticas en numerosos sectores de la sociedad, mercados financieros y medios de comunicación.

Las críticas a Trump tanto en EE UU como en el extranjero intentarán ser utilizadas por los demócratas, por un lado, como elemento de apoyo a sus acusaciones en el actual proceso de impeachment contra el presidente, para mostrar una prueba más de su impresentable y alarmante política exterior.

Y, por otro lado, en un año como este —con elecciones presidenciales el próximo 3 de noviembre— tratarán durante la campaña electoral presentar a Trump como alguien irresponsable que, como comandante en jefe de las fuerzas armadas del país militarmente más poderoso del mundo, puede poner en peligro no solo al país sino a la propia paz mundial.

Por ello, el Partido Demócrata ha denunciado al presidente por no consultar al Congreso antes de lanzar su riesgosa operación militar. En la resolución del pasado jueves 9 se explicitan las dos excepciones admitidas para que el presidente no necesite dicha consulta:

1- Si el Congreso ya ha declarado la guerra al país que el presidente ordene atacar.

2- Si se trata de acciones militares preventivas para defender al país de un inminente ataque armado contra Estados Unidos.

La Administración Trump ha respondido a las críticas demócratas que según la ley el presidente solo tiene que seguir ese procedimiento cuando se trata de declarar formalmente la guerra a otro país, y que ese no ha sido el caso.

Es toda una hipocresía, dado que EE UU no ha declarado desde la II Guerra Mundial formalmente la guerra ni a Afganistán, ni a Iraq, Siria o los otros países a los que ha invadido, bombardeado y ocupado por años durante las últimas décadas.

Los demócratas y republicanos disidentes de las dos Cámaras intentan limitar los poderes de guerra de Trump pero para que prospere una resolución de ese tipo haría falta que contara con el apoyo de dos tercios de los parlamentarios, por lo que debería ser bipartidista, algo prácticamente imposible de conseguir. De lo contrario, de no obtener esa proporción, Trump podría vetarla.

La Administración Trump reivindica su legitimidad para llevar a cabo ejecuciones como la de Soleimani u otras importantes operaciones militares amparándose en dos AUMF (Autorización para el uso de la fuerza militar) de 2001 y 2002.

Fueron aprobadas durante el Gobierno Bush tras los atentados terroristas del 11-S y que todavía se mantienen en vigor, como muchas de las leyes antiterroristas que en aquel momento, casi dos décadas atrás, se presentaron como “temporales”.

No son solo los demócratas sino también no pocos altos oficiales de las fuerzas armadas retirados e incluso grandes empresarios los que alertan sobre las consecuencias imprevisibles, políticas, económicas y militares, que podría suponer para EE UU, Oriente Medio y el mundo entero, embarcarse en una guerra frontal contra Irán.

Es algo a lo que no se ha atrevido ninguno de los presidentes estadounidenses en estos últimos 40 años de tensión entre los dos países.

Estados Unidos ha fracasado con la guerra que inició contra el régimen talibán en Afganistán en 2001 y miles y miles de muertos propios, enemigos y civiles después, no descarta abandonar totalmente el campo de batalla en manos de los mismos Muyahidín a los que creyó podía eliminar con un paseo militar.

En Iraq, donde con la complicidad de José María Aznar y Tony Blair el entonces presidente Bush lanzó en 2003 una guerra doblemente ilegal y unilateral, ha terminado, tras arrasar el país y provocar la muerte de cientos de miles de personas, dejando en el poder a un régimen corrupto, autoritario y sectario… aliado paradójicamente de Irán, su archienemigo.

En Siria ha fracasado igualmente su objetivo de acabar con el régimen de Al Assad como parte de su plan compartido con Israel y Arabia Saudí de reconfigurar toda la región y privar a Rusia y Teherán de un aliado clave.

En Libia, la intervención ‘humanitaria’ de EE UU junto a otros países europeos terminó con el derrocamiento y el linchamiento del coronel Gadafi y el inicio de una cruenta guerra que sigue desangrando al país, con dos gobiernos que se disputan la legitimidad y un país convertido en un nuevo estado fallido.

Ante ese escenario y los otros frentes bélicos abiertos en el Cuerno de África y el Sahel, donde se han hecho fuertes grupos yihadistas, y la tensión en el Mar de China Meridional —la expansión de la Armada china preocupa a EE UU cada vez más—, buena parte de los estrategas del Pentágono parecen reacios a ser precisamente quienes provoquen la apertura de un nuevo frente de guerra abierta.

Máxime cuando se habla de palabras mayores, de una guerra con Irán, que podría implicar para EE UU la necesidad de contar con la alianza de Israel, Arabia Saudí y otros países de la zona, pero tendría enfrente no solo al poderoso ejército iraní, sino también a Rusia, a Siria, a Hezbolá y a otras fuerzas de la región.

Supondría incendiar definitivamente una zona de vital importancia geoestratégica a nivel mundial ya de por sí sumamente convulsa.

EE UU armó y apoyó abiertamente al Iraq de Sadam Husein para que este lanzara en 1980 una guerra para derrocar a la entonces joven república islámica iraní y fracasó en el intento, saldándose con un millón de muertos entre los dos bandos y sin ningún vencedor.

EE UU no es hoy la misma superpotencia mundial que hace tres décadas, ni a nivel económico, ni a nivel político ni a nivel militar, su declive es lento pero constante, irreversible, y la política exterior de Trump es un reflejo de los manotazos desesperados por evitarlo.

El asesinato selectivo del general Solemani se suma a los miles que ha llevado a cabo Estados Unidos en el extranjero tanto bajo gobiernos republicanos como demócratas, pero es la “ejecución extrajudicial” que más graves consecuencias puede tener a nivel mundial.

Roberto Montoya

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