Estados Unidos en Afganistán – Adiós goodbye

La catastrófica derrota autoinfligida de Estados Unidos en Afganistán no es sólo un fracaso más, militar y político, también exhibe como nunca su (lento) derrumbe y su salida del escenario internacional como potencia dominante.

El falso relato según el cual Estados Unidos lucha contra el terrorismo, y vela por los derechos humanos y por la democracia en el mundo, ha quedado desnudo; su largo embuste hoy está de­sabrigado, a la intemperie, y a la vista de sus aliados y de sus víctimas. Sus tres mayores esfuerzos para construir ejércitos asociados, en Vietnam, en Irak y en Afganistán, fracasaron. Eso anuncian las imágenes que salen de Kabul evocando a Saigón (1975) y a Mosul (2014).

Las decisiones para Afganistán las tomaron George W. Bush, Obama, Trump y Biden, dos republicanos y dos demócrtas. Después de 20 años, cientos de miles de muertos y cientos de miles de millones de dólares gastados, el poder en ese país fue tomado por el Emirato Islámico de Afganistán –organismo de los talibanes–, sin hallar resistencia. Los cuatro presidentes resultaron ineptos: sin eficacia respecto de los objetivos anunciados para Afganistán. Como el final catastrófico le tocó a Biden, los repúblicanos ya piden su renuncia. Cuánta faramalla.

Como explica James K. Galbraith, la guerra, desde principio a fin, tuvo que ver con la política, no en Afganistán sino en Estados Unidos. En 2001 la presidencia de Bush se tambaleaba por la pérdida de la mayoría republicana en el Senado; la invasión a Afganistán disparó su aprobación hasta 90 por ciento, por breve lapso. Debió invadir Irak y capturar a Sadam Husein en 2003, para relegirse en 2004. En 2009 Obama heredó la guerra afgana, que no le aportaba ganancia política, pero la apoyó “para equilibrar su oposición a la guerra en Irak. Obama prácticamente no obtuvo ningún beneficio con el asesinato de Bin Laden en mayo de 2011… Su mejor jugada fue mantener Afganistán fuera de las noticias, lo que implicaba no perder mientras buscaba victorias llamativas en otras partes –en Libia, Siria y Ucrania–. Ninguna resultó bien”.

El Estado Islámico (EI) surgió en tiempos de Trump, quien aprovechó el desencanto de los electores con las guerras de Obama. El EI resultó un blanco fácil para Trump, especialmente, dice Galbraith, si a uno no le importa destruir ciudades enteras (Mosul y Raqqa) con poder aéreo. Las guerras de Trump, tal como sucedieron, no le aportaron nada, de modo que negoció con los talibanes la rendición, misma que operaría en su segundo mandato, que no le tocó a él, sino a Biden. Los efectos alrededor del mundo van más allá: el American Enterprise Institute escribe por uno de su voceros que la OTAN es un hombre muerto tras la debacle de Afganistán. El orbe se da cuenta.

A propósito de la debacle de Estados Unidos en Afganistán el escritor sueco Malcolm Kyeyune recuerda el ensayo de 1923 de Karl Schimitt, que decía: “Hay épocas de gran energía y épocas de estancamiento, épocas de statu quo inmóvil. Así, la época de la monarquía llega a su fin cuando se ha perdido el sentido del principio de la realeza, del honor, cuando aparecen reyes burgueses que buscan demostrar su utilidad, en lugar de su devoción y su honor. El aparato externo de las instituciones monárquicas puede permanecer en pie mucho más tiempo después de eso. Pero a pesar de ello la hora de la monarquía ha sonado. Las convicciones inherentes a ésta… parecen entonces anticuadas”. El propio Kyeyune escribe: Lo que Schmitt quiere decir es que cuando se agota la pretensión de legitimación de una determinada forma de élite, cuando la gente deja de creer en los conceptos o pretensiones que sustentan un determinado sistema o pretensión de gobierno, la extinción de esa élite concreta se convierte en una conclusión inevitable. Kyeyune tiene en mente las gestión gerencial propia de los CEO vendida como relato real de eficiencia de la gobernabilidad dentro y fuera, geopolíticamente, del imperio ahora con rodillas enclenques que flaquean con crujidos de final de época.

No es sólo que la élite gobernante de la superpotencia sea incompetente. “Es que –escribe Kyeyune–, su aplicación de la lógica gerencial a cualquier campo en el que pongan sus mugrientas manos –desde los sin techo en California hasta la política industrial o la gestión de una guerra– hace que esa cosa sea 10 veces más cara y 100 veces más disfuncional… Me parece muy probable que la mayoría de los historiadores del futuro sitúen la fecha del verdadero comienzo del colapso del actual orden político y geopolítico aquí y ahora, en la retirada de Estados Unidos de Afganistán”.

El traje del emperador estadunidense, es decir, su fuerza persuasiva con respecto a sus inigualables dotes en la gobernanza planetaria, como en la fábula de Andersen, propende a la inexistencia. Primero aparecen los harapos que hoy vemos, después veremos la desnudez completa. La fuerza de las armas carece ahora de la fortaleza de la legitimidad política, en Estados Unidos y en todo el planeta.

José Blanco

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