Estados Unidos: La crisis de la democracia

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Las noticias de la pandemia, con sus estadísticas globales impresionantes en cuanto al número de contagiados y fallecidos, ocupan el centro del panorama informativo, aunque no llegan a cancelar del todo la sombra ominosa de una realidad política igualmente peligrosa.

La aspiración al logro de un mundo presidido por la paz y la capacidad negociadora de los Estados, que apuntaba como voluntad y deseo al término de la Segunda Guerra Mundial, con su dolorosa secuela genocida —sustentada en el racismo institucionalizado y la sombría advertencia de un probable exterminio de la humanidad, perpetrado por la presencia generalizada del arma atómica a partir de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki— parece diluirse en la perspectiva de nuestro futuro inmediato.

La carrera armamentista ha alcanzado dimensiones sin precedentes y existe en la actualidad un potencial capaz de destruir a más de un planeta. En los días que corren adquieren vigencia creciente las reflexiones que nos dejara Fidel en los últimos años de su trabajo creador, en el plano del desarrollo de un pensamiento que sigue ofreciendo un fértil terreno de exploración.

La enorme peligrosidad implícita en los rasgos inusuales que configuran la campaña electoral de Estados Unidos no puede subestimarse, dado el poder hegemónico encarnado en las corporaciones anidadas en el corazón de la superpotencia. El abierto irrespeto a la ley que se manifiesta en la conducta del presidente-candidato constituye una demostración palpable de la crisis de un modelo de democracia, aquella que habría de calificarse, sin que ello signifique connotación despectiva, de burguesa, la que ha ido tomando cuerpo y forma, en un lento y complejo proceso, a partir de la Revolución Francesa, circunstancia en la que una ola en ascenso desplazó las estructuras heredadas del feudalismo.

Por razones profesionales dediqué muchos años al estudio de la literatura y la historia de Francia, país que había merecido la atención de Marx para la formulación de sus tesis sobre el materialismo histórico. El 18 brumario de Luis Bonaparte inclinó hacia la derecha el legado de la Revolución Francesa. Sobre la marcha se fue definiendo el perfil de la democracia burguesa, en medio de tensiones crecientes en la base de la sociedad y en el naciente proletariado. A lo largo del siglo XIX, una secuela de fechas repercutió en Europa y aún allende los mares: 1830, 1848, 1870. Derrocada la comuna de París en el 71, se instauró la Tercera República. En el contexto de una Europa dominada por poderes autocráticos, la democracia establecía el derecho al sufragio y la complementariedad de los tres poderes —ejecutivo, legislativo y judicial—, según lo planteado por Montesquieu. Los partidos políticos surgían comprometidos con un programa y con los intereses de una capa de la sociedad.

Sin embargo, el sufragio universal tardó más de un siglo en imponerse. Al principio accedían tan solo los contribuyentes al fisco, integrantes de la media y alta burguesía. No existió para los esclavos, allí donde seguía imperando el infame sistema. Las mujeres tuvimos que luchar mucho para obtenerlo.

Herida por la masa helada oculta bajo la punta del iceberg, la democracia burguesa se escora peligrosamente hacia el fascismo, tal y como ocurriera en el caso del nazismo del siglo XX. Marx afirmó, en El 18 brumario… que, cuando la historia se repite, lo hace a modo de farsa. Lo que ahora nos amenaza tiene ribetes de tragedia. La noción de democracia suele identificarse tan solo con la reiteración de elecciones animadas por partidos políticos. Incluye, además, entre otros elementos, el necesario equilibrio entre los tres poderes. Ante la indiferencia del mundo hemos contemplado la creciente judicialización de la política, escandalosa en el Brasil de Lula, en la Bolivia y el Ecuador que obstaculizan la participación en el proceso político de los seguidores de Evo y de Rafael Correa, involucrados en procesos espurios. El panorama de Estados Unidos tiene repercusiones internacionales aún mayores. Del trasfondo de la pandemia emerge una verdad no revelada en su justa magnitud hasta este momento. La sociedad está profundamente dividida. Ha estallado por vía del racismo sistémico, del acrecentamiento de las brechas sociales, de la filosofía que anima el supremacismo blanco y el consiguiente mesianismo que concede el derecho a establecer la ley y el orden en todo el planeta.

Vale la pena recordar su antecedente más cercano, el injerencismo reiterado en asuntos de otros lugares del planeta, el macartismo y la perspectiva crítica adoptada por Arthur Miller en Las brujas de Salem. En los últimos tiempos se consolida la práctica de marginar el papel del Congreso, con la adopción de órdenes ejecutivas informadas directamente en declaraciones públicas sin el necesario consenso por parte del legislativo, mientras se cierra el dogal con la designación de magistrados en la Corte Suprema cada vez más subordinados a los intereses del poder. A pesar de las elaboradas técnicas de manipulación y de una realidad convertida en frívolo espectáculo, los estallidos se multiplican por doquier. Aparecen los chalecos amarillos en Francia, las manifestaciones multitudinarias en América Latina, mientras rebrotan las conductas represivas más violentas. En las últimas semanas se han radicalizado las formas de protesta con la no descartable presencia de elementos provocadores. Esos movimientos sociales carecen todavía de dirección unificadora en el contexto de una izquierda cada vez más desconcertada. Y, sin embargo, hay señales que indican la posible definición de plataformas comunes legitimadas por las consecuencias de la pandemia, el desenmascaramiento de la ideología neoliberal y la acelerada destrucción del planeta. Las elecciones en Estados Unidos se colocan en un entorno de extrema peligrosidad. Hay que respaldar las voces que anuncian las señales del peligro inminente. Es la hora de tocar en el hombro al indiferente, al anestesiado por los fuegos de artificio y decirle: «Escucha, amigo. Lo que ocurre a nuestro alrededor concierne a todos. Hay que mirar de frente a la realidad y tomar partido».

Graziella Pogolotti

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