Estados Unidos – La sombra de Monroe

En 1961 propuso John Fitzgerald Kennedy la Alianza para el Progreso, un programa que preveía la inversión de 20.000 millones de dólares en América Latina y el Caribe, a ser suministrados en su mayoría por inversionistas privados externos a la región con excedentes de capital, en un lapso de entre diez y quince años. 

Este plan de inversiones disfrazado de proyecto sociopolítico fue concretado por el mandatario en su primer mensaje al Congreso, el 13 de marzo de 1961: “Propongo que las repúblicas americanas inicien un vasto plan de diez años para las Américas, un plan destinado a transformar la década de 1960 en una década de progreso democrático”. Sin más, hablaba en nombre de las Repúblicas americanas, y las conminaba a modificar sus regímenes políticos internos: “Nuestra Alianza para el Progreso, es una alianza de gobiernos libres, y debe perseguir el objetivo de suprimir la tiranía en un hemisferio donde no hay legítimo lugar para ella”. Evidentemente olvidaba que la primera gestora de dictaduras en el hemisferio era la nación que presidía. Para ello, además, intentaba “modificar los patrones sociales” de los aliados: “Movilizar recursos, alistar las energías del pueblo y modificar los patrones sociales, de modo que los frutos del crecimiento sean compartidos por todos y no sólo por unos cuantos privilegiados” (Cúneo, Dardo: La batalla de América Latina, Editorial Siglo Veinte, Buenos Aires, p.160). El verdadero sentido de la propuesta sólo se puede comprender en su contexto: el 17 de abril de 1961, apenas un mes después de formulada, con autorización del propio John Fitzgerald Kennedy y apoyo de bombarderos del ejército estadounidense, la CIA desencadenaba contra Cuba la fallida invasión de Bahía de Cochinos.

El plan se formalizó en 1961 en Punta del Este, con la anuencia de todas las repúblicas americanas, a excepción de Cuba. Y en efecto, la Alianza para el Progreso comprendía un amplio espectro de formas de intervención, con el confeso propósito de destruir las bases sociales de los movimientos revolucionarios latinoamericanos, a cuyo fin se implantó una planificación regional desempeñada por el Consejo Interamericano Económico y Social y la Junta Interamericana de Desarrollo. En definitiva, los participantes reconocieron que los países latinoamericanos deberían aportar una suma cuatro veces mayor que la prevista para satisfacer las metas del programa (Olton y Plano 1980, 207). Resalta el hecho de que este plan continental no hace la menor referencia a la integración mutua de los países latinoamericanos. Como en tiempos del imperio español, la relación de cada uno debía entablarse con la metrópoli. Con el pretexto de colocar algunas inversiones, aquella condicionaba las políticas de las administraciones nacionales y regionales y reclutaba “líderes locales” como agentes distribuidores de dádivas o créditos.}

Por tales motivos, el 8 de agosto de 1961, durante la mencionada Quinta Sesión Plenaria del Consejo Interamericano Económico y Social reunido en Punta del Este, Ernesto “Che” Guevara critica esta política de dádivas para alivio de síntomas inquiriendo de los delegados “Si acaso no tienen la impresión que se les está tomando el pelo, con esta Alianza para el Progreso, donde se dan dólares para hacer carreteras, se dan dólares para hacer caminos, se dan dólares para hacer alcantarillas, señores, ¿con qué se hacen las carreteras, con qué se hacen los caminos, con qué se hacen los alcantarillados, con qué se hacen las casas? No se necesita ser un genio para eso. ¿Por qué no se dan dólares para equipos, dólares para maquinarias, dólares para que nuestros países subdesarrollados, para que todos, puedan convertirse en países industriales-agrícolas, de una sola vez? Realmente, es triste” (González Bazán, Elena Luz: La Alianza para el Progreso: Kennedy y la Cumbre de las Américas, Argenpress, 10-10-2005.

En marzo de 1961, casi simultáneamente con el lanzamiento de la Alianza para el Progreso y mientras se ajetreaba en preparar la intervención armada contra Cuba, Kennedy creó mediante decreto ejecutivo el “Cuerpo para la Paz”, integrado por jóvenes estadounidenses que, a petición de los países huéspedes, estarían encargados de “satisfacer sus necesidades de fuerza humana adiestrada y para fomentar una mejor comprensión del pueblo norteamericano”. Durante su vigencia el programa llegó a movilizar unos diez mil voluntarios, supuestamente encargados de prestar asistencia en el campo agrícola, de obras públicas, científico y de desarrollo comunal. Más de la mitad eran de hecho profesores, obviamente destacados para difundir la ideología y el punto de vista de su país entre los educandos. Gran proporción de los restantes eran jóvenes sin mayor experiencia, y ninguna contribución memorable quedó de su pasantía en América Latina y el Caribe. Según se demostró posteriormente, entre estos evangelizadores se colaron numerosas fichas de las agencias de seguridad estadounidenses. El programa languideció y desapareció sin visibles aportes a la comunidad latinoamericana.

De hecho, Kennedy inscribió la Alianza para el Progreso dentro de un proyecto de mayor alcance denominado “La Nueva Frontera”. Para muchos pasó desapercibida la significación del plan. Para el latino frontera es límite; para el estadounidense, área en perpetua expansión, región abierta al pillaje que permitió a las trece colonias originarias devorar los dominios norteños de Francia y Holanda, anexar Alaska, arrebatarle a México más de la mitad de su territorio, anexar Puerto Rico, secesionar Panamá, intervenir en incontables oportunidades y mantener una perpetua política de expansión. América Latina y el Caribe era la Nueva Frontera a ser conquistada.

Las ínfulas de reformador político y social que se atribuía el presidente del primer exportador de contrarrevoluciones tenían claros motivos. Como bien señaló Fidel Castro “aquella idea surgió bajo el trauma obsesionante de la Revolución Cubana y se pretendía con ello evitar condiciones objetivas propicias a nuevas revoluciones”. (Castro: La cancelación de la deuda externa… 1985, 102). Tras una década de repartir fondos y sermones anticomunistas, el proyecto dejó de existir sin pena ni gloria, entre recriminaciones mutuas de intervencionistas e intervenidos.

Luis Britto García

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