Estados Unidos y la obsesión con Cuba

La decisión del gobierno de Donald Trump de incluir a Cuba en su lista de países “patrocinadores del terrorismo” días antes de concluir su mandato le deja una piedra en el camino al presidente electo Joe Biden. Cuando asuma el 20 de enero Biden tendrá que lidiar otra vez con la relación entre Estados Unidos y Cuba, una cuestión política siempre complicada a nivel externo e interno.

Siendo vicepresidente de Barack Obama acompañó el “deshielo” entre ambos países, que Trump anuló de un plumazo en 2017 imponiendo todo tipo de restricciones, desde el envío de remesas por parte de familiares hasta el virtual cierre de su representación diplomática en la isla.

A la pequeña Cuba siempre se le imponen condiciones, que nunca se acaban. Un día puede ser la exigencia de modificar algo de su política interna y al otro que cambien su política exterior. No debe haber ningún país tan exigido a aceptar todo lo que Estados Unidos pide. Casi se diría que la única posibilidad para un gobierno cubano de acabar con el bloqueo norteamericano y las sanciones es abandonar el poder y entregarle las llaves a un funcionario de la Casa Blanca.

Algo que -obviamente- no ocurrirá.  La obsesión con la isla no nació con la revolución cubana de 1959; ya en 1901 la famosa enmienda Platt facultaba al ejército de los Estados Unidos intervenir militarmente, y en 1906 el presidente Theodore Roosevelt decía estar muy “exasperado con esta infernal pequeña república de Cuba que hubiera querido borrar de la faz de la tierra”. Fidel Castro ni había nacido.

Hay que ser muy ingenuo para pensar que la nueva decisión del Departamento de Estado tiene algo que ver con el supuesto terrorismo que Cuba estaría impulsando.  Es tan ridículo el argumento que ya ni hace falta demostrar la hipocresía de esta medida anacrónica cuando uno de los principales aliados de la Casa Blanca es Arabia Saudita, de cuyo seno partieron la mayoría de quienes atacaron las Torres Gemelas en 2001. Hace décadas que los gobiernos republicanos y demócratas han tratado de destruir la revolución cubana.

Porque de eso se trata. El problema no es el sistema de partido único, la libertad de prensa o el respeto de los derechos humanos. Numerosos países tienen un solo partido que gobierna (algunas monarquías ni siquiera eso) sin prensa opositora y donde se violan constantemente los derechos humanos. Muchos de ellos son sostenidos y apoyados hace décadas por la Casa Blanca.

La obsesión bipartidista contemporánea radica en lo que significa Cuba desde el 1 de enero de 1959 para América Latina y el Caribe. A pesar del continuo bloqueo no existe el hambre, ni la miseria, ni la falta de acceso a la salud o la educación como en tantos países de la región que han recibido miles de millones de dólares de los organismos internacionales para -supuestamente- mejorar las condiciones de vida de las grandes mayorías postergadas históricamente

. ¿Hay problemas en Cuba? ¡Por supuesto! ¿Dónde no? Pero a la revolución no la quieren destruir desde Estados Unidos por las cosas negativas, sino por las positivas. Y por eso, la inmensa mayoría del mundo progresista defiende la revolución.

Acusar nuevamente a Cuba de promover el terrorismo no es más que politiquería barata. Puede servir. Pero cada día sirve menos.

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